La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Imagina que tuviste ciertos traumas sexuales desde la niñez.
Imagina, más específicamente, que fuiste un niño cuyos padres eran sumamente estrictos.
Que en tu casa se hablaba poco o nada de sexo. Que no creciste cerca de primas ni primos o hermanos con los cuales poder explorar esos temas. Eras un niño más bien taimado; lo que llamarían tus padres “un buen hijo”.
Fuiste creciendo y en plena adolescencia descubriste que, en determinado punto ciego del jardín vecino, podías mirar a tu tía, la más cachonda de tu familia, desnuda. La podías mirar y ella no lo sabía. La podías mirar recorriendo su habitación, cambiándose de ropa, peinándose, paseándose en toalla, dejar caer esa misma toalla en la cama. Quizás tocándose. Con suerte, tocándose lascivamente…
Ese era tu secreto: que podías mirar a tu tía como nadie la veía. Al menos como tú no la podías ver cuando iba a tu casa y se sentaba a tomar el té con tu nefasta madre mojigata.
¡Ay, tu tía! La más joven. La de la piel más tersa.
Ella no sabía que la observabas, pero tu risita le generaba cierta inquietud. Te sentía más cercano sin saber por qué. Y tú, que sí sabías el porqué, te volviste el sobrino más mono y complaciente. Aunque también el más celoso.
Al penetrar (aunque sea de manera clandestina) en su intimidad, creíste que ella te pertenecía de algún modo. Y sufrías. Sufrías a la vez que gozabas a la distancia de esas imágenes lúbricas
Un día creces definitivamente. La tía envejece (evidentemente). Estudias una carrera. Tienes tus primeros encuentros sexuales. En algunos fracasas y en otros no.
Conoces a las chicas que te atraen. Sales con ellas. Intentas seducirlas con las mieles del romanticismo. Dos o tres caen. Pero la que más te gusta, te desprecia porque cometiste una torpeza.
Ahora ya eres un hombre y te casas con lo que tu madre aprueba como una “buena mujer”. Y lo es. Uno nunca se casa convencido de que su futura esposa es una arpía.
En todo ese tiempo transcurrido (de carrera, primeros escarceos, fracasos, trabajos mal pagados) pensaste que no hallarías a tu media mitad, hasta que te topas con esa “buena mujer” que será la madre de tus hijos.
En esos años ajetreados no has dejado detrás la manía de mirar. Sí. Eres lo que se conoce como un voyeur. Lo asumes. No te avergüenzas en absoluto porque crees que el vicio de mirar no es un vicio sino un ejercicio casi antropológico. Miras para estudiar el comportamiento que los demás tienen en la intimidad: cuando la gente cierra su puerta y se queda sola o en pareja.
Miras como una manera de entender no sólo el mundo ajeno, sino el propio. Y claro, esa observación meticulosa te complace físicamente. Te regocijas en las perversiones de los demás. Te gusta la sensación de ser juez y parte. Un Dios en el poder. Invisible, aunque capaz de participar en los hechos.
Eres un voyeur, y esa mujer (que es una “buena mujer” y que has elegido bien) lo sabe. Y algo mejor: lo aprueba y te lo fomenta.
Una “buena mujer” es, seguro, una gran cómplice.
Tu mujer y tú comparten, además de cama, comida e hijos, un plan: comprar un hotel y acondicionar en ciertos cuartos unas rendijas por las cuales podrás mirar a los huéspedes. Unas cabinas de observación perfectamente blindadas para que tu curiosa presencia no se note jamás. Podrás ver qué pasa en las sábanas de parejas, individuos solos, camioneros, negros, gordos, gays, lesbianas, pedófilos, zoofílicos. Lo verás todo sin que nunca nadie te reclame.
Los clientes elegidos para tu experimento los seleccionará tu propia esposa al registrarse. Deberán ser personas que a ambos (a ti y a tu esposa) les parezcan atractivos e interesantes.
Tu hotel de paso se convertirá en el centro voyeurístico más importante. Nadie saldrá afectado pues será imposible que los conejillos de indias se percaten de la invasión.
