De muchos espejos está hecho el teatro de Villaurrutia, poco leído y menos puesto en escena. Su teatro, como su prosa, no trata de una cadena ordenada, lineal, sino de explotar, analizar una sola idea,

 

Carta de Boston

Por Pedro Ángel Palou / @pedropalou

Vuelvo a estas páginas, a mis fieles lectores de 24 horas Puebla y a reflexionar en voz alta desde mi posición estrábica, como diría Ricardo Piglia, con un ojo en el lugar en el que habito –Boston, el Estados Unidos de Trump, tristemente ahora– y otro, el que añoro –Puebla y el país tampoco muy coherente donde el peñanietismo (¿existe eso, con qué se come?) nos ha sumido. De este lado un odio exacerbado a los otros y un miedo atávico a lo distinto, del otro lado una espiral de violencia y, sobre todo, de impunidad. De este lado pese a lo funesto ciertos contrapesos constitucionales –jueces valientes, activismo civil, abogados probono–, del otro entreguismo y partidocracia con la sola esperanza de gobiernos locales –municipales, estatales– haciendo bien las cosas. Con todo, la comparación deja claro que vivimos un mundo polarizado, xenófobo, racista y que los seres humanos aprendemos poco de la experiencia previa y de la historia. Hoy, quizá por eso no pienso hablar de política, sino de mi autor favorito, Xavier Villaurrutia (al que le dediqué una novela En la alcoba de un mundo) y su teatro, tan vilipendiado. Sergio Téllez-Pon me ha invitado a prologar el segundo tomo de la nueva edición de las Obras Completas del poeta que publicará Siglo XXI. Una empresa que su amigo y maestro Miguel Capistrán dejó inconclusa con su muerte. ¡Qué buen pretexto para volver al autor de los Nocturnos!

En sus afanes por igual taxonómicos que autoconsagratorios, Octavio Paz escribió como le dio la gana su particular historia de la tradición literaria mexicana (colocó, por ejemplo, como antecedente de Piedra de Sol el hermético poema de Cuesta, Canto a un dios mineral sólo para que Muerte sin fin no le hiciera sombra a su edificio poético), el peor parado sin duda de esa compleja formación del canon mexicano fue el teatro de Xavier Villaurrutia.

Escribe Paz que le admira que alguien como Villaurrutia haya escrito tanto teatro –la mitad de su producción en prosa– y haya creído tanto en su capacidad como dramaturgo: “Sus obras están bien construidas, son inteligentes y algunas contienen pasajes admirables pero carecen de un elemento esencial: la teatralidad”. Después de esa despiadada declaración afirma que sin embargo son un documento social como “retrato exacto, aunque involuntario de la clase media mexicana del segundo cuarto del siglo” (XX, por supuesto).

En un solo párrafo desdibuja todo lo que tiene el teatro de Villaurrutia de evolución interior, un camino sinuoso que va desde los Autos profanos –sus piezas en un acto– a elaboradas obras como La mujer legítima o La mulata de Córdoba, ambas con tantos ecos estilísticos del teatro clásico francés y de Pirandello. En febrero de 1936, desde New Haven, donde había ido a estudiar teatro con una beca de la Rockefeller Foundation en 1935, Villaurrutia le escribe a su amigo Salvador Novo: “Escribir, aunque sea una carta tan simple como esta, es una imperfección, una mutilación (...) He venido a acostarme a dormir precisamente por la razón imperativa de que ‘duermen los que no pueden gozar”. El insomnio, la soledad, la noche, los demonios de la intimidad que corroyeron su alma están por igual en el poeta lírico que en el dramaturgo y es la misma estética la que guía su meticulosa escritura. No se le puede restar en ese sentido un palmo de ambición al teatro (y a los esfuerzos porque el edificio teatral mexicano no sea un panteón castizo) de Xavier Villaurrutia.

