La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia
I. Parafraseando a Bonasera
Creo en México, aunque nunca haya hecho fortuna.
Crecí en Puebla, pero me criaron según las costumbres de Veracruz.
Me dieron toda libertad, y muchas veces he “deshonrado” a mi familia.
Salí con un poblano. Iba a bares con él y me las arreglaba para no volver a casa.
Mis padres protestaban.
En 1999, ese poblano me llevó a pasear en su convertible. Bebimos mucho whisky. Inhalamos cocaína.
Dimos vueltas por el centro, por La Juárez y por La Paz.
Después me llevó a un motel y abusó de mí.
En ese momento no supe, no me enteré, que fue un abuso. Era mi novio. Me quería, lo quería. Y andábamos (ambos) bien “high”.
Intenté resistirme, pero la inocencia y el descontrol me hicieron ceder.
Imaginaba a mi abuela, diciendo: “estás perdiendo el honor”.
Mi novio me montó como un semental en brama. ¡Como un animal!
Mis tiernos miembros sangraban y mi boca maldecía. Por su puesto que sí…. maldecía.
Pero el dolor no me permitió llorar.
Cuando mi padre supo esto, lloró.
¿Por qué lloró?
Porque yo, su hija, era bella.
Porque yo era la luz de su vida.
Tenía 16 años.
10 años atrás, mi tío favorito me llevó a una azotea para ver el eclipse solar. Íbamos varios niños y niñas.
Como era mi tío favorito, lo tomé de la mano para subir juntos la escalera.
Entonces puso mi mano en su entrepierna y la deslizó hacia su verga. Yo sentí algo extraño que se endurecía entre mi palma. Mi estado de alerta se activó. Solté al hombre y me fui corriendo con los demás niños.
Se hizo la oscuridad. Era un espectáculo que no volvería a ver.
Y seguí siendo bella…
15 años más tarde, el día de mi boda, ese tío convertido en un anciano decrépito, bailó conmigo un bolero cubano: ¿Y tú qué has hecho?
Yo no fui “la niña que su tronco hirió”.
Y él no pudo arrebatar mi flor..
Besé su frente. Sabía que era la última vez que lo vería vivo. Lo perdoné. Perdoné esa mano que la embriaguez llevó a su centro de poder. Lo vencí. Estaba humillado ante mi cuerpo rotundo, de mujer.
Cuando mi padre supo esto, lloró.
¿Por qué lloró?
Porque yo soy la luz de su vida.
El honor es una rosa amarilla en el frío que conserva su perenne tallo bajo la nieve. Parece que ha muerto, y sin embargo, vive.
Renace siempre en primavera.
*He contado esta historia a poca gente. A mujeres, sobre todo. A mis conocidas feministas. Ellas me han invitado (unas con sed de venganza y otras con sutil empatía) a pertenecer al movimiento. No lo hecho.
Lo que pasa es que las primeras (las furibundas) son más. Al menos en mi entorno.
No sé si la inconsciencia le ha levantado un muro a mis demonios o si los he domado al grado de irme a beber con ellos.
Una “ultra” que odia a los machos y a todo lo que huela a hombre, me contó su vida (era triste).
Esa historia me recordó otra que cuenta Oliver Stone en “Nixon”: El día que Richard Nixon dimite tras el escándalo del Watergate, Henry Kissinger se acerca a otro personaje y le musita: “Si alguien le hubiera dicho 'te quiero' a los seis años, otra cosa sería su vida”.
II. Respuesta a Tamara de Anda
Feminazi es un término horrible. Suena mal en cualquier boca. Es grosero y bajo. Mal aplicado, pero está de moda entre los enemigos de las feministas incongruentes.
Así llamo yo a las que otros llaman Feminazis: Feministas incongruentes.
En la era de los Trending Topic, “Feminazi” es parte de la jerga twittera. Y Twitter, ya se sabe, es una granja habitada tanto por buenas bestias como por parásitos que si volaran cubrirían la luz del sol.
Desde el anonimato se puede fingir ser héroe; uno se envalentona y escribe lo que en vivo desataría temor y temblor.
Mi columna de ayer, en defensa a la escritora Valeria Luiselli, ha sido calificada por las feministas incongruentes como “oportunismo”.
Dicen que no entiendo. Juran que en lugar de ayudarle, la perjudiqué. Momento: es evidente que Valeria no necesita defensa. Tiene armas que sus detractoras no: tiene de su lado el lenguaje, la ironía lacerante que no salpica chorros de sangre.
Un buen debate debe darse entre personas con las habilidades similares (como en el box: no vas a poner a pelear a un peso pluma con un peso completo).
Polemizar es esgrima verbal. La danza de los argumentos. La coreografía del lenguaje. La gracia de ofender sin que el otro lo perciba.
En esa danza, en esa coreografía, los movimientos deben ser quirúrgicos, precisos. La esgrima es elegante. El deporte de un blanco insoportable. No gana el que deja hecho garras al otro. Gana el que da el toque más fino y profundo sin hacer del evento una escena de rastro municipal.
Valeria Luiselli no podría debatir con todos los que la han increpado, por una razón: los imbéciles siempre son mayoría.
“Las buenas feministas no bailan” tampoco fue bien leído por los haters. En primer lugar, interpretar literalmente un título exhibe al inocente o al necio. El título es un cebo jugoso para que el cardumen enloquezca y pique. Lo conseguí. Y pasó lo que temía…
Tamara de Anda (comunicóloga / El Universal) hoy replica tanto el texto “Nuevo feminismo” de Luiselli, como el furibundo bodrio de Esther García (donde cruzan con un círculo de “cuidado con el perro” a Valeria), y mi columna.
