Bitácora

Por Pascal Beltrán del Río

LA HABANA.– Cuba pasará rápidamente del luto a la angustia si Donald Trump traduce en hechos concretos su reacción inicial frente a la muerte de Fidel Castro, a quien llamó “brutal dictador” y “opresor de su pueblo”, recordando la peor retórica que Washington aplicó en los años posteriores a la Revolución.

Podríamos darlo como un hecho, de no ser por la inconsistencia que ha demostrado el millonario neoyorquino respecto de varias de sus promesas de campaña, en la que, por cierto, no hizo del tema cubano una prioridad.

El Presidente electo de Estados Unidos prometió cancelar la política de distensión bilateral que impulsó Barack Obama si el gobierno de Raúl Castro no está dispuesto a “un mejor acuerdo”.

Esta última posición, que suena al retorno de la Guerra Fría, fue asentada por el magnate en la cuenta de Twitter @realDonaldTrump, que ha fungido en los días recientes como una bitácora anticipada de las políticas que prevé llevar a cabo una vez que preste juramento al cargo.

El problema es que esta amenaza forma parte de un conjunto de tuits con tono agresivo en los que el futuro mandatario no está dejando ver necesariamente una posición ideológica consolidada, sino que son más sintomáticos de su estado de ánimo –iracundo, buena parte de las veces– y volubilidad.

Sus posts recuerdan los momentos de mayor encono en los días previos a los comicios y cancelan de facto la pretendida voluntad conciliatoria que mostró en las horas posteriores a su triunfo.

En medio de los tuits en los que da a conocer los nombres de quienes integrarán su gobierno, Trump aprovecha la red social para pelearse con el elenco del musical Hamilton y con el programa televisivo Saturday Night Live, al que ha acusado de no actuar con equidad, como si una comedia estuviera obligada a seguir ese principio.

Y cual si fuera un campeón de la ética periodística, se ha lanzado también contra la cadena CNN, a la que acusa de no investigar su denuncia de que hubo millones de votos fraudulentos a favor de Hillary Clinton, señalamiento que incendió internet sin que, por supuesto, aportara una sola prueba.

Propalar esta mentira le ha servido para revertir el ruido que ocasionó la decisión del estado de Wisconsin de realizar un recuento manual de votos, a solicitud de la excandidata ecologista Jill Stein, quien sugirió que los resultados de la elección presidencial pudieron haber sido hackeados, por lo que ha solicitado procedimientos similares para Michigan y Pensilvania.

Aunque no debemos dejar de considerar que estamos ante un episodio histórico sin precedentes, resulta muy difícil a estas alturas pensar que pudiera revertirse el proceso de transición en marcha. Un político tradicional reaccionaría con serenidad ante una eventualidad así.

No Trump, a quien le bastan 140 caracteres para explotar públicamente sin medir el peso que tienen sus palabras después del 8 de noviembre, que hacen tambalear la institucionalidad americana que tanto se jacta de ser ejemplar.

Preocupa que Trump mienta sin pudor sobre las elecciones, pero más aún sus declaraciones irreflexivas que sugieren retrocesos en lo respectivo a la libertad de expresión. Su más reciente resbalón fue un tuit en el que considera que a ninguna persona se le debería permitir quemar la bandera estadunidense, en aparente alusión a una protesta estudiantil contra el triunfo del republicano. Trump considera que se debe encarcelar y hasta retirar la ciudadanía a quien cometiere este acto, que está amparado por la Primera Enmienda a la Constitución. Hecho que deliberadamente minimiza, o peor aún, desconoce.

Como se ha visto, las posturas de Trump no son tanto producto de su consistencia ideológica como de su ignorancia. O bien, responden a su conveniencia.

Mientras no sepamos a qué se refiere con “un mejor acuerdo” con Cuba, tenemos derecho a especular que éste sólo se cumplirá si se le autoriza la construcción de hoteles que lleven su nombre en el malecón de La Habana. Es capaz, si recordamos que el concepto “conflicto de interés” no figura en su glosario.

Lo cierto es que, más allá de su reacción de botepronto, la isla no tendrá de Trump la atención preferencial que si ocupa México, país al que ya presume haberle arrebatado el millar de empleos que la empresa Carrier decidió mantener en Indiana. Insisto: nosotros somos los que debemos prepararnos para recibir algo más que tuitazos.

 

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