Lo que escribe sobre La rosa de Cocteau es aplicable en ese sentido a su voluntad dramatúrgica: “Por algún tiempo tuve, en la poesía mexicana, un involuntario trato con los espejos. Su cara impasible y dura corregía todo lo que alcanzaba a copiar. Una noche puse un espejo frente a otro: se miraron de arriba abajo como dos enemigos mortales. Dejé caer una frase entre ambos. Repetida por boca de los espejos, la frase cambiaba de sentido sin cambiar de forma, diabólicamente: y mi voz que madura (...) Siento que los espejos me abandonan poco a poco. Nunca los tuve como propiedad exclusiva. Todo es de todos, entre todos. Los ángeles de Milton y de Blake son ahora de Cocteau y de Alberti”. Ese juego de espejos es, sin duda, el que dibuja una de sus seis obras en tres actos, La hiedra, acaso la más autobiográfica en su caracterización del ambiente familiar (la hermana, Teresa, es retratada sin muchos velos y a ella le dedica la pieza). De muchos espejos está hecho el teatro de Villaurrutia, poco leído y menos puesto en escena. En su teatro, como en su prosa, no se trata de una cadena ordenada, lineal, sino de explotar, analizar una sola idea, un estado de conciencia. En su novela-ensayo, Respiración artificial, Ricardo Piglia parece corroborar esta opinión: “El discurso del método es la primera novela moderna...porque se trata de un monólogo donde en lugar de narrarse la historia de una pasión se narra la historia de una idea”. Villaurrutia escribe sin empacho un teatro de ideas demasiado moderno para su México, y lo hace con conciencia estética y con un lenguaje excepcional.

¿Cuál es su poética? Una poética que el propio Villaurrutia textualiza en uno de los diálogos de su obra de teatro, Invitación a la muerte: “Estoy seguro de que ustedes han sentido a veces el horror a la soledad, como un miedo al vacío, como una falta de aire que oprime el pecho, corta la respiración y que acaba por ahogarlos si no encontrarán pronto remedio en la compañía de algo, de alguien, no importa quien...Pues bien, ese horror no lo he sentido yo jamás. Imaginen en cambio, del mismo modo que yo imagino el de ustedes, sin haberlo sentido, un horror nuevo, una fiebre irrazonable, un deseo de huir de todo y de todos, una sed que seca las palabras, paraliza los gestos, y que sólo se calma en la soledad”. Ese es quizá el tema de sus obras teatrales más logradas como su comedia Juego peligroso. En fin, Paz se olvida que Villaurrutia era un lector asiduo de Shaw, del teatro de T.S. Eliot con el que guarda no pocas coincidencias y, sobre todo, de Eugene O’Neil, acaso su principal maestro (buscó su casa estando en Norteamérica). Aunque La hiedra sea tan Fedra, como reconoce Paz, no es Racine, es una versión mexicana de O’Neil, muy lograda, y no un melodrama burgués como quería ver. Villaurrutia escribe para la escena presente, eso es cierto, cuestionado por los fracasos de Ulises y Orientación, pero sus diálogos son excepcionales y el dibujo de personajes –su principal cualidad– impecable. En Yale, por ejemplo, odia el academicismo y la falta de cultura literaria, donde nadie sabe quién fue Lope, Calderón o la comedia del arte italiana. Los temas de Villaurrutia son también preocupaciones dramáticas mexicanas –que el teatro posterior utilizará hasta el cansancio–, la bastardía, el adulterio, la (i)legitimidad. Paz le critica su falta de oído para el habla mexicana, cuando a Villaurrutia no le importa el retrato fidedigno sino la creación de ambientes dramáticos sólidos y cerrados. El personaje Ernesto de Invitación es sin duda su alter ego, un desasosegado, cínico y lúcido. Hay una pieza pequeña, El solterón, inspirada en un cuento de Schnitzler, dedicada a Jorge Cuesta, que es indudablemente genial donde el eje del cuento, un amo, muere al inicio y desata diálogos irónicos y filosóficos.

Pero insistamos: la reflexión del poeta dramático no va contra el tiempo, como Quevedo, ni tampoco contra el atroz estado de quien ha descubierto la fugacidad. La de Villaurrutia será, por último, la mueca congelada, la risa de hielo que se resigna, como único gesto posible, a llamar nube a la sombra fugitiva de un mundo en que las nubes son las sombras.

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