La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Hay nubes que se estacionan por largas temporadas encima de ti.
Parece como si fueran siguiéndote a donde vas.
A pesar de que el sol brilla y es primavera para todos, esa nube cargada te acompaña y te hace sombra.
Días malos. Semanas de esterilidad total. Nada resulta como quieres.
¿Perdiste tu trabajo?
¿No logras concentrarte para sacar las diez cuartillas diarias que estás acostumbrado a escribir?
O simplemente te manejas en un perpetuo tono menor esperando que, por ósmosis, tu vibración suba a un nivel inaudito capaz de reventarle los tímpanos a los demás.
La nube es esa espera de buenas noticias que no llegan. Un cambio de horario agrava la situación. Tu padre ha recaído en el vicio… y no, no hay nada que puedas hacer porque ese caos es, paradójicamente, perfecto y oportuno.
¿Cómo se puede vivir feliz de esta manera?
Una de las primeras novelas que leí en mi vida fue Cándido, de Voltaire.
No sé bien cómo llegó a mis manos. Lo que sí recuerdo es que la devoré de una sola sentada durante la pinta obligatoria que me daba los martes. Huía de la escuela porque me daba una flojera espantosa.
¿Qué era mejor? ¿Escuchar a mis maestros de literatura dejándome como tarea hacer un resumen de “El don de la estrella” de Og Mandino o irme a vagabundear al zócalo y leer a Voltaire por mi cuenta?
Andaba sola ese día. Raro. Yo nunca ando sola. Tal vez no hallé comparsa para ir al billar como siempre hacía cada vez que me fugaba de la escuela.
Seguro que no comprendí el mensaje ulterior de la historia de Cándido, ni el contexto en el que fue escrita. Sabía quién era Voltaire porque uno de esos días milagrosos en los que sí entré a clase de historia, la maestra daba una cátedra soporífera sobre los personajes de la ilustración. Ahí fue la primera vez que escuché el nombre de Voltaire.
Así que no puedo jactarme de haber entendido cuáles eran los motivos de Cándido para pasárselo huyendo, pero sé que en ese momento me llenó de optimismo. Finalmente ese es el subtitulo de la obra: “Cándido o el optimismo”.
Pese a todas las desgracias que iban ocurriéndole en el camino a nuestro héroe, tenía muy de cerca a un sabio quien iba repitiéndole como mantra “todo está perfecto”. Entonces Cándido se sacudía el espanto o la desesperación y seguía adelante.
Estamos hablando que yo tenía aproximadamente 14 años y no se me había pasado por la mente que algún día mi camino se iba dirigir hacia las letras. Como muchos escritores, mi primera pasión fue la música. Una pasión frustrada.
Lo que tengo perfectamente fresco en la memoria es a un par personajes de Cándido: Cunegunda y la vieja.
Cunegunda era la confirmación de que la vida de Cándido no era ni por mucho la más jodida. A Cándido lo habían expulsado del castillo donde se crío por haber besado precisamente Cunegunda.
Pasan mil calamidades. Cándido es azotado, desterrado y cree muerto a su preceptor Pangloss…
Con el tiempo se reencuentra con su amada, que ya no es la doncella de palacio sino una sobreviviente de guerra.
Quien rescató a Cunegunda fue una vieja aún más desgraciada. Una vieja que a su vez también había nacido y vivido en un castillo. Luego llegó la guerra, el castillo fue invadido y la echaron fuera como a un paria.
A esta vieja no le faltaron dramas, pero lo que siempre recordaré (y sin haber releído hace casi veinte años el clásico de Voltaire) es que a la vieja le habían cortado una nalga para comérsela durante la hambruna.
Finalmente Cándido y Cunegunda unen sus vidas y compran su casa. Cándido sabe que “todo va perfecto” mientras cosecha sus primeros frutos del huerto. Fin de la historia.
¿A qué voy con esto?
A la nube. A la nube del principio. La nube que se nos instala arriba de la cabeza. La nube invisible…
No hace falta leer ningún libro de autoayuda ni someterse a rigurosas terapias para asumir que la vida, que cada vida, presenta sus propios episodios de calvario.
Los grandes literatos nos regalan este tipo de narraciones donde el metatexto desvela la profundidad la historia.
Así pues, cada mañana despierto y en lugar de practicar respiraciones profundas y meditaciones trascendentales (como lo hacía antes sin éxito), pienso en la pobre vieja que rescató a la pobre Cunegunda, amada del pobre Cándido.
Pienso en la vieja más que en Pangloss y que en el propio Cándido y el propio Voltaire, porque eso de perder un miembro debe ser terrible.
Sea lo que traiga la mañana: nubes densas o cielos enfermizamente azules, me contento en imaginar que ningún drama doméstico o laboral pueden equipararse a la suerte de la pobre vieja a la que unos bárbaros le cortaron la nalga.
Esas son penas y no las pataletas burguesas que puede hacer uno por estar en medio de una mala racha que, como toda nube, pasará.
