Lo que el Facebook se llevó
Por Alejandra Gómez Macchia
Tenía doce años cuando un ocho de marzo llegué de la escuela a mi casa con una novedad: me había convertido en metalera. Eso le dije a mi papá y mi papá no entendió o no quiso entender. Acto seguido, saqué de mi mochila dos casetes y un vinil que había ido a comprar con mis ahorros de un mes. El primero, “Master of puppets”, de Metallica; un álbum que si bien ya llevaba unos años circulando, hasta ese momento lo descubrí, ¡y de qué manera! Es la fecha en que me sigue fascinando, pero a los trece años la cosa es distinta, pues uno siente que ha descubierto el hilo negro. Una chavilla que se hace adicta al metal “casi casi” cuando acaba de mudar los dientes de leche, puede considerarse como toda una iniciada. Una verdadera bad girl. Y de eso me jactaba.
El otro casete fue “Paranoid” de Black Sabbath, que había visto la luz en el año 1970, pero mí me llegó muchísimos años después, y pensé que si quería ser parte de las huestes del diablo, debería necesariamente escuchar a Ozzy.
Por último saqué de mi mochila el flamante disco “The number of the beast”, de Iron Maiden.
Después de comer en familia me levanté de la mesa y fui directamente a poner mi música, no a la grabadora roja que me habían regalado mis papás un año antes, sino al gran aparato de la sala; un modular Kenwood al que mi papá le acondicionó un amplificador gigante y muchas, pero muchas bocinas… entonces lo encendí y metí, primero, “Paranoid”. Comenzó el jolgorio.
Papá salió muy molesto, todavía con fideos colgándole de la barba, y dijo: “¿estás oyendo a Black Sabbath? ¿Tú? Ese disco es del 70 y cuando salió era una música muy densa, para mariguanos. Tus tíos se metían debajo de una colcha a echarse sus churros mientras oían esa misma canción”.
Por supuesto no le hice caso al ruco. Le di el avión y seguí con mi fiesta particular, intentando comprender las letras y pegándole a una batería imaginaria. Estaba enloquecida con esa música que ya para esas alturas era una reliquia.
Mi padre siempre fue un chavo fresón que prefería a The Beatles y a los crooners, así como el almíbar insoportable de Burt Bacharach. No me gustaba lo que él escuchaba. Se me hacía una ñoñez absoluta. Por eso siempre busqué a las compañías menos indicadas, o lo que él decía que eran “malas compañías”; esas que se drogaban en la calle, y no bajo una sábana. Mis amigos era densos. Siempre me gustaron los chicos malos.
Cuando llegó la hora de cambiar el casete, a papá se le erizaron los pelos. Dejó de sonar el viejo Ozzy (que no estaba tan viejo como lo está hoy) y entraron los primeros acordes de “Battery”.
“Suena bien esa guitarra”, dijo papá. Lo que no esperaba es que medio minuto más tarde entrarían los demás instrumentos; la bataca enloquecida y los “guitarrazos eléctricos”, como él los llamaba, para culminar con una voz a la que mi papá calificó como “un adefesio cacofónico”. Aun así tuvo que chutarse todo el disco porque aunque insistió en que le bajara al volumen, no obedecí.
Me gustaba Metallica. ¡Ay, cómo me gustaba!
Esas sesiones interminables de contorsiones fueron el preámbulo de mi deschavete total. A mi mamá no le importaba lo que escuchaba. Sólo decía que era una música de locos. Algo así no se puede bailar. A mi mamá sólo le gusta la música que se puede bailar.
Dos veces repetí el “Master” esa tarde, hasta que me fui familiarizando con las letras. A la semana ya me sabía todas de memoria porque me llevaba el casete en mi walkman a la escuela.
Todo iba de maravilla esa tarde. Papá, aunque renuente, aguantó estoicamente un maratón de cuatro horas de Sabbath y Metallica. Salía de su cuarto y me encontraba de pronto tirada en la alfombra con una escoba a la que rasgaba como si fuera una poderosa Telecaster. Papá sólo levantaba la vista al cielo como diciendo “ya madurará”, y se iba.
Todo se descompuso cuando llegó la hora del plato fuerte. Pondría a todo volumen a Iron Maiden y sería un éxtasis inconmensurable, según yo. Conocí a Maiden unos meses antes gracias a la mala influencia de mi amigo “El gargajos”, que le decíamos así por obvias razones.
Guardé en sus cajitas los casetes de Metallica y Sabbath y me dispuse a hacer más espacio en la sala para poder dar brincos delirantes sin golpearme. Quité la mesa de centro y a continuación metí el “666” a la tornamesa.
Mi papá en ese tiempo era asiduo a leer la biblia porque sus padres se habían convertido al cristianismo; algo que a mí siempre me pareció un despropósito, porque si bien mis abuelos tendían al fanatismo, mi padre siempre fue alguien que dudaba. Dudaba todo el tiempo, sobre todo de las religiones.
Mis abuelos eran unos “aleluyas” ejemplares, pero papá era más bien hipócrita, según yo.
