Por: Mario Galeana

 

Gente que entra en la selva no para matar al tigre, sino para rozar su tremendo fulgor. Los tigres que acechan nos mantienen vivos.

-L. Guerriero

Tomás Valentín Reyes me decía que su esposa, su hijo, sus hijas, su nieta y su nuera seguían ahí. Habían muerto siete días antes, pero él aseguraba que seguían ahí, con nosotros. El 7 de agosto del 2016 un huracán de nombre Earl azotó la Sierra Norte de Puebla y dejó tras de sí historias como las de Tomás: hombres y mujeres que, en una sola noche, quedaron sin nada. Sin familias, sin casa. Sin nada.

Antes de conocer a ese hombre de ojos pequeños y huidizos, supe que en Naupan, un municipio muy cerca de los límites entre Puebla e Hidalgo, solo una casa había quedado derruida por el paso del huracán, pero que seis personas habían muerto en ella. Nadie sabía más. Ni siquiera sus nombres. Los reporteros que informábamos sobre el paso de la tormenta estábamos en Huauchinango, el municipio más afectado, y la historia de Tomás no había sido contada.

Cuando llegué a Naupan, el 14 de agosto, no llevó demasiado tiempo encontrar la casa. La gente del pueblo la conocía. La llamaban La Casa Fuerte. Era como pocas en el pueblo: dos pisos, sólida, recién pintada de blanco. Yo encontré una casa vacía, con boquetes en los cuartos del primer piso donde el lodo hacía de relleno. En algunos resquicios sobresalían la esquina de un colchón, ropa de niña, libros escolares y juguetes. Miré a lo lejos el cerro desgajado y no comprendía cómo era posible que su cauce de muerte hubiera alcanzado la casa.

Tomás estaba a unos cuantos metros, velando a los muertos. Juntos recorrimos los restos de la vivienda y él me decía que sí, que su esposa Dolores, su hijo Ezequiel, sus hijas Anabel y Liliana, su nieta Leslie y su nuera Carolina seguían ahí. Y yo lo escuchaba y me parecía insoportable, una bestialidad: me parecía inmoral que cuatro días antes, en el mismo estado, mientras yo buscaba música nueva en Spotify, Tomás hurgaba entre raudales de lodo para sacar los cadáveres de su familia.

Ocho días después, el 22 de agosto, viajé a Zoquitlán, en la Sierra Negra de Puebla, para realizar un reportaje sobre la oposición indígena que se gestaba en aquella zona por la posible instalación de una hidroeléctrica. La copiosa lluvia hizo imposible el regreso a la capital, a unas seis horas de distancia, y pernocté en un pequeño pueblo llamado Pozotitla. Don Herlindo, el fundador del pueblo, me ofreció un cuarto de adoquines grises desnudos y techo de lámina. Pero la lluvia no cesó en toda la noche y la lámina sonaba al punto del quiebre. Yo imaginaba los cerros desgajándose, tragándonos a todos. Y pensaba en Tomás. Pensaba en Tomás intentado arrancarle al lodo los cuerpos de su familia. Pensaba en La Casa Fuerte, convertida en una casa vacía.

Y sentí miedo. El más grande. No dormí un solo minuto de aquella noche, aunque no hubo cerro que me aplastara. No vinieron reporteros a pisar los restos de la casa y a preguntar quién era, qué hacía. No hubo entierro, ni fotografías. No hubo casas vacías.

No dejo de pensar en Tomás, ni en el miedo de aquella noche, en la Sierra Negra. Porque ese, me digo, es el miedo que quiero: el miedo de los otros. Y ese, me digo, es el miedo que todos necesitamos. Porque los tigres y los cerros que acechan nos mantienen vivos.

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