La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
El 19 de septiembre de 1985, el Congreso gringo propuso crear un sistema de etiquetado en los discos; el famoso “Parental Advisory/ Explicit Content” que hasta la fecha leemos en las portadas los románticos de los elepés y los discos compactos. Esa etiqueta blanquinegra que advierte al consumidor que lo que está a punto de escuchar es un compilado de procacidades. Al menos así lo veía Al Gore y compañía.
Uno de los primero en reaccionar ante tal ataque a la libertad de expresión fue Frank Zappa, cuyo material discográfico entraba completo en ese listado.
La hipocresía del gringo es legendaria, pero dentro de esa hipocresía hay una moral a prueba de misiles, en tanto su juventud fue (y sigue siendo) la más alienada y estúpida del mundo.
Zappa llegó a los tribunales y ofreció febriles declaraciones en medios que lo tildaban de degenerado, cuando él afirmaba que no existen palabras “malas”. Las palabras son palabras, y no matan a nadie. Hace más daño una hamburguesa de Mc Donald’s.
Muchos de los adolescentes a los que este grupo de conservadores querían proteger, eran imbéciles desde que sus papás eran novios. Y ni la música de Zappa ni de Prince ni de casi todos los grupos de heavy metal, cambiarían la trayectoria y el destino de su estupidez cósmica.
Lo más bizarro del asunto era que el propio Zappa, con toda su imagen patibularia, y sus odas al tamaño del pito y a las correrías de las grupis, era, en el fondo y en la intimidad, un tipo bastante conservador.
Esto queda desvelado tanto en su autobiografía como en el libro de Pauline Butcher titulado “Freak Out!”.
Para los iniciados en el mundo zappiano, no es un asunto menor el título del libro, pues es homónimo al primer álbum de estudio que grabó Zappa con su grupo “The Mothers of invention”.
El encanto “superficial” de Zappa es precisamente que sus letras no eran otra cosa que la crónica cotidiana de la vida en Estados Unidos. Vivir dentro de la doble moral del país de las oportunidades. Convivir en una sociedad en donde el gobierno es una masa más pestilente y repulsiva que las pantaletas de una grupi.
Frank Zappa era señalado por los castos como un tipo vulgar y obsceno que en su música hacía gala de un desparpajo rayano en lo procaz.
Crítico acérrimo de las políticas de su país, alguna vez soñó con la idea de presentarse a la contienda presidencial, porque de su lado estarían los “freaks”, y esos frikis y desadaptados y marginados contagiarían a otros marginados, y por lo menos habría hecho ruido en la contienda.
Pero, ¿quién es Pauline Butcher?
Imagínate que eres una inglesita anodina de veinte años. Trabajas en una oficina que huele a “early tea” y a naftalina. Tu jefa es una señora con apellido de abeja. Conoces a los Beatles, porque a los Beatles los conocen hasta los pingüinos. Fuera de eso, sabes que el rock es “cool”, pero no te gusta tanto porque es una ondita sexosa que no va con tus principios “british”.
Lo que sabes hacer mejor, o mejor dicho, lo único que sabes hacer es escribir a máquina. Eres secretaria mecanógrafa. Quisiste ser periodista, pero tu madre, otra inglesa con apellido de abeja, se entrometió en tu futuro y te dijo que no perdieras el tiempo en estudiar periodismo. Eres, pues, de la “working class”. Muy inglesa, pero de ese código postal.
Un buen día te manda a llamar un tal señor Zappa. Tienes que ir a su hotel a aporrear la máquina porque al señor se le ocurrió pasar en limpio sus garabatos.
Nadie quiso hacer esa chamba en la oficina, y como tú eres la más responsable y buena de las secretarias, decides ir a cumplir con tu deber.
Antes de llegar al hotel, alguien te dice que ese señor, el tal Frank Zappa, es una incipiente estrella de rock en Estados Unidos. Pero a ti te importa una tetera el rock. Es más, imaginas que vas a toparte con un jovenzuelo teto como John Lennon, vestido de Tweed, muy “mono”, y que te va a pedir que contestes las cartas de su club de fans.
Pero quieres ser periodista (y más adelante escritora). Entonces, al cruzar el umbral de la puerta del hotel, te animas un poco. Quizás con un poco de suerte este rockero conoce a alguien en Hollywood: un productor (o qué se yo) que te pueda enseñar a hacer guiones y quizás así te saltas ser periodista y entras a las grandes ligas…
Aparte no eres fea. Eres inglesa. Eres alta y alguna vez intentaste ser modelo y aprendiste a caminar enhiesta y a no mirar al piso. No ríes bobalicona. No eres una puta alocada que va a llegar a darle el braguetazo a la estrella. No. Eres una persona seria, pero guapa. Te vistes bien. Usas minifalda porque está a la moda.
Tocas a la puerta y te abre un sujeto cuyos ojos parecen dos agujeros negros. Tiene el cabello a punto de estopa de deshollinador, una nariz que parece aleta de tiburón, manos grandes y dientes amarillentos. Aparte tiene un bigote muy extraño; como una luna negra menguante de cabeza, y también una extraña piocha, tan negra que crees que está pintada. El tipo parece un colgado.
