La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Hace 23 años, Kurt Cobain se llevó la felicidad de los infelices al volarse los sesos con una escopeta.

Recuerdo muy bien ese día pues, como muchas jovencitas descarriadas, la noticia me trastocó a tal grado que me encerré en mi habitación los siguientes cinco días a llorar y escuchar sus discos (como lo hace un personaje femenino del gran Nick Hornby en “Todo por una chica”).

¿Qué tenía de especial ese rubio desaliñado?

Que era el portavoz de todos los que nacimos en matrimonios malogrados.

 

Documentales van y vienen. Algunos hasta siguen la pista de una supuesta conspiración liderada por la siempre odiada Courtney Love.

Y en verdad que las fans del rockero más decadente del grunge odiábamos a esa mujer por ser lo único que nuestro ídolo amaba… aunque era evidente que el grado máximo de estupidez de Kurt Cobain estaba estrechamente ligado a su yonquismo.

¿Quién en su sano juicio hubiera podido enamorarse de una mujer tan burda como lo era Courtney a los veinte años? Sólo un drogón irredento o un personajito sin voluntad cuya seguridad en sí mismo era un poco más delgada que los hilos de su suéter verde de anciano.

 

Escucho a la distancia los discos de Nirvana y el eco de aquellos días resuena fuerte en mi memoria.

Con Kurt Cobain muchos descubriríamos (quizás no inmediatamente) que ese spleen, esa desazón que nos arrojaba a sus brazos, era la falta de un elemento que sólo habíamos oído mentar en las clases de química mientras nos obligaban a aprendernos la Tabla Periódica. Litio.

Nunca he tenido el valor de ir a checar mis niveles de litio como tampoco lo hago con los niveles de aceite y anticongelante de mi carro…

 

Hace unas semanas que fui a Montreal, tuve la oportunidad de convivir con los amigos de mi hija y cruzar palabras con sus padres. Descubrí con asombro que en esa escuela, la secundaria pública de Mirabel, la mayoría de los muchachos son medicados por padecer TDA. Incluso a muchos, cuyos padres se niegan a retacarlos de Ritalín, no los dejan entrar a la escuela.

Para mi generación, y en el pueblo donde crecí, era una excentricidad aquello del Ritalín y los trastornos del comportamiento. En mis tiempos no se tomaba en serio la depresión; era simplemente tristeza pasajera o un gran ocio solapado por los padres. Los chavos más taciturnos éramos inmediatamente tildados de bohemios o malandrines, pero pensándolo bien, ¿qué adolescente puede ser estúpidamente feliz en un colegio donde te hacen aprender de memoria toda esa basura que las instituciones han avalado como  “historia oficial”? ¿Qué joven de 16 o 17 años puede desarrollarse sanamente en un ambiente carcelario custodiado por curas closeteros que se relamen los bigotes por los efebos? ¿Cómo podían mis compañeras sacar sobresalientes en español o ciencias naturales, cuando una maestra que odiaba su chamba las exhibía por poseer lo que ella (la maestra) no?

Recuerdo muy bien haber sido inquilina permanente del cubículo “c”, que no era otra cosa que una pequeña celda sin ventilación donde nos ponían a hacer planas y a reflexionar por nuestras faltas al reglamento.

¿Qué nos quedaba a los renegados más que huir al campo de futbol para fumar y sacar los walkmans?

Nos quedaba la figura decadente de un imbañable, de un rockero que estaba lejos del glamour. Un fulano que destrozaba guitarras y se sacaba el pito en público.

¿Qué había en sus canciones que paralizaban el aliento del vago y el desubicado?

La nada. La nada absoluta. O el grito desgañitado de una generación perdida por las malas decisiones de sus padres.

¿Y por qué escuchábamos Nirvana y no grupos mexicanos?

En ese momento hubiera dicho: porque los integrantes de las bandas mexicanas son una mala copia de los verdaderos rockers. Porque los músicos mexicanos son decadentes sin querer serlo, en cambio los gringos son decadentes por voluntad propia.

Veintitrés años más tarde estoy convencida de dos cosas: pertenezco al conjunto de los seres humanos a los que les falta litio y Nirvana sigue siendo la gran cosa porque Kurt Cobain tomó la decisión correcta al meterse un plomazo antes de perder la magia que le obsequiaba la decadencia.

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