Relatos de misterio y miedo pululan sobre los diversos caminos subterráneos que hay en la capital poblana, pasajes que sirvieron para sentar las bases de la Puebla de hoy
Por Mario Galeana
Arriba no pasa nada y abajo sucede todo.
Arriba zumban los cláxones, rugen los motores de los autobuses antes de soltar por el escape bruma oscura, los niños corren tras oír la campana de las escuelas y en las antiguas vecindades se desliza el andar cansado de los viejos, mientras retumba por las calles el crepitar de las marchas antineoliberales, proneoliberales, pro familias tradicionales, pro familias diversas.
Abajo escapa el obispo Juan de Palafox y Mendoza de los jesuitas entre penumbras y pasajes secretos, un hombre halla enterrada una fortuna que más tarde cambia por litros de pulque, los niños se retan unos a otros para probarse quién tiene el pecho más henchido de coraje y logra traspasar la densa negrura que cubre los túneles subterráneos, mientras una niña oye atenta a su bisabuela contar historias de héroes, de canallas, de revolucionarios que cruzaban la ciudad por debajo de los ojos de los demás.
Arriba no pasa nada y abajo sucede todo. La ciudad de Puebla no conoce a la ciudad que pisa, la ciudad subterránea, pero habla de ella. Son kilómetros enteros de pasajes ocultos bajo tierra. Algunos recientemente descubiertos dan luz a su red oscura y destapan, de paso, el reverberar de los murmullos que por décadas han corrido sobre su existencia.
A finales del año pasado, el gobernador Rafael Moreno Valle anunció desde Facebook la apertura al público de una red de túneles ubicada en el Fuerte de Loreto, que se suma a los pasajes descubiertos en el Centro Histórico: el Puente de Bubas y el Pasaje Histórico 5 de Mayo. Y en el video que acompañó al anuncio, los capitalinos regaron sus historias. Lo que los padres de sus padres contaban y lo que ellos, desde niños, creían fantasías.
24 Horas Puebla recogió algunas historias y comprobó que sí: que posiblemente arriba no pasa nada y abajo sucede todo.


Los niños y los túneles de los perros del señor
El mito ha corrido de generación a generación. Y cada graduado de la Escuela Primera “José María Lafragua” lo conoce bien: el segundo patio de la escuela alberga la entrada a la red subterránea de los Perros del Señor.
Víctor Pérez Carrasco fue, hace unos 60 años, estudiante de aquella primaria de muros construidos a base de piedra fría y gris. La escuela fue erigida sobre los escombros del Palacio de San Jerónimo, demolido en la época del Maximato.
El lugar era un convento de monjas dominicas: la orden más mística que se conoce. Mientras los franciscanos y los jesuitas enseñaban oficios y repartían víveres a los indígenas, los Domini canis, los dominicos, eran los inquisidores: los perros de la fe y del Señor.
Tras la develación de la red de túneles ocultos en la ciudad de Puebla, los historiadores no han descartado que la Iglesia haya utilizado estas carreteras perdidas para transportar sus reliquias.
Víctor dice que, en el segundo patio de aquel plantel educativo, una escalera oculta la entrada al paraje de los misterios.
“Construyeron encima una escalera de concreto y simularon una especie de cisterna. Pero en esa cisterna no hay nada. Esa cisterna es un túnel. Nosotros la levantábamos e intentábamos alumbrarla, pero no había nada: sólo oscuridad”, narra Víctor para 24 Horas Puebla.
Los chiquillos se retaban unos a otros para ver quién de ellos era el valiente que se atrevía a bajar a la ciudad oculta: la ciudad subterránea. Pocos, dice Víctor, lo hicieron. Y esos pocos no avanzaron más de 10 metros.

La huida del obispo
“Este tema de los túneles subterráneos, como casi toda la historia, tiene dos lados: un lado fantástico, irreal, y un lado que realmente pudo ocurrir”, comenta en entrevista David Ramírez Huitrón.
Hace seis años, David y un grupo de amigos iniciaron Puebla Antigua: una organización que se dedica
a desenterrar la capital oculta tras el paso de los años, que cuenta con más de 11 mil miembros que hacen virales las postales antiquísimas del Centro
Histórico de la capital poblana.
David cree que gran parte de las oquedades halladas que han sido calificadas como pasajes subterráneos han sido originadas por el paso de corriente de aguas sulfurosas que, más tarde, fueron aprovechadas como almacenes.
Pero, “indudablemente, negar que hubo una red artificial de túneles subterráneos sería un error”, dice.
Y, con memoria de historiador, David narra la historia de la huida del obispo Juan de Palafox y Mendoza. En 1647, los jesuitas −opositores a Palafox− tenían al obispo cercado en el Palacio Episcopal, que se encuentra en la calle 5 Oriente y 16 de Septiembre.
“Era un juego de poderes. Se rumoraba que pronto aprehenderían al obispo y, cuando entraron al palacio, resulta que no había nadie. Palafox fue encontrado más tarde en San José Chiapa. Y todos se preguntan, a la fecha, cómo pudo haber salido si había guardias, puestos de vigilancia, garitas. Pero lo logró. ¿Cómo? Posiblemente con los túneles”, dice.