En ese momento juras que te has equivocado de habitación y ofreces una disculpa. Tratas de dar media vuelta, pero el sujeto de facha patibularia (que además lleva puesto un pantalón rosa, calcetines verdes y suéter rayado de cuellos de tortuga) te llama por tu nombre con un acento completamente distinto al tuyo. Un acento como el que has escuchado en las películas de Hollywood; además de una voz cavernosa, profunda e impasible.
Vuelves la vista atrás y el colgado te dice, ¿Eres Pauline Butcher?.
Tú contestas que sí.
Entonces preguntas por el señor Zappa, que te suena a un italiano panzón con nariz de bolillo y la camisa a punto del botonazo. Pero el que parece un “clochard”, el tipo patibulario que te abrió, te extiende su mano, y mientras se pone su Winston en la boca te dice: “Soy yo. Yo soy Frank Zappa”.
A partir de ese momento tu vida cambia. Deja de ser la vida gris de la gris oficinista de la ciudad más brumosa y gris que hay en el planeta.
Después de una hora de hablar con Zappa, y de toparte con otros cuatro especímenes por los que no darías un chelín, la estrella de rock a la que te negabas a conocer, te pone enfrente las letras de su primer disco. Te dice que necesita que las transcribas. Te pones al escritorio y topas con ese tipo de expresiones que jamás se oyeron en tu familia, siquiera en tu barrio. Expresiones que consideras misóginas y ofensivas. Vergas por todos lados, mocos pegados en los pupitres, requesones vaginales, chancros voladores, escenas que te parecen grotescas porque retratan a mujeres empinadas ante un orangután con guitarra después de una tocada.
No puedes creer que exista un ser humano capaz de decir tantas sandeces en tres minutos. Aparte encuentras coloquialismos que no entiendes porque son locales; del pueblo donde salió ese pelado que parece un despojo.
Quieres terminar tu trabajo y largarte, pero una vez que terminas, el tal Frank te invita un café y empieza a hablarte de su música y sus letras. Te aventuras y le dices que te perecen espantosas. Se interesa en tu opinión de oficinista. Te escucha. Descubres que no es tan estúpido. Que hasta eso, sabe argumentar, pero eso sí, muy a su estilo: con cinco “fucks” por cada diez palabras. Te habla con naturalidad del sexo. Te pregunta que si no quieres coger un ratito. Tú encaras al enemigo y rechazas la propuesta, pero ese cinismo empieza a seducirte. Te seduce tanto que llegas a casa y no puedes dejar de pensar en él. En su facha, en su naturalidad, en su malicia.
Piensas en él y deseas volverlo a ver. Se te hace. Regresas tres o cuatro veces al hotel para concluir el trabajo. Luego te pide que le llames si vas a Estados Unidos, y se va.
Tu vida no vuelve a ser igual. Te enamoraste de ese pepenador que dice groserías y fuma como chimenea.
Un buen día visitas Nueva York y coincide que el tal Zappa toca esa noche en algún bar. Asistes. Te ve. Te reconoce y te invita al día siguiente a comer. Vas a su casa esperando que algo pase, pero llegas y esta con su esposa. Una dientoncilla no muy guapa que está embarazada. Zappa entonces se transforma. No habla, sólo te deja hablar con ella, Gail, su principal porrista: una mujer que se sienta debajo de él mientras “su alteza” escucha a Stravinski.
Te sientes incómoda, pero termina el trance y la esposa (no él) te acompaña a la puerta. Ella ha marcado territorio; te habla del magnetismo sexual de su esposo, de su rigor, de su disciplina, de sus rarezas. Sabes que ahí no puedes entrar.
Al otro día Zappa es el de siempre; te marca y te pide que lo vayas a ver porque tiene algo que ofrecerte. Ahora está solo en casa y es el mismo hombre cordial y hasta cierto modo cálido. Te propone que te vayas a vivir con él y su esposa para que le ayudes a escribir un libro. Tú aceptas encantada. Acto seguido, se pone cachondo y te quiere coger. Tú te pones cachonda, pero eres una buena chica, con principios. No eres “Suzie Creamcheese”, la grupi de sus canciones. No eres una puta. No te vas a dejar coger porque, aparte, has conocido a su esposa embarazada.
Él no insiste en el acoso y te pide que cuando estés lista para trabajar, le avises. Te conseguirá un visado para poder permanecer en su “mierda de país”.
A los pocos meses te encuentras viviendo en Hollywood. Pero no ves a las estrellas como quisieras verlas: en sus limos, por las calles paseando a sus afganos.
Llegas a una casa enorme, pero ruinosa en donde aparte tienes que compartir el espacio vital con 12 vagos más, y los invitados que vayan llegando a los “jam sessions”.
