La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Hay quienes crecieron jugueteando entre las vastas bibliotecas de sus padres o sus abuelos. Quienes fueron lectores precoces.

Niños que en lugar de trepar árboles o delinquir en las dulcerías, buscaban algo que leer. Niños que memorizaban anuncios pintados en las paredes y ya desde entonces sentían una fuerte atracción por las letras.

También hay otros que fueron obligados a leer durante las noches porque sus padres no les permitían ver más de media hora al día la televisión.

Muchos de los escritores que conozco tuvieron ese tipo de infancia y encontraron prematuramente (o bien a tiempo) su vocación.

Esos niños sabían bien qué querían ser de grandes. Se proyectaban en un futuro escribiendo la obra que marcaría a sus respectivas generaciones. Y leían. Llenaban libretas con apuntes, con notas sobre sus personajes favoritos. Hacían proyectos ininteligibles sobre posibles historias: todas ellas, casi siempre, tomadas de sus breves e insípidas biografías.

Esos proyectos se quedaron en un cajón (o bien fueron a parar al cesto de la basura). Pero no claudicaron.

En la escuela obtenían sobresalientes en las asignaturas de español, historia, taller de lectura y redacción,  y lingüística. También los escritores de cuna saben que es muy bueno echarle ganas a un idioma secundario pues es mejor leer los libros en su idioma original.

Muchos de esos niños hoy son escritores profesionales.

¿Y qué es un escritor profesional?

Yo conozco a algunos. Los he visto muy de cerca y no son tan divertidos como parecen.

Mencionaré lo que hacen los más concienzudos…

Se levantan siempre a la misma hora. Desayunan la misma fruta cada temporada. Se bañan. Preparan un termo de café y se van a su ermita intelectual (un lugar pequeño o grande, por lo general caótico). Un caos ordenado.

El escritor profesional sabe perfectamente qué libros está consultando y los encuentra cuando los necesita aunque estén escondidos bajo una montaña de fichas y discos y más libros. Luego se sientan en una silla que han elegido entre un conjunto variado de sillas. Su silla ideal es la silla que menos les lastime la espalda.

Si escriben en lap top, improvisan sobre la mesa de trabajo una columna hecha de libros de manera que el monitor quede justo a la altura de sus ojos. Pasarán ocho horas diarias sentados, y si el monitor les queda bajo, tendrán que agachar la cabeza y al día siguiente seguro les dolerá el cuello. Por eso deben encontrar la posición más cómoda, para evitar dolencias que les impida continuar su trabajo.

Una vez que hallaron la posición y la silla y la iluminación y el ambiente óptimo, se ponen a escribir. Algunos lo hacen con todos los dedos de ambas manos. Otros, los que no entraron a sus clases de mecanografía en la secundaria, utilizan sólo su par de índices y el pulgar de su preferencia para la barra espaciadora.

De ahí no paran. Escriben y escriben, pero sobre todo, escriben y borran. La mejor literatura se hace con la goma.

Muchos deciden trabajar de corrido, con brevísimas pausas para ir al baño o servirse más café.

Los más disciplinados evitan entrar a internet en sus horas de trabajo, a menos que el texto requiera una consulta que no tengan contemplada o previamente marcada en algún otro libro.

Muchos no comen hasta que terminan la meta que se han trazado en el día. Otros ponen en pausa la escritura, se levantan a comer (y aun así siguen escribiendo mentalmente) descansan media hora después del postre, y ese tiempo lo dedican a leer el periódico o consultar el estado de ánimo social en las redes. Luego, regresan a su ashram.

Los escritores de vocación no escriben más de cinco cuartillas en una jornada, aun si la inspiración los rapta trabajando. Revisan su texto del día e inmediatamente empiezan a corregir. Como los músicos que hacen variaciones al tema principal de su obra (recordemos que la variación es una suerte de repetición perfeccionada).

He visto escribir a buenos escritores y casi todos abandonan sus textos. Los abandonan cotidianamente porque no quedan satisfechos. Siempre hay algo más que corregir, que pulir.

La tecla que más se gasta en las computadoras del escritor profesional es la flechita del borrado.

