La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Hace un par de años alguien le regaló a mi marido un par de corbatas en navidad.
Eran unas corbatas bastante bonitas de colores sobrios. Nada estridentes.
Unas corbatas ni muy gruesas ni muy delgadas. Corbatas de seda bien tratada.
Terminando el ritual del intercambio navideño tomé las corbatas y las puse en mi bolso. Después hicimos lo que se hace en las cenas de navidad: bebimos hasta desconocernos.
Fue una buena noche. No una gran noche, pero sí una buena noche. Por lo menos había un vino excelente y comida abundante.
Al día siguiente despertamos algo crudos y nos pusimos a ver los regalos que habíamos recibido la noche anterior. Yo recibí unos aretes y dos libros. Mi marido recibió dos libros y dos corbatas.
Desenvolví los libros. Los repartimos. Preparé unos clamatos para curarnos la cruda.
Por desgracia los libros no eran de nuestro agrado. Uno de ellos ya lo teníamos repetido dos veces, pero eso es bueno porque cuando eso pasa puedes reciclarlo.
Pasado el mediodía, a la hora de tomar mi bolsa para ir a comprar algo a la tienda, vi las corbatas en el fondo. Las saqué y de inmediato las fui a depositar en la maleta donde mi marido guarda más de doscientas corbatas que se ha comprado o le han regalado, y que nunca usa.
(Debo confesar que esa maleta es también un surtidor de regalos de emergencia. Si algún amigo cumple años, sacó una corbata nueva con todo y su etiqueta, y salgo del trámite engorroso de ir a elegir un regalo).
Antes de cerrar la maleta pasé revista por las corbatas. Hay de todos los colores, de todas las clases. Hay hasta repetidas.
Regresé la maleta a su lugar y no volví a saber de ella hasta que surgió otra emergencia: mi hermano iba a ir a una boda y no tenía corbata, así que procedí a la operación de siempre. Bajé la maleta y saqué un par. Se las di y le quedaron de maravilla. Una tenía unos perritos estampados, y pensé que el mamón de mi marido jamás la iba a usar. La otra era una Versace toda garigoleada que tampoco se pondría ni aunque fuera a una fiesta disfrazado de capo de la mafia.
Mi hermano se fue feliz. No es que le guste la moda capo de la mafia, pero le gustaron los colores de la corbata.
Decidí entonces acomodar las corbatas. El movimiento de subir y bajar la maleta había hecho un caos ahí dentro.
Saqué una por una y me quedé pensando qué otro uso podría darles. Me puse una de cinturón, pero se veía muy extraña. Regresé a la labor de enrollarlas y comprimir una con otra para que se quedaran en la misma posición. Fue cuando vi las dos corbatas que le regalaron en aquella navidad a mi marido.
Las saqué y les di vuelta. En verdad que estaba lindas. No sé por qué mi marido insiste en ser un retrato: es el señor de las camisas azules y las corbatas a rayas.
Estaba a punto de devolverlas a la maleta cuando vi la marca: Donald Trump.
Esto sucedió un año antes de que al pelirrojo se le ocurriera la soberana idea de ser presidente. Hasta eso, Trump era un personaje con el simpatizaba porque era un desfachatado. Un millonario (dueño de una casa de mal gusto) que salía en un reality show aleccionando a jóvenes que aspiraban a ser empresarios exitosos. Un tipo prepotente y berrinchudo. Un niño de doce años atrapado en un cuerpo de un viejo de setenta.
Nefasto, déspota… Pero retrataba a la perfección la personalidad del gringo endino adicto a las mujerzuelas y al champagne rose.
Mi marido no lo sabe… (porque cuando se pone una corbata lo que menos piensa es en ver la etiqueta de la marca. Es más; se la quita).
El pobre infeliz no sabe que ha ido a un par de bodas y a un informe de gobierno con una corbata Donald Trump.
¿Será que por eso de pronto se comporta como un niño de doce años sitiado en el cuerpo de un sesentón?
Puede ser.
Quizás por eso siempre supo que Donald llegaría a la presidencia.