La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Antonio Salieri.

¿Qué nos dice este nombre?

A algunos nos les dice nada.

Puede ser cualquier Antonio que viva en la zona de Chipilo.

Un Toño cualquiera. O un italiano fugitivo más. Un bachicha inmundo.

Quizás el nombre nos remita al director de una orquestita de pueblo.

A los poblanos nos suena a “Altieri”, el apellido de una de las familias que siempre se ha dedicado a la música. Incluso me atrevo a decir que el sempiterno maestro Altieri tiene secuestrados a los coros locales. El “profe” Altieri hasta mandó a uno de sus coros a mi boda. ¡Imagínense! Tocaron y cantaron el “kyrie eleison” del Réquiem de Mozart. Y la verdad les salió muy bien…

El mundo del arte es, por lo general, tan mezquino como el de los taxistas. No sólo en la literatura hay envidias y mafias. Hay pintores contemporáneos que meterían el pincel en el ojo del compañero por exponer el MOMA. O meterían ese mismo pincel en el culo del compañero para desprestigiarlo.

Los músicos también tienen sus claroscuros, o para ser más precisos, sus bemoles. Igual que los escritores. Igual que las bailarinas, quienes se propinan zancadillas a discreción entre cada  pas de bourrée.

Finalmente la envida es parte de la condición humana. Uno no puede andar por la vida muy feliz teniendo junto a un compañero genial. La gente genial no es de este mundo. Los envidiosos sí que lo son.

Salieri, sí, estábamos en Salieri. Pobre tipo. Pensar que le ofreció a Diosito todas sus virtudes. Le ofreció hasta su castidad. No tocar nunca a ninguna damisela (y vaya que en esos tiempos eran muy apetecibles con sus corsés y sus pelucas) a cambio de poder ser un buen músico. O más que eso: ser el vehículo de su palabra a través de partituras.

Finalmente, y con muchos esfuerzos, Salieri fue reconocido.

Amarrarse las manos y untarse de sal nitro los testículos rindió frutos.

Posiblemente nunca tuvo una erección, pero sí llegó a ser maestro de capilla y compositor de la corte imperial de Viena. ¡De Viena, carajo! De la ciudad más culta del planeta. Donde se hacían los músicos más picudos. Viena, cuya belleza atroz, mató lentamente a Mozart y a Thomas Bernhard. Para mí, los austriacos más geniales.

¡Ay, pobre Antonio Salieri! Él, como Juanga, no sabía de tristezas ni de lágrimas ni nada que lo hicieran llorar. Hasta que apareció Wolfang Amadeus Mozart. Un mozalbete vulgar que tocaba con los ojos vendados y escribía sinfonías completas sin errores, pasándolas en limpio al papel desde su mente privilegiada.

¡Quién no se hubiera muerto de celos con esa competencia!

Salieri amaba en silencio a ese portento de Salzburgo. Aunque le pareciera obsceno, guarro y frívolo en sus formas. ¿Y cómo no le iba a parecer así, si él, Salieri, era un castrado? Un músico machetero que sólo por el camino de la disciplina vicaria logró tener sus quince minutos de fama. Con obras muy buenas, es cierto, pero anticuadas.

Salieri aprovechó muy bien que su patrón, su majestad, tenía oído de tablajero. Lo engatusó y se hizo su consejero. Salieri llevaba una vida aparentemente feliz. Sin vieja, sin erecciones, sin excesos, pero feliz. Una vida feliz en la feliz medianía.

Tuvo que llegar Mozart, su héroe secreto, para aguarle la fiesta.

Salieri, como todos los envidiosos, no tenía la maldad intrínsecamente pegada a la dermis. La maldad brotó después, al ver que Wofie era imparable. Y algo peor: una gentuza imparable (a sus ojos).

¿Y qué hizo entonces el italiano desdichado? Boicotear al genio. Meterle la pata. Cerrarle espacios. Hablar mal de él. Plagiarlo. Envenenar a “su majestad” en su contra. Grillarlo con los colegas.

Armó su pequeña y ruin mafia llena de viejos panzones; músicos ordinarios y viciosillos que gozaban del beneficio de la impunidad por vivir del cura y de la corte.

Digamos que Salieri y sus compas eran un corrillo de burócratas ardidos, mientras Mozart era un bohemio que les daba dos vueltas con su genialidad.

En la película Amadeus de Milos Forman, el viejo Salieri se confiesa con un cura y le dice sobre Mozart: su música era la verdadera voz de Dios.

Salieri trinaba de envidia.  ¿Y qué es la envidia sino amar a otro en silencio y sin saber cómo?

Todos hemos tenido cerca a algún envidioso. O también hemos sido el envidioso de la historia.

Todos, o la mayoría, hemos sido poseídos por un espíritu salierista o tenemos cerca a un ser miserable que nos envidia.

Lo trágico es que, quien vive con el “Complejo Salieri”, transita entre el amor platónico y el desprecio. Y algo peor: lleva siempre a cuestas la piedra de la autocompasión y el auto escarnio.

El Salieri en potencia trata de huir de esas bajas frecuencias, pero sabe que de no jugar el papel de villano, pasará su vida en una eterna escala de grises (o en tono menor). Ergo, el adepto al salierismo aprovecha la menor oportunidad para hacer vilezas en aras de desprestigiar al objeto de su odio (y de su deseo oculto).

En este momento escucho L'Europa riconosciuta,  ópera de Antonio Salieri que inaugurara lo que hoy es el teatro de La Scala. Es de una belleza sutil, pero por desgracia envejeció muy pronto. Como toda su música.

Debe ser terrible que tus alumnos de dejen en la esquina de fila. A Salieri primero lo humilló Mozart, y después su más preclaro alumno: el brutal Beethoven.

Por eso digo que los envidiosos siempre tienen buenas razones para serlo. Por lo general son criaturas débiles e inocentes a las que la mediocridad aplasta.

Salieri, al final de sus días (y como lo plantean Pushkin y luego el dramaturgo Peter Shaffer) no sólo tiró la batuta, sino que terminó aborreciendo al Dios bueno a quien ofrendó su castidad y todas sus virtudes.

¡Pero qué sería de los virtuosos sin los mediocres!

O de las buenas conciencias sin los villanos…

El mundo sería de una belleza insoportable.

Existirían puros dioses y obras perfectas sin detalles o sin mácula.

Ya lo decía Goethe: “El diablo siempre está en los pequeños detalles”.

Y las grandes obras humanas casi siempre son producto de los demonios que nos poseen.

No de lo divino.

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