24 Horas España
Por Alberto Peláez
Aún escucho el largo silencio sonoro de los gritos desesperados de las víctimas cuando vieron que el camión se les venía encima.
Ya estoy en Madrid con mi familia. En el momento en que redacto este artículo estoy tomando un café en el jardín de casa. Desde aquí veo la serranía madrileña. Aunque mis ojos miran hacia lontananza, mi memoria se escapa a Berlín, donde he dejado parte de mis recuerdos, de mis nostalgias, de mis tristezas.
Y vuelvo a escuchar el largo silencio, ése interminable que se cuela por los puestos navideños donde venden vino caliente y salchichas y recorre todas y cada una de las casas berlinesas y grita desesperado que quiere que alguien le oiga para denunciar a la maldad de alguien que acabó con la vida de doce inocentes, aunque intentó que fueran muchos más.
Y no podemos alimentar la idea errónea de que Oriente y Occidente sean antagonistas, que existe un choque de civilizaciones. Me niego a refrendar esta tesis que obedece más a una propaganda de los malintencionados y obscuros intereses que a una realidad objetiva.
En esta aldea global cabemos todos o al menos debería ser así. Pero, por una parte, la confusión dolosa de que el islam es malo por necesidad y por otra, el hecho de que son unos pocos los que se enfrentan al mundo Occidental ha hecho que empecemos a ver con recelo y aversión a todo lo que tiene que ver con el mundo musulmán. Y esto no es así. No se puede demonizar a una religión que tiene más de mil millones de adeptos, una religión que recorre tres cuartas partes del planeta –desde Mauritania a Filipinas– sin conocer cuáles son sus preceptos, cuál es su filosofía.
La interpretación heterodoxa del Corán en manos de mentes enfermas es lo que ha terminado de estigmatizar al islam y todo lo que tiene que ver con ello. Pero tenemos que cambiar esa idea. De lo contrario, el rencor será más poderoso que la compresión y terminaremos en batallas estériles que no nos conducirán a nada bueno.
Pero mientras tanto, en esa disquisición de si es bueno o malo el Islam, de si es óptimo o pésimo el cristianismo, de la compatibilidad o no de ambas religiones, de las culturas milenarias, de las antropologías ancestrales, lo cierto es que en Berlín y antes en París, Niza, Londres, Copenhague, Madrid y en otras partes de Europa, centenares de personas se convirtieron en mártires sin querer, en la inercia de la ira de los intereses ominosos de desequilibrios políticos que sólo quieren categorizar su autocracia con quiebros en forma de atentados cruentos que buscan atemorizar a la población e imponer por la fuerza la reconquista de su anacrónica idea.
Aquí, desde Madrid, sigo escuchando el largo silencio sonoro de los gritos de las víctimas de Berlín y me uno a ellos en un lamento de rabia, en un rezo permanente.
