Por Mario Galeana
Foto Archivo Agencia Es Imagen
1.
Era nítido, muy nítido. Lo suficiente como para que Luisa González despertara pensando que el verdadero sueño era la vida. La vida después de Manuel, su hermano mayor. El único. Soñó con él tantas noches que dejó de contarlas, aunque no había caso, pues el sueño siempre era el mismo: Manuel, de pie, con la vista hacia arriba, justo por debajo de las ramas del árbol de los abuelos.
Quedaron huérfanos muy chicos, "cuando él tenía 10 y yo 8", recuerda. Luego murieron los abuelos y se quedaron solos. Solos, pero juntos. Ambos tuvieron novios, novias, aunque jamás se casaron. Diez días después de que ella cumpliera 30 años, el teléfono de casa sonó. Aún ahora, cuando Luisa lo recuerda, entre pausas y meditaciones, pareciera como si el teléfono reverberara indefinidamente.
De eso hacen ya cinco años. "Yo creo que al menos tres años lo soñé a él. Siempre igual. Siempre lo mismo", me dice. Hay un rumor trágico en los ojos de Luisa, escondidos entre un par de anteojos platinados, que se desdibuja levemente cuando recuerda el sueño.
"Yo me despertaba confundida, porque era real. El sueño era real. Pensaba que mi hermano no había muerto, y cuando me daba cuenta que sólo era ilusión, me deprimía muchísimo. Lloraba hasta el cansancio. Y luego otra vez él. Teníamos un jardín bonito, y ahí estaba él, parado, sonriendo".
2.
¿Cómo se sobrevive a la pérdida? ¿Agitando el dolor, hasta que no quede de él sino un rumor leve? ¿Esperando, con pudor, que su flama ardiente se convierta en humo pasajero? Aquí, en el Panteón de La Piedad, el más grande en la capital de Puebla, uno cree que no hay método preciso. No hay manual que indique que en dos meses, dos años, dos décadas, olvidarás a tu hijo muerto, a tu madre muerta, a tu hermano muerto, a tu sobrino muerto.
Algunos, con su llanto, rebasan el desgarre de las guitarras meciéndose al compás del incansable "Amor Eterno", pero otros van sonrientes, cargando cubetas de agua, removiendo la hierba de las tumbas, sacando brillo a los epitafios. Como una faena, los niños van y, sin entender demasiado el ritual, sacuden las cruces, brincan entre las lápidas. La muerte no es ajena a los niños –lo dicen los pequeños sepulcros donde yacen figurillas de acción y carros de juguete–, pero los niños sí son ajenos a la muerte.
El viento suena. El cempasúchil se extiende. Los rehiletes se mueven y, pese a la multitud, al barullo, a las decenas de miles que deciden recordar a sus muertos, el lugar es tranquilo. Afuera es otra historia. Hay un par de cientos de comercios ambulantes, que intercambian el quejido y el sollozo quedos por el siseo de las chalupas bajo el aceite y los gritos exacerbados de algunos que, incluso, han venido a vender gafas de sol.
3.
El teléfono sonó tres, cinco veces. El timbre quebró la madrugada y, aún con sueño, Luisa alzó la bocina. La noticia recorrió su espalda como un relámpago frío. Manuel había muerto en un choque automovilístico, y le pedían reconocer sus restos. Reconocer los restos del hermano al que había saludado apenas horas antes.
"Un señor, borracho, chocó con él. Los dos murieron, pero yo pienso, hasta hoy pienso, que mi hermano no lo merecía. Él no lo merecía. Él ni siquiera tomaba", narra Luisa, y en su voz no deja de haber un reproche lánguido contagioso: aunque la muerte nos alcance a todos, no deja de ser injusta algunas veces. Injusta porque es irreversible. Por los muertos, como dijo Octavio Paz, están ahí, inmóviles, "fijos en su muerte".
Luisa llora. No oculta el dolor ni el temor de los recuerdos. Mira la cruz de su hermano: "Recuerdo de su hermana que lo sueña", dice una leyenda adherida al símbolo. Nos quedamos en silencio. Con pudor le pregunto cómo se sobrevive a la pérdida. Cómo hace uno para olvidar, sin hacerlo, a alguien a quien no volveremos a ver jamás.
"No creo que podamos hacerlo nunca", me contesta.
