La Loca de la Familia

Por Alejandra Gómez Macchia 

Una de las prosas más sutiles que ha dado Estados Unidos es la del escritor Raymond Carver.

Sus relatos son alucinantes y portentosos desde la aparente sencillez.

Narra lo que pocos quieren narrar: la vida cotidiana de la gente jodida. De los vecinos de un barrio de medio pelo, de las parejas promedio cuyos fracasos pasan desapercibidos por estar, desde un principio, condenados a perecer ante su propia mediocridad.

Los personajes de Carver se parecen mucho a los del pintor Edward Hopper: el newyorkino que retrató quirúrgicamente la soledad y desolación de la vida contemporánea.

Escenas en cuartos de hotel donde no hay otra cosa que una mujer sentada a la orilla de la cama, fumando, con las rodillas  juntas. Mirando a la nada o mirando, a lo lejos, la vorágine de las oficinas del edificio contiguo.

Sus obras en tonalidades sepia y ocres no necesitan más que la vibración abierta de esos tonos impuros para llenar al espectador de melancolía.

Pienso en un personaje de Carver que aparece en “Catedral”, en el primer relato titulado (simple y llanamente) “Plumas”.

Se trata de una mujer llamada Olla, que funge, sin mucho placer, como anfitriona de una cena.

A la cena ha convocado su marido, quien a su vez invita a un compañero de la fábrica donde trabajan. Un compañero con el que tiene en común las extensas jornadas de trabajo mal pagado y una que otra ida a tomar cerveza.

El invitado lleva a su mujer, llamada Fran. Una señora joven de cabellos rubios (tan rubios como los de una sueca) que no tiene ánimos para ir a conocer a gente extraña con la que su marido se codea en el trabajo.

Fran y su marido llegan a la casa de Bud y Olla. En el descampado. Una casa diferente a donde viven ellos. Una casa, que en palabras de Fran, parece una guarida de refugiados.

Lo que sucede en la cena es lo que suele pasar en las típicas cenas a las que se va a la fuerza. La pareja llega, y los que se conocen (los colegas), se sientan frente a frente en la sala para beber cerveza mientras la anfitriona cocina y la invitada, incómoda, pasa revista por las excentricidades en la decoración doméstica.

Algo muy importante es que la pareja anfitriona tiene como mascota un pavorreal que anda dentro de la casa como si fuera un poodle. Pero hay un elemento de vital importancia en el que centra la atención tanto de los recién llegados como de los anfitriones: una dentadura, o mejor dicho, el molde de la antigua dentadura de Olla, que conserva como un trofeo encima de la cómoda.

Los invitados no pueden dejar de ver ese esperpento que parece haber sido sacado de un animal de la prehistoria, mientras que Olla lo toma y lo pasa de mano en mano para dejar en claro que esa dentadura es el recordatorio de lo mucho que le debe a su marido; es decir, que gracias a Bud ella no es tan fea como antes y ahora puede sonreír sin ponerse la mano en la boca.

Pero la figura central del relato no es ni la dentadura ni el pavorreal, sino el bebé de Olla y Bud, que se lo pasa llorando encerrado en su habitación.

A los invitados les parece extraño que no saquen al niño pese a sus demandas.

Conforme transcurre la cena (en la que se sirven los típicos elotes dulces, estofado y vasos de leche) el niño no deja de llorar y el pavorreal se pasea inquieto por la mesa provocando ansiedad entre los contertulios, hasta que llega la hora (la hora del postre) de ir por el niño.

Al salir con el crío en brazos, los invitados quedan estupefactos por la fealdad de mocoso. El niño no es desgraciado a secas, es verdaderamente horrendo. Eso lo piensan los invitados que son incapaces de evitar las miradas de circunspección de los padres del pequeño Harold.

La conversación entra a un terreno fangoso: los padres de Harold dicen sin empacho que el niño es feo, pero es gracioso y juega de maravilla con el pajarraco….

Luego de varios minutos la pareja invitada se retira no sin antes volver a mirar la fealdad del muchachito y la tétrica dentadura de Olla.

Se despiden.

Sólo los hombres vuelven a verse sin propiciar un nuevo encuentro entre familias.

A partir de ahí, la vida de Fran y su marido cambia drásticamente; como si las burlas proferidas hacia el niño hubieran surtido una especia de maldición.

Carver no especifica las calamidades que llegan a la vida de Fran. Lo que sí sabemos es que, a partir de esa cena, engorda como vaca y se corta su blonda cabellera.

Personajes como estos hacen exquisitos los relatos carverianos.

En el libro “Carver Country”, que es una recopilación de historias personales y fotografías del mundo en el que vivió Raymond Carver, sobresalen este tipo de personajes bizarros.

También aparecen los barrios, los lagos, las carreteras, las fábricas… la vida del obrero americano. Del obrero blanco que está harto de su existencia y hace de ella una masa informe en la que sólo resaltan las manías que sobrevienen al hastío: como el señor que organiza ventas de garaje con la única finalidad de que lleguen clientes con quien pueda platicar y beber cerveza en su jardín a cambio de deshacerse de algunos triques inservibles; o el tipo de 30 años que un buen día pierde su empleo y se queda sentado durante meses viendo la televisión y revisando el anuncio clasificado de los periódicos, y va una vez a la semana a cobrar el apoyo que da el gobierno a los “parados”; o el gordo mórbido que va diario al mismo restaurante y pasa horas comiendo todo lo que hay en la carta; o el marido celoso que espía a su mujer que trabaja como mesera (llega, se sienta, pide que ella lo atienda mientras escucha lo que los demás clientes murmuran sobre su enorme trasero que él alucina); o el extraño caso de un hombre que trabaja tomándote la foto afuera de tu casa (foto que debes comprarle); o la patética historia de un alcohólico que consigue recuperar a su mujer porque un amigo le presta una casa de verano junto a la playa (luego llega el dueño, le pide la casa, y pierde de nuevo a la mujer y la propia sobriedad); o la mujer que vende vitaminas de puerta en puerta y crea una red de mujeres que venden vitaminas, y a la larga terminan sus relaciones con un episodio de celos entre compañeras lesbianas…

Carver conoce las entrañas del infiernito proletario gringo.

