La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

En cuestiones del amor (o más bien en el cachondeo) el buen gusto es un tema que, como decía Arturo de Córdova,  no tiene la menor importancia.

Los cartabones que delimitan “lo refinado” de “lo vulgar”, son muchas veces mordazas para lenguaje e incómodos corsés para los caprichos sensuales.

Una persona enamorada, o mejor dicho, una persona enculada, tiene el legítimo derecho de explorar su “yo” más primitivo (por no decir guarro) aunque, por lo general, estos placeres culposos sólo salen a la luz muy de vez en cuando o se comparten en una situación de extrema desfachatez.

Todos llevamos escondido en las tripas a un albañil que se muere de ganas por salir a la calle y musitar cientos de bajezas a una muchacha de caderas rotundas o a un cuate de buenos bigotes. Finalmente, gran parte de la plenitud sexual se ve coronada al sacar lo más bruto que llevamos dentro.

A más de un mes del suicidio de Luis González de Alba, todavía me genera mucha intriga su abrupto modo de retirarse. Recorro su timeline de Twitter y encuentro un post que llama mi atención. No es el tuit que todos sus seguidores retomaron al conocer la noticia de su muerte. No es el tuit donde aparece él, en Poros, con el torso desnudo, como un adonis ideal, pero inalcanzable para nosotras: las mujeres que en silencio lo deseábamos.

El tuit al que me refiero aparece debajo de las distintas versiones del Salmo 71. Un tuit discreto, tan austero, que de no fijarse bien en él, pasa de noche.

Dice: “Versatil: El hombre que yo amo”.

Doy click a la liga y me remite a un blog. Un blog escrito en portugués. Un blog que no me dice nada. Un blog, quizá, de un bloguero promedio. El blog de un bloguero promedio al que no entran más que sus cuates. Pero lo que González de Alba quería compartir era un video. Un video en el que salen dos muchachos: uno de espaldas, al piano, y otro (quien pulsa “rec”) que se acerca, descamisado, hacia el joven que está sentado frente al piano de pared.

El descamisado, sobra decirlo, tiene unos abdominales de ensueño. Es un Hércules descarnadamente femenino con brazos igual de lúbricos que todo su cuerpo, y un rostro mustio: más cercano a Justin Bieber que a Freddie Mercury.

Los primeros acordes comienzan. Los marca, evidentemente, el chico que está en el piano. No suenan mal, pero tampoco bien. Son acordes básicos y ramplones. Acordes que pueden salir de una lección escolar de solfeo o del órgano melódico de Juan Torres. Acordes simples de balada sentimendaloide. Y sentimentaloide es la canción que se dispone a cantar el descamisado que, sin duda, habrá hecho las delicias nocturnas de González de Alba.

A menos que seas Iggy pop o una rockstar intoxicada, no se puede esperar gran cosa de un descamisado que, en aras de lucir su six pack frontal, graba un video casero. La primera frase de la canción, hasta ahora desconocida, desvela las verdaderas intenciones del descamisado: quiere calentarle la polla a sus seguidores.

“El hombre que yo amo, tiene algo de niño”.

Inmediatamente reconozco la tonada. La cantaba a finales de los ochenta una muchacha que se llamaba Miriam  Hernández, la chilena “one hit wonder” que en México fue conocida por sus bellas piernas y por haber salido con Raúl Velasco cada domingo hasta que la canción se convirtió en un éxito radiofónico.

Yo tenía escasos diez años cuando se grabó esa canción, pero ahora la escucho en voz de un descamisado. Un descamisado gay, seguramente.

En ese tiempo, el tiempo de Miriam Hernández, la melodía se me pegó porque la secretaria de mi papá, una señorita que se llama Miquiorena, la ponía a todas horas.

Miquiorena es un nombre extraño, ¿no? Nunca he vuelto a conocer a otra Miquiorena, y jamás había vuelto a escuchar “El hombre que yo amo”, aunque es una rola que, supongo, suena mucho en los karaokes por el hecho de que los karaokes son, casi siempre, lugares para llevar al segundo frente. Lugares muy secretariales, por decirlo de alguna manera.

