Por Alejandra Gómez Macchia

Durante toda la vida, siempre, uno está muy cerca, pero muy muy cerca, de la muerte.
La muerte es la primera y la última voz.
La canción que nos acompaña en todas la rumbas.
Desde que nacemos, algo es seguro: todo el tiempo corremos el riesgo de morir. Desde que salimos del vientre materno. ¡No, desde antes! Desde que un esperma loco (que seremos nosotros) es atacado por una pastilla “post day”, podemos morir.
Luego podemos morir por una especie de tripa que tiene nuestra madre, que es por donde nos llega el alimento. Esa tripa puede enredarse en nuestro incipiente cuello y podemos morir ahorcados. También es fácil morir por preclamsia y otros factores externos.
Podemos morir sin apenas haber visto el mundo exterior. Y aún así, hemos vivido, aunque sea un instante.
Nacemos y nos dicen que debemos de disfrutar la vida, pero nos advierten: debes cuidarte. En eso consta la diversión. Eso es vivir: vivir es sortear la muerte todo el tiempo.
Paradójico: debemos aprender a caminar para evitar caernos y rompernos la cabeza. El chiste de caminar es ser grácil al hacerlo. Unos hasta aprenden a correr y a bailar, y aún así, pueden tropezar con su propia zancada o su propia pirueta.
Debemos conocer el mal y el peligro para poder evitarlo, pero evitar ese mal y ese peligro es vivir angustiados. Angustiados porque, por lo general, ese mal y ese peligro, son más atractivos que el bien y la seguridad.
Un día sabemos qué es lo que nos gusta y resulta que lo que nos gusta es arriesgado. Arriesgado es, por ejemplo, hasta comer. Hay quien muere de gula, hay quien muere de enfermedades que desencadena el amor a la comida.
Total que uno siempre está luchando por no morir. Por vivir medianamente feliz, pero siempre limitado. Límites que nos enseñan a trazar si no queremos perecer.
Dicen que en México nos burlamos de la muerte, pero eso es mentira.
Al ser un país archicatólico, todo el tiempo estamos temiendo a la muerte. Tememos caer en pozos y chocar, pero andamos cerca del pozo y nos gusta embriagarnos y manejar… y así es más fácil chocar y morir.
También nos gusta hacer el amor con libertad. Nos gusta sentir todo bien y bonito, al natural… nos gusta fornicar. ¡Nos gusta la vida! No nos gusta la muerte, pero la andamos tentando hasta en el amor, en el acto amoroso. Uno anda haciendo el amor sin condón porque es más rico, porque parte del gozo de la vida es experimentar las sensaciones al 100, pero esas sensaciones son riesgosas. Hasta hacer el amor libremente es riesgoso ¡me lleva la chingada!
Uno debe hacer el amor con alguien “de confianza”, para evitar morir de Sida, pero esa persona de “confianza” también quiere hacer el amor libremente, para vivir y no morir de hastío. Entonces esa persona “de confianza”, ese ser amado, busca la felicidad en el sexo inseguro. Y volvemos a lo inseguro y sus bondades. A volver a apostar la vida por el placer que la misma vida nos promete y nunca nos cumple.
Podemos morir en aras del placer, que es precisamente para lo que venimos al mundo (o al menos eso nos dicen).
Total que uno no vive nunca, sobrevive.
Hasta el hombre o la mujer más “zen” sobrevive porque debe, tiene que cuidarse de morir.
Los mexicanos no nos burlamos de la muerte. Le tememos más que a nada. ¿No han visto con qué fe van los deudos a enterrar a sus muertos? ¿Cómo las viudas y los huérfanos van a dejarle flores a un montón de tierra? Es para no dejar morir al muerto.
No nos burlamos al pintar calaveras. No nos reímos de la muerte. La respetamos y por eso mismo queremos agradarle y hacerla sentir importante. Le hacemos fiesta para que se lo pase bien y no se olvide que no la olvidamos.
La festejamos para que no se enoje y no nos lleve antes de tiempo.
Y nuestros muertos mueren muchos días al año, hasta que nos acordamos de ellos en estos días.
Los muertos son como las madres fervorosas: sólo los valoramos un 10 de mayo o cuando nos han dado un palmo de narices con una puerta más fría que las puertas de una casa: las puertas del sepulcro.
No amamos la muerte. Amamos la vida, pero le tememos. Es el único activo que no pierde su valor.
La vida es tan apreciada como el dinero y tan temible como él, porque uno abusa cuando la tiene.
La ecuación es más simple de lo que parece: un día estás vivo, al otro muerto. Es como tener dinero: un día lo tienes, al otro lo gastas y ya no lo tienes.
No celebramos a la muerte.
La miramos desde un alfeizar con curiosidad y arrobo.
La muerte es lo único que nos iguala. Nos uniforma de huesos y gusanos.
Aunque uno se vaya al hoyo en pedacitos o vestido de gala, la muerte es una para todos: es la descomposición final de una vida que se crea para desafiarla.
El terciopelo rosa en la tortilla, el grumo en la leche cortada. Materia ya inservible.
Después de ella, sólo quedan rumores, fotos, recuerdos. La muerte sólo respeta inteligencias y algunos dones.
La muerte no es flaca, no es huesuda. La muerte es un gordo mórbido y hambriento que nos ha de tragar a todos tarde o temprano.
La muerte es una señora golosa en insaciable. Una reina que te espera sensual en su gabinete. Una amante caprichosa, voluble y nada selectiva.
A la muerte le gustas tú.
A la muerte le gusto yo.
La muerte es ese agujero negro que habita solitario en el espacio y que todo succiona.
Todos vamos a ser llevados a su centro misterioso, y nadie será eyectado de sus entrañas.
A la muerte le gusta acumular. Es un viejo usurero.
A la muerte le gustamos todos.
La vida es una dama intolerante: más educada, más insensible.
La muerte no discrimina.
Es un lugar seguro. Un brazo invisible que nos recibe sin juicios.
Los malos, lo buenos, los probos, los imbéciles. Todos somos bien recibidos.
¡Qué dulce suena la muerte! Tan igualitaria, tan justa, tan poco política.
La muerte es una lección alta diplomacia.
Es un palacio de puertas anchas.
Esperemos que haya buena comida y buen vino en sus escalinatas doradas.

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