Sofía toma valor para ir a casa de Carreño, a sabiendas de que éste puede ser un maniaco sexual
Lo que el Facebook se llevó
Por Alejandra Gómez Macchia
—Ya estoy afuera de tu casa. ¿Puedes salir?
—Bájate del carro y entra. Estoy en el tercer piso, departamento 301.
—Eres un terco. Okey. Subiré, pero nada más cinco minutos.
El edificio en donde vive Federico Carreño bien pudo haber servido de set para alguna película de El Santo o de Mauricio Garcés.
Cuando oprimí el botón del elevador, un conserje viejo y apestoso a naftalina me dijo que ocupara la escalera porque el elevador llevaba casi cinco años descompuesto.
Cuando tomé el pasillo que conduce a las escaleras temí que me saliera de pronto, de alguno de los departamentos, Eva Norvind o Tere Velázquez en baby doll rosa pastel.
Ya enfrente de la puerta de Carreño, tuve la tentación de abortar la misión. Retirarme y decirle a Mariano que no lo encontré en su casa y luego disculparme con Carreño por haberle hecho perder el tiempo.
Sabía que al apersonarme cualquier cosa podía suceder: que fuera un maniaco sexual que me tumbara en su sillón para violarme o que me amordazara y me dejara dos meses encerrada en su cuarto para sodomizarme y pedir rescate a mi familia, y le mandara un dedo o una oreja a mi papá como muestra de que en realidad me tenía ahí.
La duda se disipó en cuanto tomé valor y toqué el timbre.
Carreño abrió la puerta y se puso detrás. Yo no lo veía. Se quería hacer el misterioso…
—Pase usted, señora Lima.
Entré y cerré la puerta. Federico estaba recargado en la pared.
Era exactamente igual que en sus fotos. El mismo pelo ralo y café, los lentes bifocales limpísimos, el chaleco Cardin de anciano ochentero.
Lo vi un poco más alto… claro, es que siempre, en todas sus fotos, salía junto a sus elefantes del circo y obviamente era difícil calcular su estatura.
Su voz era rasposa. Como de borracho retirado. Una voz más bien cachonda. Perversa.
—¿No me vas a dar un abrazo?
Le sonreí. Me acerqué a él y nos fundimos en un abrazo prolongado.
—Ya, cabroncete, no te pases. Suéltame y vámonos. Subí, como querías. Acá estoy. Ahora ve por una chamarra y, si tienes, por tus pijamas a rayas y bajemos.
—¿Por qué tanta prisa? Pasa. ¿Quieres un vaso con agua?
—Okey. Dame un vaso con agua.
—Pasa, mujer. Siéntate. Mira que en persona no eres tan guapa con en foto. ¿Las retocas, verdad?
—No. Y gracias por el cumplido. Me acabas de decir farsante.
—Eso siempre. Mírate: te vendes como una femme fatale en el Facebook y en realidad te vistes como ex alumna del Madrid. Pensé que vendrías encuerada, es decir, vestida de cuero.
—¿Y cómo se visten las ex alumnas del Madrid?
—Todas quieren ser o Virginia Woolf o Diane Keaton se visten con blusas blancas que cubran sus tetas blandas o con pantalones de pata de gallo y saquitos de tweed. Una hueva de mujeres, la verdad.
—Pues ni vengo de blusa blanca con encaje al cuello ni con pantalones de pata de gallo. Y mi saco es lindo, ¿no te parece? Además hace frío. ¿Para eso querías que bajara? ¿Para hacer un fashion police?
—No, zorra ruin. ¡Uy, lo dije! Qué felicidad poderlo decir en tu cara. A ver: déjame verte bien. Eres más chaparra de lo que pensé. Menos morena. Más delgada. Aun así te me antojas muchísimo. Y tu voz… pensé que sería más grave. Sin duda la cibernética es engañosa.
—¿Ya terminaste de escanearme?
—Toma tu agua. Sí. Ya terminé. Antes de irnos quiero darte algo. Para eso quería que subieras. No creas que te quería agarrar desprevenida para meterte mano. Soy un caballerito.
—Por favor; ¿Tú un caballero? Eres el tipo más guarro que conozco, pero bueno, si alguien te encuentra en la calle puede que des el gatazo.
—Mira: es tuyo.
—¿Qué es esto?
—El libro que alguna vez te prometí: el Personae de Ezra Pound, primera edición en español. Y lo otro es una foto: el niño guapo y rozagante soy yo y el otro…
—El general Francisco R. Carreño.
—Es correcto.
—¿Me la vas a regalar?
—Sí. Es para ti. Por todas esas noches de puñetas maravillosas que me has regalado durante dos años de chateo intenso.
—¡Qué detalle! Gracias, Federico. Mira nomás qué guapo el general. No le sacaste nada.
—Tonta. ¿Quieres ver lo que le saqué?
—No, gracias. Se nos hace tarde. Vamos porque no quiero dejar mucho tiempo solo a Mariano.
—¿Entonces ayer hicieron una “horchata” y no me convidaste del festín?
—No fue así. No fue una “horchata”. Vamos. En el camino te cuento.
—Está bien.
—Oye: tienes buen gusto. Qué bonitos cuadros. ¿Esos dibujos son originales de González Camarena?
—Sí.
—Pues para vivir solo tienes bastante ordenado el cuchitril.
—Me esmero en tener limpio. Es el lugar en donde paso más tiempo… ¿volverías sin tantas prisas para platicar sin testigos?
—Sí. Cuando me invites, vendré. Ya vi que no eres el sustituto del Mochaorejas.
—No. A lo mucho te puedo arrancar otra cosa, pero a mordidas.
—Cerdo. ¿Listo?
—Vamos.
Salimos del departamento y caminamos hacia el pasillo.
No salió Tere Velázquez ni Sócrates (el sirviente fiel de Mauricio Garcés), pero lo que sí ocurrió es que en el primer descanso de las escaleras, entre el segundo piso y la planta baja, a Carreño se le bajó la presión y se tuvo que sostener de mí para no colapsarse.
El muy cretino aprovechó la crisis y mi nerviosismo para bajarme la mano de la cintura a las nalgas…
(Continuará)