La Loca de la Familia
Por Alejandra Gómez Macchia/ @negramacchia
En casa de mis padres pocas veces se mencionaba la palabra “valores”. No porque mis padres fueran unos libertinos o unos semisalvajes, sino todo contrario; las cosas en mi casa se sobreentendían y casi todo marchó bien porque esos “valores” que se pretenden heredar de generación en generación, devienen un discurso casi siempre religioso que termina por degradar a la hora en que se vuelven condicionantes de un castigo o una condena moral.
Mi padre, con todo y sus vicios, nunca le puso la mano encima a mi mamá. Tampoco oí nunca que la llamara puta o que la sobajara por el simple hecho de ser mujer.
Esto se debía, supongo, a que mi padre creció bajo un matriarcado.
Mi padre tenía abuela y bisabuela cuando yo nací, por lo consiguiente yo tenía abuela, bisabuela y tatarabuela. Ellas eran los pilares de la familia. Esas mujeres que, para sus tiempos, se agarraron las faldas (porque su coquetería les impedía usar pantalones) eran la máxima autoridad. No se movía un dedo en la familia sin que se les consultara el porqué de los movimientos, y a pesar de su ancianidad, eran escuchadas y obedecidas por todos.
La mujer, dentro de mi familia, siempre ha sido la figura más importante.
Los hombres de la familia (algunos muy machos, claro) se siguen cuadrando ante sus hembras. Saben que la mujer, por ejemplo, es mejor administradora que ellos. Que la mujer puede valerse de muchas artimañas para conseguir lo que quiere, pero eso es una cuestión de días inmemoriales; cuando la mujer tenía que esconderse, que disfrazarse… tenia que caminar con sigilo y muchas veces hasta reptar para no ser vista y devorada por su mayor depredador: el hombre.
Por eso las doctrinas judeocristianas nos han asociado siempre con la serpiente. Un animal que se arrastra y que debe camuflarse para sobrevivir. ¡El diablo! La maldad intrínseca. Una alimaña en la que no se debe confiar.
Y aún así, pese a la eterna intentona de aniquilarnos, hemos, como las serpientes, cambiado de piel y mordido y huido para evitar el exterminio.
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Esas viejas que fueron en su momento la reserva de fortaleza de la familia, dejaron de existir hace unos años, pero se sigue hablando de ellas y se les sigue ponderando pese a su condición de difuntas. No en el sentido católico de la palabra. No les celebramos misas ni les rezamos rosarios, pese a que muchas de sus descendientes están abrazadas a la fe de Cristo y leen la Biblia como si ésta no fuera, entre otras muchas cosas, un libro harto misógino.
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En mi casa (la casa de mi padre y de mi madre) nunca nos obligaron a hincarnos ante ninguna imagen. Crecimos, a los ojos de muchos, como chivos sin mecate. Nunca nos golpearon para aprender a leer o para que nos comiéramos el caldo de pollo.
Somos mal hablados porque somos jarochos y porque no le tememos a las palabras. Usamos mucho el “puta madre” y el “pinche vieja”. También nos hemos mandado a la chingada muchas veces, y a últimas fechas nos hemos desatado y en ocasiones hemos remitido al pariente incómodo a un lugar más lejano pero supuestamente (según el patriarcado) más cálido: a la verga.
Cuando uno manda a alguien a la verga no es igual de ofensivo que cuando uno manda a alguien a chingar a su madre.
Irse a chingar a su madre es lo peor que puedes conjurarle a un hombre. Es preferible mándalo a la verga porque cada uno de ellos tiene una de la que, por lo general, se siente orgulloso. No así mandar a chingar a su madre al varón, porque la madre es un ser intocable…
¿Y qué pasa cuando una mujer manda a la verga a otra mujer? (en Tabasco y en Veracruz es un tema recurrente).
Pues se le está condenando a ir al lugar de donde sabe que saldrá sometida. Mandar a la verga a una compañera o a una prima o a una amiga es enviarla a un sitio incierto.
Para una mujer no es tan ofensivo mandarla a chingar a su madre porque desgraciadamente las madres (mujeres) han sido chingadas históricamente, no por sus hijos, sino por otros sujetos que parecen no recordar que salieron al mundo por el mismo canal (húmedo y cálido) al que les excita y les fascina meterse sin permiso, y muchas veces con lujo de violencia.