Los túneles malditos
Son leyendas que yo odiaba escuchar. En aquel entonces tenía 10 años y mi bisabuela materna, que era ciega desde hacía mucho tiempo, me platicaba de la época en que ella era joven y pobre. Había nacido en Guadalajara, pero se mudó a la capital de este estado, justo al Barrio de El Alto. Yo me llamo Rosario Cos y nací en Puebla, aunque ahora vivo en la Ciudad de México.
Fue mi bisabuela, que se llamaba María de Jesús Miranda, quien me habló de ellos, de los túneles ocultos. De los túneles y de su sonido siniestro. Y lo cuento sólo a petición de usted, señor reportero, aunque le repito que siempre me han dado miedo esas historias. Yo era una niña, pero aún así tenía que cuidar y alimentar a mi bisabuela.

Y mientras ella engullía cada bocado me contaba sus historias. Aunque trato, nunca olvido que ella había estado en un lugar asistido de monjes. No lo sé con claridad, pero posiblemente eran monjes dominicos. Le habían dicho que era necesario extraerle el ojo derecho porque se le estaba secando y que, si no lo hacían, el ojo seco quedaría inservible también.
Ella aceptó, pero con tan mala suerte le sacaron el ojo bueno, el izquierdo. Y ella, con su tristeza, no supo después hasta dónde la llevaron, pero le preocupaba mucho qué pasaría con su hija pequeña, que era mi abuela, Claudina Moreno Miranda.
Para su recuperación estuvo viviendo con monjas que rezaban todo el día. Por la noche, en aquel convento se escuchaban gritos que parecían venir del suelo que pisaba. A ella, a mi bisabuela, no le extrañaba porque cerca de su casa, en El Alto, también se decía que había túneles ocultos donde se oían lamentos y murmullos.
Los vecinos decían que eran los sonidos de las almas de los ricos que habían enterrado junto con su dinero. Mi bisabuela me lo dijo. Me dijo también que nunca pudo hablar con una monja, porque ellas tenían prohibido hablar. Supo que eran monjas porque con sus manos recorría su vestimenta.
Poco después una mujer llevó a mi bisabuela hasta su casa. Y vivió mucho tiempo. Tanto que vivió más que su yerno, el esposo de mi abuela. Le envío una foto. La niña que está en medio, a los pies de mi abuelo, el difunto, soy yo. Quizá era el año de 1948. Pero, por favor, no me pregunte más.

Don Mariano y el pulque
Sonia Vargas Careaga tenía unos 12 años cuando veía a don Mariano, el dueño de la vieja vecindad 1003, salir de su casa con un par de copas y cálices cuya luminiscencia no olvida, aunque hayan pasado casi 60 años.
Don Mariano caminaba lentamente, como sopesando a detalle las minucias de su trayecto; cruzaba el río San Francisco, que empezaba a ser entubado, y llegaba hasta una pulquería donde canjeaba las reliquias que hallaba por litros de pulque.
Meses antes, la caída de un muro en aquella vecindad −ubicada en la calle 2 Oriente− reveló a don Mariano la entrada de un túnel oscuro donde halló, según recuerda Sonia, todas las riquezas que más tarde convertía en jugo de maguey.
−Señor Mariano, ya no se meta ahí. Le va a dar tos. Seguro hay gases o algo tóxico. Lo va a enfermar− decía el padre de Sonia, quien es médico de oficio.
−No, ¡qué va! Al contrario. El Señor me puso todas estas cosas para mi pulquito − contestaba.
Sonia lo recuerda todo. Recuerda también el temor de los niños por los túneles secretos y la pestilencia de aquel río donde hoy se erige el bulevar 5 de Mayo.

De la vecindad 1003 no queda nada. Hoy sólo reverbera el motor de los carros que aparcan hasta el estacionamiento en que quedó convertida. Antes del año 2000, el gobernador Manuel Bartlett expropió distintas propiedades del Centro Histórico, entre ellas la casa de Sonia y la vecindad de don Mariano.
“Todo mundo sabía de esos túneles. Decían que ésos estaban conectados hasta Los Fuertes. Nosotros éramos niños y nos daban miedo, pero los recordamos. Al menos yo sí recuerdo a don Mariano, andando de allá para acá con su pulquito y sus copas doradas”, dice Sonia por teléfono.