Ves pasar por ahí a todos: a Lennon, a Harrison, a Hendrix, a Jagger, a Richards, a Waters y a Gilmour, a Keith Moon, a Joni Mitchell… Y todos entran directo al sótano, en donde el “genio” lleva todo el día encerrado escribiendo bolitas y rayitas en hojas pautadas. Tocan durante horas. Y todos, absolutamente todos, salen extasiados por compartir esos momentos con Zappa.
El propio Lennon y su santa trinidad del rock, un día te dice: “Yo puedo ser más famoso, pero Frank es un verdadero genio”.
Te das cuenta que no caíste en cualquier cloaca. Caíste en “LA FUCKING CLOACA”, y ese roedor de bigote negrísimos es el rey.
Te percatas que su mujer, Gail, es una fodonga de marca. Eso te incomoda y en tu fuero interno deseas desaparezca. Pero muchas han querido destronarla y no han podido. Ni dándole las nalgas diez veces a Frank. Nadie puede quitarle el puesto a la señora porque esa señora, a pesar de ser una cochina que tira los pañales de su hija en el suelo y que tiene la cocina hecha un muladar, es la mejor amiga de su marido. Es su Adelita. Ella sabe que él, por ser una estrella de rock, se acuesta con miles de mujeres, y lo asume, y no lo cuestiona. Es más, desarma a las güilas proporcionándole facilidades para que cojan con su marido. La ausencia del peligro neutraliza el deseo.
Adoras esa vida. Aunque no conozcas a nadie. Aunque llegue Eric Clapton y no sepas quién es y le preguntes qué instrumento toca.
Estás feliz aunque los mastodontes del grupo te buleén y te pregunten un día sí y otro también a cuál de la casa te vas a coger.
Te acostumbras, pues, a ser la fresita de la comuna. Unos te tachan de mustia, otros van aceptando que tu mojigatería es genuina y que sólo amas platónicamente al “colgado”.
Pasan los cuatro o cinco años más intensos de tu vida. Trabajas de noche y duermes de día. Tus compañeras de cuarto son chicas que se meten heroína en los conciertos y se la maman a cualquiera con tal que llegar a la “Gran Mamada”: la que se le da al líder de la banda.
Descubres que, lejos de lo que pensabas, Zappa es un macho terrible que enfurece si un tipo le habla a su esposa. La somete con la mirada. El sí puede atropellarse a todas las mujeres, pero argumenta que si ella se tirara a los amigos, la casa colapsaría. Tienen pactos. Gail le da esa paz para poder crear.
También te enteras que Zappa detesta las drogas y que no le permite a sus músicos llegar “arriba”. Por eso los hospeda en cuarto diferentes en las giras.
Zappa es, en el fondo, un conservador. Teme a caer preso por culpa de los vicios de sus compañeros. Esos compañeros a los que les paga una miseria mientras él se va enriqueciendo. Y a pesar de estar hartos de que él, Frank, sea el que figure en las entrevistas y los regañe por no rendir lo suficiente en los ensayos, se niegan a abandonarlo, y es más bien él quien les da una patada en el trasero…
Imagina qué te queda después de vivir y trabajar para Zappa.
Eres la sombra del genio. Y sí, aprendiste todo de él, pero un día tienes que empezar tu vida aparte porque no eres músico, no eres compositor, ni eres su amante ni su esposa. Eres la secretaria eficiente que de ahí no pasa.
¿Qué te queda? La experiencia, claro. Blah Blah.
Regresas a Inglaterra y pese a los consejos de tu ex jefe de no estudiar porque eso no sirve más que para sacar alumnos en serie, te matriculas en Cambridge. Te aceptan.
Decides no hablar de tu época con Zappa porque no quieres que la gente te acose o sólo te pondere por el morbo de saber las correrías del rockstar.
Con el tiempo, tienes una vida tranquila. Tienes hijos. Tienes marido. Pero no eres la periodista ni la escritora que soñabas.
Un día te das cuenta que tu vida es apacible, pero gris. Ya no eres la oficinista gris, sino la psicóloga gris, y te preguntas qué podrás hacer para salir de ese tono austero del círculo cromático. Alguien te aconseja: escribe algo que sólo tú sepas, y decides escribir la crónica de tus días al lado Frank y Gail Zappa.
Sacas tu libro. Lo titulas Freak Out! Es bueno. Sabes escribir. Tiene ritmo. Es sincero. Está bien editado. Satisface el morbo de los fanáticos.
Hace años que Zappa ha muerto por no dejar los pinches Winston en el buró.
Su esposa, Gail, que siempre fue, antes que otra cosa, amiga de su marido, se molesta porque no tuviste la delicadeza de pedirle permiso para publicar esas historias.
¡Qué más da! Son tus memorias. Aparte a la señora Zappa le fue muy muy bien: heredó Zappa Trust, un imperio que maneja con sus hijos de nombres lunáticos.
Así que no se puede quejar, porque su alcahuetería le dio réditos exponenciales.
Eres feliz porque tu nombre, Pauline Butcher, resurge en el mundillo musical.
¿Te estás colgando de la fama del muerto? Sí.
Pero Frank sabrá perdonarte desde el infierno, querida.
El bien sabía que en esta vida “todo lo hacemos por dinero”.