La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

A Mario Alberto Mejía

 

Odio el día de San Valentín.

Es una fecha cursi, vacua, onerosa.

Es más; no creo en los santos ni creo en Dios.

Pero esta vez es distinto.

Estoy sola en una ciudad helada (y muy muy lejana) donde la gente aprovecha la mínima oportunidad para olvidarse de su condición polar y regala un gesto amable al que pasa junto.

Las tiendas, llenas de corazones metálicos y chocolates, estaban reventando. Los compradores sonreían con sonrisas de Jeopardy! sin saber bien por qué.

Me di cuenta de dos cosas: me he relajado de una manera atípica. Estoy francamente alarmada. Descubro que me gusta el pop que suena en la radio y me escucho cantando todas las canciones de Lady Gaga.

Antes era impensable que mientras manejara pudiera ir tarareando siquiera una canción de amor. Lo mío era ser mala. La Femme Fatal. La Dark Stranger.

Jamás me conmovían las fotos de parejas, ni las parejas en vivo. Siempre busqué el metatexto en esas relaciones de boutique.

Y bien... resulta que el pop no es tan malo y que celebrar el amor tampoco.

La amistad es cosa aparte: si se tiene de veras, se aprecia todos los días: cambiando un neumático, haciendo una llamada telefónica nocturna.

Es 14 de febrero y no tengo cerca al hombre que me ha hecho tan feliz como infeliz.

Raro: nunca me había puesto a pensar qué tan feliz puede hacerte alguien que al mismo tiempo es la persona que más puede llegar a irritarte.  Lo descubrí hace rato, mientras cruzaba 1000 islas, en medio de una tormenta de nieve y oyendo a Marvin Gaye...

Insisto: he relajado mucho mis criterios sobre lo que debe o tiene que ser la pareja.

De mi hombre puedo decir que es el ser más imperfecto y pedante que conozco y que me ha hecho sufrir como nadie.

Lo odio en la mañana cuando amanece enfermizamente alegre. Hemos pasado por las peores cosas. Nos hemos ofendido como gánsters sicilianos. Hemos tentado al diablo y salimos con quemaduras de primer grado. Hemos hecho de la competencia el pan cotidiano.

Él detesta que yo quiera tener el control. Yo lo quiero tener porque él no soporta las cadenas, y ya es tiempo que alguien lo amarre a un árbol.

Nos odiamos y nos lo decimos a la menor provocación. A gritos de cantina. Con el fusil en la mano.

Con él he enriquecido mi repertorio de groserías. Descubrí cómo se puede ofender a alguien teniendo una rosa entre los labios.

Yo creo que él es un gran mentiroso y él cree que nadie lo puede engañar. Pero yo sí. Siempre he podido engañarlo: le he hecho creer miles de veces que no me importa en lo absoluto. Le he dicho lo infame que es, en todos los idiomas posibles. Lo he corrido de mi cama y algunas veces yo he preferido dormir en el cuarto de servicio.

Lo he engañado todo el tiempo, sobre todo cuando le he reiterado que no aporta nada bueno a mi vida.

Él sabe que no hay enemigo más peligroso que alguien durmiendo en tu colchón. Alguien que ha visto la vulnerabilidad del otro en sueños.

Un día, no hace mucho tiempo, hice una lista sobre las cosas que me hacían feliz. Eran pocas. Muy pocas. Uno nunca coteja las situaciones hasta que las enlista.

Me dio tristeza ser tan mal agradecida, pero aun así la lista no creció más.

También enumeré lo que me repugna; resultó un papiro interminable. Y en los dos cuadros aparece su nombre.

Hoy venía escuchando a Marvin Gaye y, como Joni Mitchell, esbocé su rostro en un porta vasos. Me vi tan lejos, gracias a él. Y tan feliz. Y tan triste. Y tan todo. Gracias a él.

He querido ser inflexible. Un juez moral. Un árbitro implacable. Y he disfrutado victimizándome.

Siempre he dicho que el verdugo es la única persona que no te puede regresar la cabeza a su lugar. Entonces estamos perdidos, porque nuestras cabezas llevan años rodando en la plaza pública.

Y seguimos juntos. A veces somos puro cuerpo.

Es 14 de febrero y celebro haber encontrado a la persona que saca lo peor de mí.

Estoy feliz de conocer el blanco y el negro. Lo congelado y lo calcinante. No hay gris ni tibio que valga.

Festejo mi dependencia neurótica como festejo los días de vino y rosas.

Las lágrimas y la embriaguez.

La ausencia y la presencia.

La muerte del desasosiego.

La resurrección de la calma que me heredaron y no había querido sacar de la fosa.

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