Sabe de los horrores que trae consigo la alienación, el frío y la monotonía que padece la llamada “working class”.

Paralelamente (y aunque son de generaciones distintas), los personajes de Hopper son todos esos hombres y mujeres devastados por el sistema, la soledad en las grandes ciudades y la no siempre visible abyección de la vida rural.

La obra de Hopper (como la de Carver) contiene una descripción finísima de los interiores. Pero no a la manera de Degas o Manet, que fueron sus grandes influencias europeas.

En Hopper habita un elemento que es básico tanto para el color como para la música, y por supuesto, para la literatura: el silencio.

En Carver pesa más lo que no dice. La conclusión casi siempre desconcertante, como un blues de blancos.

Quien ha tenido la oportunidad de visitar el museo Thyssen-Bornemisza,  y llega hasta la sala donde se expone el cuadro “Hotel Room”, puede sentir de cerca ese silencio, y no sólo eso: ser parte de él.

La curaduría es tan buena que a la hora de sentarte frente a la obra, parece que formas parte del lienzo.

“Hotel Room” proyecta la abulia del personaje retratado: una mujer sentada con los hombros contraídos hacia delante y las rodillas juntas.

Siempre he pensado que cuando las dos rodillas se juntan hay una clara afectación del alma. Es una posición de resguardo, de pena, de protección.

La chica viste un camisón de tirantes, pero no se sugiere ninguna tensión sensual.

Ella tiene una hoja en la mano, sin embargo,  no es necesario saber qué dice el papel para descifrar que es algo doloroso.

La cama está perfectamente tendida. La mujer, descalza y en pijama, lleva un tiempo en ese espacio, pero no se ha movido de su orilla. Hay maletas en la alfombra; dos maletas cerradas.

No se sabe muy bien si la pared de atrás es una pared o un ventanal enorme con cortinas blancas.

Pero el elemento imperante no es otro más que el silencio.

El azul cobalto del muro izquierdo dota de un tenso equilibrio al amarillo ocre de la pared de atrás. Los colores Hopper no son colores primarios. No hay pureza, pero tampoco estridencia. Es como el “continuo” en la música.

En los cuartos de Hopper pasa todo, pero sucede en tonos graves. En acordes menores.

Carver y Hopper tienen un amasiato atemporal e involuntario. Un código ambiguo entre las luces y las sombras; tanto en la técnica como en el contexto del paisaje.

“Realismo sucio”. Así es como han etiquetado la corriente literaria de Carver (y la de su amigo, el gran Richard Ford).

La mano invisible de ambos consigue que pase todo en un escenario en el que aparentemente no pasa nada.

Muchas veces, después de leer a Carver queda un vacío. Una duda fundamental: ¿cuál es el clímax?

El clímax viene en espiral. En el caso particular del relato “Plumas”, el clímax empieza desde el momento en el que Fran duda entre llevar un vino o un postre o una hogaza de pan a la cena. Esa indecisión desencadena la trama del cuento y es el hilo conductor hacia un espacio de tiempo aparentemente muerto en el que pasa todo y no pasa nada. Pasa que aparece un elemento absurdo como el pavorreal, y en ese momento crece la indecisión y la duda. Pasa que hay una dentadura como trofeo; la metáfora de la coronación de lo vacuo en una sociedad banal  y descompuesta como la estadunidense. Pasa el juicio al niño, y no es otra cosa que el señalamiento de la fealdad intrínseca tanto en los ojos del juez, como en la parte señalada. Pasa la consecuencia ligada a la superstición.

Y al final: el vacío. Los silencios y el vértigo a lo Hopper.

Estos personajes en las fabricas, en el bar, en el tractor, en la cafetería inmunda, en la casa que parece de refugiados, en los hoteles, en los dúplex, en las cabañas, en los porches y en los alfeizares de Ohio, Pennsylvania, Arcata, Yakima, Sacramento, Maine y hasta en Nueva York, tienen tres estados en común: enojo, tristeza y miedo.

Edward Hopper murió en 1967 y su obra está situada, sobre todo, en el contexto de la década de los 30 a la década de los 50.

Carver murió en 1988 y su primer libro de relatos “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, apareció en 1976.

Hoy más que nunca es necesario el conocimiento (y el reconocimiento) de Raymond Carver y Edward Hopper, porque a pesar de que la cibernética ha cambiado nuestra manera de ver el mundo, la sociedad “contemporánea” gringa que retrataron en sus respectivos momentos estos dos genios, no está muy alejada de la sociedad que hoy sigue estando en crisis y padece los mismos males: el enfado y el vacío.

Encuestas de los principales diarios del mundo han revelado que la gente que votó por Donald Trump es gente blanca. Pero podríamos añadir que es gente blanca enojada.

Gente blanca enojada, con título o sin él.

Gente blanca enojada, con miedos propios de la ciudad y del campo.

Gente blanca enojada, con miedos y vacíos, como la gente que tiene un pavorreal en su departamento.

Gente blanca enojada, con miedos y vacíos, y muy (muy) triste, como la mujer que acaba de recibir una carta en el hotel y no ha destendido la cama.

Donald Trump no es personaje de Hopper ni de Carver.

La gente que votó por él, sí.

 

 

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