Terminando el día, el escritor profesional sale a caminar un poco para desentumirse y limpiar sus pulmones si es que fuma.  Camina y va recordando el capítulo que hizo por la mañana. Muchas veces va hablando solo en las calles, y si de repente le llega una idea genial, se regresa a anotarla en su libreta o los más obsesivos reinician la computadora y entran a la carga de nuevo, no sea que se les vaya el hilo. No sea que esa idea luciérnaga se apague en el  momento que deciden… vivir.

El escritor profesional sabe que la literatura no es una flor ermitaña. Necesita de otras semillas para germinar. Así que el escritor profesional es también un amante del cine y la música. De la pintura y de la historia. De la ciencia.

Entonces cuando cae el sol, se sienta o se recuesta en su sillón favorito a ver series o películas. Hoy en día los escritores más prolíficos y originales se han vuelto guionistas de series delirantes cuyas narrativas son tan impecables como a lo mejor ya no lo son sus libros.

Los escritores profesionales tienen en el estigma de ser buenos, grandes bebedores. Pero en la actualidad sólo los escritores que anhelan engrosar las filas del “malditismo” se atreven a trabajar con una copa sobre el escritorio. Los escritores profesionales ya no escriben ebrios. Saben que, como los pintores beodos, al día siguiente saldrán los chancros en el azur. Los puntos blancos de sus lagunas etílicas. Por eso los escritores profesionales abren sus cantinas cuando termina la película o cierran sus sesiones de Word.

Los escritores profesionales que se van ebrios a la cama, al día siguiente emprenden una campaña atroz contra la sed, y el remordimiento los llena de ansiedad. Saben que cada copa nocturna tendrá como consecuencia un retraso en su obra. La labor será menos placentera. El sonido de las manecillas del reloj será el recuerdo del clash clash de los hielos de la cuba al golpear con el vaso.

Pero los escritores profesionales que no beben suelen tener otro tipo de problemas que resuelven, casi siempre, con pastillas.

¡Cuánto han enriquecido los escritores adictos al Rivotril a la industria farmacéutica!

Las lectoras o los lectores ven a los escritores profesionales como semidioses llenos de virtudes. Y como son capaces de construir personajes exquisitamente hedonistas, los equiparan con viriles carneros o ninfas insaciables.

Pero, ¿cómo llegan la cama los escritores profesionales?

Los lectores imaginan a sus autores favoritos embistiendo como toros de miura a sus parejas o a sus amantes. Porque algo es cierto: el escritor profesional genera una gran tensión sexual cuando llega. Es como una estrella de rock que ha olvidado su guitarra y que… nunca llenará un estadio.

¿Son tan buenos amantes como pensamos?

Siendo realistas podremos decir que casi nunca superan los atributos que le adjudican a sus personajes. Recordemos: los escritores profesionales son hombres (o mujeres) que llevan dentro novelas y cuentos. Todo el tiempo escriben. Gastan cientos de calorías en su actividad mental y muchos son depresivos o hipocondríacos. O borrachos y drogones.

Los escritores profesionales que conozco son seres atribulados y nerviosos. Viven atormentados por las grillas del entorno. Les preocupa tanto el qué dirán de sus colegas, como si fueran debutantes al galanteo de palacio.

No son hombres ni mujeres estúpidamente felices. Por lo tanto son amantes bastante ordinarios. Con noches muy buenas y noches catastróficas.

Los escritores profesionales duermen poco, y cuando duermen se llevan al sueño los nudos de sus narraciones.

Despiertan de buen o mal humor según les haya ido en el sueño. Si algo saltó en su inconsciente, tratarán de traducirlo. Si no, tomarán el primer café de la mañana leyendo el periódico; listos para abrir un nuevo capítulo de libro que, una vez publicado, desearán no haber entregado nunca.

 

Ahora bien, existe otra categoría de escritores: los escritores que no crecieron entre libros. Los escritores que encontraron en la literatura su tabla de salvación. Escritores con tanto o más ganas que los escritores de cuna. También hay escritores que deben renunciar al oficio que se autoimpusieron por codiciar la gloria poética. Escritores y escritoras que publican mucho pero que no abonan nada. Escritores que hablan mejor que como escriben. Escritoras que deben ser divas más que escritoras.

Hay demasiados escritores, lo que ha hecho de este apostolado, un oficio sobrevaluado.

De estos escritores hay mucho que comentar. Lo haré mañana. Puntualmente. Una vez que tenga el valor de adjuntarme a esa lista.

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