El caso es que, de repente, al poner la aguja sobre el disco, empezó a escucharse el Apocalipsis 13:18
“Woe to you, oh Earth and Sea, for the Devil sends the beast with wrath,
Because he knows the time is short…
Let him who hath understanding reckon the number of the beast
For it is a human number,
Its number is Six hundred and sixty six”.
Las bocinas retumbaban con la voz de ultratumba, para dar paso a mi amado Bruce Dickinson…
Ya estaba tumbada en la alfombra completamente arrobada y medio encuerada cuando apareció mi padre de nuevo en la escena. Esta vez guardó silencio y miró mis desfiguros mientras la rola avanzaba…
Sin saberlo, yo me sentía como si estuviera en un cuadro de Blake. Y digo sin saberlo porque para ese tiempo nunca había visto un cuadro de Blake, pero después, recordando ese viaje al averno casero, descubrí que así me sentía.
Poco me duró el gusto de mi incursión al satanismo, pues terminando la rola mi padre se dirigió a la tornamesa y quitó el disco. Yo me levanté del piso, donde me encontraba bañada en sudor. Me arreglé la ropa, solté mi “Telescoba” y me puse pelada, como era costumbre. “¡Oye, ¿por qué lo quitas? Falta el lado B!”.
No me dio tiempo de seguir repelando cuando tomó la portada. Vio a un ente espantoso (así lo llamó). “Un demonio horrendo jugando al titiritero con un pequeño diablo” que a mí me parecía ridículo. Una caricaturización del demonio de Blake, sin duda. Le dije: “No es ningún ente espantoso, se llama Eddie”.
No me dejó seguir explicándole cuando vi que tomó el disco, lo metió en su sobre, luego a la cajita y se lo llevó. Yo me fui detrás de él, arremetiendo. Mentando madres en silencio. Resoplando. Diciéndole que era injusto y que merecía una explicación.
No me dijo más que… “esto no lo vuelves a escuchar, y no quiero que traigas estas porquerías a la casa. Son cosas diabólicas”. Me quedé helada. Mi papá nunca había sido un santurrón. A mi parecer era bastante tolerante, pero como estaba en su etapa “Aleluya”, quiso ser congruente, según él.
Total que mi disco fue a parar a una puertita secreta que tenía en su closet. Yo sabía que ahí lo metió porque me lo dijo mi hermano. Lo malo es que nunca pude conseguir la llave de dicha puerta.
Al día siguiente quise hablar civilizadamente con él, pero su respuesta fue tajante: “Eres una deschavetada. Tus calificaciones han bajado y ahora te juntas con puro malandro que te da esta música horrible, cuando acá tienes un acervo increíble de buena música para oír. Es más, dame también los casetes del satánico de Ozzy y de los otros pelandrujos”. No me enojó que llamara satánico a Ozzy, sino que le dijera pelandrujos a mi Metallica.
Tuve que obedecer, finalmente era mi padre. Pero como lo prohibido siempre es lo más atractivo, pues me di a la tarea de conseguir todo ese materia en casetes grabados, es decir, nunca pude tener los originales en casa por miedo a que me los confiscara “don Aleluya”.
Mi amigo “El gargajos” me grabó todos sus discos y le poníamos en la bandita blanca títulos ñoños: Timbiriche “Extremo”, Fresas con crema “mix”, Yuri “Greatest Hits”… cosas por el estilo.
Hasta que salí de mi casa vestida de novia fue cuando pude recuperar la colección de originales. Tomando en cuenta que me casé en el 2002, diremos que ya no pude hacerme de los Lp´s, ni mucho menos de los casetes. La “onda” para entonces ya eran los CD´s, aunque iban de salida porque aparecían los MP3.
Gracias a la moda retro ahora estoy armando mi colección de acetatos de metal. Pero tristemente veo que los riffs y los tamborazos han envejecido… ¿o habré envejecido yo? Quizás.
La semana pasada cumplí un sueño: fui a ver al gran Ozzy Osbourne al Foro Sol.
Fue impresionante ver cómo el viejo que le crispaba los nervios a mi padre se ha convertido en una caricatura de sí mismo. Hoy en día Ozzy no asusta ni a mi abuela, pero ¡Ah, qué bien siguen sonando los Sabbath!
Lo bonito de ir a esos conciertos no es sólo el hecho de ver a los viejos que siguen rockeando como en sus mejores tiempos. Lo fascinante es perderse en la atemporalidad, es decir, ahí los rucos regresan a sus años de brama y los chavos agarran la onda y los pasitos de los rucos. Sin dejar fuera la fajotiza multitudinaria que te dan los fans al querer amontonarse junto al escenario.
Mi padre es hoy un ruco alivianado que usa whatsapp, así que en pleno concierto le mandé una selfie con Ozzy detrás y le puse el siguiente mensaje: “Estoy con el hijo bastardo del diablo; el Ozzy-to que terminando cada rola dice, con su suave voz de anciano: “god bless you”.
¡Viva el rock and roll!