Hasta hoy no sabía de la existencia de Tamara. Siempre es bueno conocer a gente nueva, aunque no del todo interesante.
@Plaqueta (su nickname en Twitter) no abunda sobre mi texto, simplemente no lo supo leer (nomás “ler”).
En pocas palabras dice: “es lamentable”. Comenta que no puede creer (que yo crea) que las feministas te obligan a usar tenis y se “afean” voluntariamente. Que seguro leo Vanity Fair (versión México) porque la gringa sí es muy feminista. Entre otras lindezas por el estilo.
Para aderezar la discusión, enlistaré lo que opino sobre su texto titulado “Valeria: qué más quisiéramos”.
Seré breve.
- Tamara se define en Twitter como “chaira”, pero siento que es una chaira fallida, pues no utiliza lenguaje 100% chairo. No escupe mierda bruta como los chairos “pro”. Se reserva. Se contiene. Da un rodeo y nunca llega.
- Su columna-blog “La crisis de los 30” intenta ser muy irreverente. Supongo que por eso grita (en la escritura los alaridos estridentes casi siempre van con altas, y Tamara hace un mazacote intransitable con las mayúsculas). Es muy común que en estos tiempos la irreverencia se confunda con el grito placero.
- Se asume como feminista. Perfecto, cada quien sus filias. Y como feminista incongruente intenta aleccionar, perdonar vidas y presenta un desplegado de datos duros que, quien esté verdaderamente interesado en el tema, puede buscar en la red sin pasar por su aduana burocrática.
- Los coloquialismos son perlas sabiéndolos aplicar. Pienso que, en su afán de darle un tono refrescante, inunda de modismos excesivos el texto. Me recuerda cuando Katia de Artigues escribía “Crème de la crème”, donde intentaba recrear el mood de la fresada. Le funcionó porque la gente (con tal de verse retratada en sus excesos y frivolidades) no repara en la burla de la que está siendo objeto. Así Tamara, con su tono ñerito-norteño-chilango-fresinaco.
- Es evidente que @plaqueta es feminista. Por lo tanto quiero repetir una idea que escribí en mi texto: “No creo en el feminismo que se decanta en el odio”. Lo que hace Tamara es exactamente eso: descalificar al crítico sin profundizar, sin arriesgarse. Lanza una paloma dentro de un tambo de basura; fuera, no haría mucho ruido; dentro, la explosión alcanza decibeles fantasma.
- Todas las ideas abonan a la polémica. Todas deben respetarse. Las feministas deberían saberlo más que nadie. Entonces, ¿por qué tanto encono? Ojo: desplegar datos duros no otorga la razón.
- No leo Vanity Fair en su edición gringa. Tampoco la mexicana (les falta carnita). Leo en línea la versión española: esa que está bien lejos de masturbaciones feministas. La verdad no soporto que se vengan en mi cara.
Leer el artículo de Tamara de Anda me generó un ruido molesto (como el de la paloma en el tambo o el de una trompeta de principiante).
Agradezco las cifras que aporta (las leeré atentamente con una cerveza y un mezcal; a piedra y palo).
Quiero aprender más del tema para no dar tumbos ni hacer pataletas pueriles. Pero tengo un ego infame que ocupa siempre un asiento más en mis trenes y fue quien me empujó a cerrar el texto citado antes de terminarlo, para irme a buscar en los archivos de Teleguía la muy gustada sección de Chucha Lechuga. Su prosa es menos porosa.
Todos tenemos un ego. Un ego robusto, regular o flaco.
Soy, según mi familia materna, obscenamente ególatra. No me gusta serlo.
No me excita descalificar por descalificar. Mi trabajo es, y siempre ha sido, un recuento de experiencias.
Uno tropieza en el camino, también en la escritura (igual en un año leo esto y me provocará arcadas. Lo más seguro).
Estudié cinco semestres de música y eso me ha permitido tener cierto oído para escribir. Hago lo que puedo, lo que urjo, con mis limitadísimas herramientas.
Aun así conozco a muchos comunicólogos que no sólo escriben, sino hablan con faltas de ortografía.
Bien me lo dijo mi maestro: el periodismo se puede aprender en 15 minutos. La escritura es un trabajo de años y sin disciplina no sale avante.
Por lo que he publicado últimamente, los chairos y los chiquichairos, los morraludos y los feministas incongruentes (hasta gente que respeto y admiro) me han metido al costal de la funesta derecha mexicana.
He pensado mucho en ello y me arriesgo a decir que hoy en día lo “contracultural” es ser derechoso.
¡Soy poblana, caray! ¡Que todos los que amo perdonen lo que he hecho!
No soy una buena persona. Soy una vergüenza para mi género.
Eso dicen todo el tiempo en mi familia paterna que está llena de matriarcas injustas y tiranas cuyos egos híperinflamados han corrompido la armonía y tradición que bien llevó mi tatarabuela en las postrimerías de la revolución.
Conmigo se fue al carajo. Soy lo que vulgarmente se conoce como una escoria.
No para mi familia materna: ellos van a aplaudir como focas todo lo que haga. Por eso no los soporto.
Concluyo: en mi entorno familiar, como en la hoguera humeante de las feministas incongruentes, he tenido que sostenerme ante la mirada inquisidora de los “justos”…
Aunque cada vez que se suicidan “en directo”, salpican demasiado.
