La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia

 

Una escena conocida: Saruman, el gran mago blanco que le dio la espalda al bien por unirse a las fuerzas del oscuro señor-ojo (dueño y amo del anillo único para atar a las tinieblas a todos) acerca su mano larga, uñosa y huesuda, a un artefacto místico de adivinación llamado Palantir.

La mano mueve sus dedos como si éstos tuvieran voluntad propia. La mano no tiembla, va segura hacia la bola de cristal. La mano dirige la mirada de Gandalf el gris hacia la esfera del mal augurio. La mano no toca la esfera, sin embrago, al rozarla desprende un fuerza sobrenatural. La mano capta su energía maligna. El dueño de la mano ha perdido la razón. La mano va sola. La mano recibe la encomienda. La mano se posará sobre las caras mortecinas de un ejercito de criaturas mutantes que acabarán con los hombres y los elfos y los enanos. La misma mano ejecutará quirúrgicamente  las órdenes del señor oscuro, que antes fue un señor y ahora es sólo un ojo sin párpado. Un ojo furioso e incandescente.

Así nuestras manos. Las manos de los que caemos en todas las trampas posibles. Las trampas del deseo y la ambición. Días atrás, esas manos estrechaban otras manos semejantes para demostrar su calidez con saludos amistosos. Las manos que ayer repartían parabienes, son las mismas manos que hoy abren las puertas hacia su propia perdición. Manos sin pulso. Manos condena.

Nuestras manos palpan con codicia cosas inútiles que no necesitamos en absoluto, pero hoy por estar rebajadas nos atraen como le atrajo a Saruman la fuerza negra de Saurón.

Ahora mismo veo no sé cuantos pares de manos que descuelgan un vestido o una blusa o que toman un zapato derecho. Esas manos sin dueño, sin cabeza, sin culpas, son manos que, como las de Saruman, empujan a todo un cuerpo hacia el acantilado. La cabeza está dominada por las manos. Las manos nos ayudan a meternos el ojal del suéter por el cuello, acomodan los puños, restiran las partes arrugadas. La mano de nuestra preferencia voltea la etiqueta y dirige el precio hasta nuestros ojos, que no ven bien, porque están subyugados por las manos.

Las manos van felices, ingrávidas, sudorosas, arrebatando al dueño de otras manos inquietas los objetos que las embelesan. Con las manos echamos al carro la cafetera o el teléfono o la sartén.

Las manos nos muestran el camino a Mordor: días y días rumbo a la Ciénega de las deudas. Pero, ¿qué mas da? Si la mano sigue adelante y se mete en el ajustado bolsillo y saca un plástico inteligente o un rollo de billetes que sólo en las propias manos se queman. Las manos no oyen, pero hay quienes dicen que sí hablan. Tan sordas son las muy putas que hacen de las suyas sin que podamos detenerlas.

¡Rebajas, rebajas de temporada!, dice el Palantir con una seductora voz en off.

Y las manos que poco saben de inflación, se sueltan con la gracia de una bailaora de flamenco.

 

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