Resulta perturbador que parezcamos no percatarnos de las consecuencias de estar todo el día conectados a un mundo paralelo que nos impide vivir nuestras experiencias más directas, las de la vida

 

Por Pedro Ángel Palou / @pedropalou

Nunca he sido un ludita, alguien que aborrece la tecnología. Al contrario, he abrazado muchas veces en la misma carrera ciega que mis contemporáneos el último aparato, y soy un asiduo contribuyente de la plataforma Kickstarter donde ayudo, con muchos otros locos, a fondear proyectos innovadores (una tableta para dibujar digitalmente, un aparato para conservar recta la postura, una máquina de escribir mecánica que se conecta a una tableta, un papel con estática que permite pegar y quitar cientos de papeles que me sirve para planear mis novelas, y un sinfín de etcéteras que aburrirían al lector más fiel).

Sin embargo, me asombra la soledad a la que estas nuevas tecnologías nos están condenando. Me perturba que parezcamos no percatarnos de las consecuencias de estar todo el día conectados a un mundo paralelo que nos cercena las más valiosas de nuestras experiencias, las directas, las de la vida. Leo ahora que el MIT tiene un laboratorio, el Senseable City Lab que permitirá que las ciudades en el futuro monitoreen en tiempo real el excremento humano, permitiendo atacar, por ejemplo, brotes epidémicos. Estas ciudades con sensores permitirán seguir el paso y el movimiento de las muchedumbres, de los taxis, de los pasajeros, e incluso de los basureros y de lo que la gente compra en el supermercado. Esa sociedad hiperconectada que suena a una utopía macabra de Philip K. Dick está a la vuelta de la esquina y me dicen que Andorra ha firmado con el MIT un contrato para que en sus calles (no tiene muchas es verdad, y sólo ciento cincuenta mil habitantes) se haga un piloto del experimento.

No dejo de apreciar ciertas variables positivas de tener todo conectado, pero la pregunta ideológica es esencial aquí: ¿quién y para qué nos vigila? Este panóptico digital rivaliza con cualquiera de las reflexiones de Foucault en Vigilar y castigar. Las compañías que me suministran mi café favorito, por ejemplo, sabrán que me quedan los granos apenas para dos días y me enviarán por dron mi provisión. Mis hábitos y los de mis vecinos serán seguidos hasta la minucia mínima. Ya hay gente que tiene cientos de aparatos conectados por bluetooth en su casa: bocinas, luces e incluso el refrigerador. Todos participamos en varias plataformas de suscripción que nos envían cada cierto tiempo a casa cosas (en la época en que internet 2 pasó a llamarse el internet de las cosas) que supuestamente necesitamos, pero para las que ya no tenemos tiempo como comprar los suministros alimenticios e incluso la ropa. Un “experto” (eufemismo para algoritmo) nos evitará la fatiga de ir a la tienda y escoger, y de acuerdo a nuestro perfil habrá curado para nosotros el guardarropa de la próxima temporada.

¿Y si lo que verdaderamente queríamos era la experiencia de ir a la tienda, de ir al parque, de ir a escoger por nosotros mismos? Tocar, sentir, palpar, gustar, oler, antes de decidir. No, el paquete de comida ya viene precortado, incluso con las recetas que hay que seguir al pie de la letra para tener la comida perfecta. ¿Y el vino? Otra compañía se ha encargado de mandarnos su selección del mes perfecta para nuestros maridajes. Ciudad plataforma, casa sincronizada, seres robotizados. Orwell seguramente estará riendo de nuestra poca conciencia post 1984.

En sus Crónicas de Londres –a donde nunca fue– Edgar Allan Poe escribió su asombro por las multitudes que le venía de su adorado Baudelaire y del  flâneur. Lo que lo maravillaba era el anonimato de la muchedumbre, el no ser nadie, pasar desapercibido mientras se entra en contacto con miles de seres humanos. Cientos de miles, a decir verdad, en la ciudad contemporánea. Ese contacto forzado ya no existe. Puedo comprar mi café con una app y no hacer cola, con ver a nadie. Está esperándome con mi nombre, lo tomo y me voy o me siento. Si me quedo allí me conecto de inmediato a internet, me pongo mis audífonos y empiezo a textear o a surfear la red en un infinito no poder estarse quieto.

Y aquí llego al centro de mi relato. O de mi diatriba. Estudios demuestran que hemos perdido la capacidad de estar solos. En productiva soledad, como la que deseaba Fray Luis. De hecho, son reveladores: empezamos a perder la cordura (lo digo en serio, está comprobado) a los seis minutos de soledad total, sin celular, sin podernos conectar a nada ni hablar con nadie) y a los 15 minutos, de verdad, empiezan las ansiedades de quien ya ha perdido la cabeza. ¡15 minutos nos separan de la supuesta cordura de la conexión maniática a la locura de no podernos estar con nosotros mismos!

Y si perdemos esa posibilidad, creo, lo hemos perdido todo.

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