Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria

Entre ser médico y santo, Ruy Pérez Tamayo, eligió ser médico, porque el médico “sí trabaja” y debe prepararse, estudiar, explorar objetivamente los padecimientos humanos. Esa fue una de las estruendosas afirmaciones que le escuché decir en una reciente tarde en su visita a Morelia al autor de La etiología del cáncer. Los milagros no curan, entendí. Los santos no existen, me quedó muy claro. Y a lo que Ruy le apostó en su vida, fue a las certezas y verdades objetivas que la ciencia siempre ha buscado. Su inteligente sugerencia, tiene un trasfondo con todo un alegato que en otros momentos, se ha discutido sobre los medicamentos y tratamientos “milagro” que ha explotado los bolsillos, a nombre de la ignorancia y avalada conscientemente, por las diversas autoridades religiosas. Y esta vez Ruy, desde su brevísima aseveración, dejó en clara la diferencia entre el médico y el santo, como una lápida que cae con el concreto de la verdad seca, dura e irrefutable.

Desde su gran experiencia, Ruy ofreció a un público nutrido de estudiantes de Ciencias médicas y Medicina, en la sala audiovisual del Conservatorio de Las Rosas, e invitado por el Seminario de Cultura Mexicana (Corresponsalía Morelia), una espléndida charla. Divertida y puntillosa, su habilísima expresión y su claridad de pensamiento, mucho me recordó otras de sus charlas, en las que he estado con el científico, en mesas de comida o café y sobre todo, el magnifico humor con el que hace dos años nos encontramos en una comida conmemorativa de La Voz de Michoacán. La sabiduría y la autoridad con la que asegura aquello, en lo que cree y en lo que ha cifrado su trabajo y sus pasiones, me daba la impresión de estar frente a un hombre que podía entender de verdad, la vida humana por dentro y a fondo. Y recordé también, que a principios de los años noventa –gracias a la intervención de mi amiga Alexandra Sapovalova–, le hice a Ruy, una entrevista que nunca publiqué (y tal vez guardo), en la que conversamos sobre su cercanía con la literatura y las artes, y muy claro recuerdo que hablamos de algunos dramaturgos ingleses, de los novelistas del siglo XIX, de los poetas románticos que fueron de su interés como lector que ha sido. Me habló de lo importante que son las artes para el desarrollo humano. Su aprecio por la pintura y su coincidente gusto por José Clemente Orozco, que según me dijo, estaba entre los mayores de la plástica mexicana, la recuerdo con la misma alegría de creer aún que Orozco es el mejor. Me acuerdo de aquella charla en la que durante el desayuno, hizo un recorrido sobre las obras de teatro, las novelas y los poetas ingleses que había leído y amaba. No olvido la emoción y el entusiasmo cuando me habló de Shakespeare. Tampoco he olvidado el brillo de sus ojos al hablar de la música, que es otra de sus pasiones y el extenso recuento que me hizo de los autores que admiraba.

Pero vuelvo a la charla reciente de Morelia en la que lo primero que dijo Ruy, fue que se alegraba de estar en el Conservatorio, porque él hubiera querido ser músico. Su padre fue un violinista nacido en Mérida, que un día enfiló rumbo a Tampico –donde Ruy nació– y en donde vivió hasta el famosos ciclón del 33, año en que abandonaron aquella ciudad que se había inundado y en la que lo habían perdido todo. Ruy nunca olvida aquellas imágenes de la catástrofe, pero sobre todo tiene grabada la imagen de una edición de “El Quijote” con las ilustraciones de Doré flotando “como un sapo” muerto en la sala de su casa inundada. Todo se perdió, menos el violín de su padre porque lo guardaban en un sitio alto, al que por fortuna no llegó el agua. Ruy siempre quiso ser músico, pero en el momento de decidirlo y entrar a la escuela de música, sus padres se opusieron y le sugirieron ser médico para que no pasara una vida de dificultades, como suele suceder con los músicos. Y fue médico como uno de los mejores amigos de su padre, quien le dijo a Ruy, que sí, que se hiciera médico:

–Pero de los mejores como yo –le dijo el médico amigo de su padre.

Y se hizo médico por una nueva convicción y un interés que le apasionaría, cuando tomó clases –por recomendación de su hermano mayor, médico también– con el doctor Costelo, “uno de los regalos que el franquismo le hizo a nuestro país” entre los brillantes trasterrados que llegaron a México.

Más tarde su interés por la investigación despertaría en Ruy, gracias a su amigo Raúl Hernández Peón, cuando lo invitó a su casa y le mostró el laboratorio que él había construido y las practicas con un gato anestesiado. Ruy quedó fascinado al ver aquella aventura científica de su amigo, incluida la enseñanza de la técnica para cazar gatos, que consistía en colocar en la azotea una bolsa y un palo que mantuviera la bolsa abierta, a manera de trampa y con una esponja mojada en valeriana que atraía a los gatos hasta hacerlos caer dormidos de inmediato, para después, llevarlos a la plancha y observar el ritmo cardiaco y el comportamiento de su organismo con diversos medicamentos y sustancias. Ruy y su amigo Raúl, estaban deslumbrados con los experimentos con aquellas observaciones científicas que los deslumbraban y que fueron la causa que ya no abandonaran los laboratorios y la investigación científica.

Llegaba a su fin la charla porque eran las siete de la noche y Ruy se despidió, porque debía cumplir una cita con Ricardo su hijo, que lo esperaba en el bar del hotel.

–Y eso –dijo Ruy– es muy importante, porque es la hora de güisqui. º

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