Miquiorena llevaba a la oficina su casete de Miriam Hernánez y repetía la canción porque era la mejor. La única que pegó. La repetía mientras suspiraba y me enseñaba cómo engrapar folios y organizar papeles en un archivero.

Muchas veces me pregunté quién sería el hombre que ella amaba: el de los “brazos fuertes, cálidos y puros”. Llegué a pensar que ese hombre quizás estuviera más cerca de mí de lo que parecía. Tal vez ese tipo, el “duende de su almohada”, era mi padre.

Nunca lo confirmé, y pese a mis celos naturales de hija, nunca pude, nunca supe odiar a esa secretaria por dos razones: porque tenía linda voz y un nombre único: Miquiorena.

Miqui, como le decía de cariño, encarnaba a la mujer que siempre se queda a la mitad del camino en la carrera amorosa. Una muchacha modesta y discreta, de pensamientos simples. El tipo de mujer que pudo haber escrito una canción tan elemental como “El hombre que yo amo”.

Ahora que la rola regresó a mi cabeza, la escucho y debo confesar que me gusta. Me gusta porque me hace recordar a Miquiorena. Ella era agradable y tierna. Me enseñó cosas que hasta la fecha practico: sé engrapar hojas, sellar folios y pintarme las uñas. También, en un plano muy secundario, aprendí de ella la “tolerancia a la frustración”. Miqui estaba frustrada, pero en lugar de convertirse en una trepadora rapaz, dominó sus instintos y se quedó en la orilla, cantando éxitos de Míriam Hernández y Daniela Romo.

Supongo que si el hombre que ella amaba era mi padre, debió ser muy doloroso convivir tan de cerca con mi madre y conmigo, que era el fruto, no del amor, sino de los deslices juveniles de mis padres…

Como fuera, Miquiorena se conformaba con mirar desde el escritorio un mundo que nunca sería suyo. Y si es verdad que el hombre que ella amaba era mi padre, se guardó el secreto muy bien, supongo, pues su presencia jamás causó un conflicto en mi casa, al contrario; ella se encargaba de lo que mi madre no podía o no quería hacer: hacerme pasaderas y agradables las tardes.

No me sorprende que el descamisado haya fascinado a González de Alba a tal grado de postear su video, que es más bien malo.

El descamisado es menos malo a la vista de lo que podría ser la canción para los oídos de un exquisito.  Por eso digo que el buen gusto o el llamado refinamiento estético es algo que no empata con el vicio. Un viciosillo con visión busca siempre el hipnótico olor de lo vulgar: el sudor del tablajero, la brutalidad del luchador de barrio, la feromona del cargador de central de abastos. Recordemos cómo los “Contemporáneos” tenían una debilidad por ligarse a carniceros o empleados de la construcción.

Veo al descamisado cantando “El hombre que yo amo” y confirmo que el enamoramiento no tiene nada que ver con el enculamiento o la así llamada calentura. El enamorado es cursi por antonomasia.

El enculado pierde la brújula y no discrimina.

Un enamorado puede recurrir a cualquier tipo de artimaña para poseer lo que desea, pero con ciertos límites: los límites que rigen su estética.

El enculado se deja llevar por la bestia y pierde el norte.

La calentura es un velo semiopaco que se instala entre el mundo y los ojos, sólo así se puede explicar cómo alguien con determinada estatura intelectual haya podido detenerse a escuchar, y en este caso a publicar, el video de un descamisado con pocas dotes artísticas entonando una canción que fácilmente pudo haber sido escrita por una secretaria enamorada del jefe. Y más en el contexto que se publicó ese video: en la antesala del suicidio.

Queda claro que la música popular es una droga más dura  que la heroína: te atonta  y causa adicción.

No sería muy grato ni muy estimulante  ver a un descamisado (o al crush de tu padre) entonando el Salmo 71. Para eso existen himnos al enculamiento cuyo clímax se presenta en frases anodinas como: “Yo lo quiero loco, pero loco mío”. Frase que bien pudo haber escrito la buena Miqui sobre un folder manila de la nómina.

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