Imagina…
Imagina que puedes hacer eso. Que vas a ser el testigo más importante de las horas más importantes de un ser humano. Verás cómo entran, cómo se hablan, sus hábitos higiénicos. Los verás entrar y salir del baño. Verás si la mujer hace pipí de lado o de frente. Verás si el médico es más sucio que el trailero a la hora de pedir hamburguesas al room service. Verás a la secretaria de tu ex jefe cogiéndose al socio de su amante. Verás quizás a las maestras de tus hijos desplegando toda su sensualidad con otras maestras. Verás también lo triste que es un matrimonio después de determinado tiempo. Lo patético que resulta a veces las parejas extremadamente apuestas: esas que sus egos enormes les impiden tener un buen coito. Verás aberraciones. A tu nariz llegarán los olores del sexo. Todo eso verás y muchas veces bajarás decepcionado: cuando pasen los minutos y la pareja no se hable, no se mire, no se toque. Cuando te des cuenta que los hombres comúnmente eyaculan a los 5 minutos. Cuando veas cómo la linda mujercita que se registró, resulta ser un hielo. Cuando veas que durante las visitas al motel, las parejas invierten más tiempo en ver televisión que en hacer el amor.
Verás tullidos, maltrechos, impotentes, frígidas.
¿Y qué harás entonces?
Si tu manía la consideras como un estudio, tendrás que dedicarle tiempo a las notas. Deberás sacar estadísticas. Tendrás que crear un método serio.
Sí. Eres un voyeur y obviamente te estimulas y te masturbas viendo todas esas escenas. Y como eres afortunado y tu mujer es una “buena mujer”, puede que hasta practiquen a manera de espejo lo que sus ojos están husmeando. Harán el amor con sigilo. Con la magia de la clandestinidad. En silencio. Subiendo el grado de excitación.
Eso será la coronación de tu vouyerismo: transcenderlo. Dejar de ser un ente pasivo que observa. Podrás participar de esa ceremonia. De la ceremonia íntima (decadente o no) de los otros.
Así pasas años. Eres un hombre feliz. O más bien, eres el hombre voyeur más feliz del mundo.
Tu hotel es un éxito, pero lo es más tu escrupulosa observación.
Has visto de todo. Lo que nadie ha visto. Lo que muchos pagarían por ver. Y algo mejor: has registrado todo en tus cuadernos.
Ahora tienes que hacer algo con eso. Tu esfuerzo y tantas horas de intensa observación no han sido en vano. Debes compartirle al mundo tu aprendizaje, porque, en efecto, ahí acostado has aprendido más que nadie sobre la así llamada naturaleza humana. Debes abrir ese secreto. Tienes que buscar a alguien que traduzca seriamente todo ese cúmulo de visiones. No cualquier charlatán. No vas a buscar a un simple aficionado a la puñeta que sólo va a calentarse con tus apuntes. Deberá ser alguien serio. ¿Un periodista? Puedes ser. Pero mejor un escritor; él sublimará el texto.
¡Eureka! La opción más acertada: un escritor de “non fiction”, es decir, un periodista-escritor.
Lo encuentras. Mandas una carta planteándole el tema. Es más; hasta lo invitas a tu cabina de observación para que compruebe que no es una tomada de pelo.
Es una buena historia, sí… y los escritores profesionales son morbosos y saben olfatear las grandes historias. Has escogido al mejor en su género. Un tal Gay Talese…
El viejo dandy acepta visitar tu hotel. Lee tus manuscritos.
Como buen escritor se plantea los problemas ulteriores que pueden desencadenarse de una historia así. Porque todo es completamente verídico. Los lugares, los nombres, las fechas, las personas. Él no escribe ficción. Él retrata la realidad.
Acepta. Tus relatos serán editados y contados magistralmente por la mejor pluma. Estás feliz. Ya no eres sólo un hombre feliz, ni el hombre voyeur más feliz, sino que eres el hombre voyeur exhibido más feliz del mundo.
Y más feliz porque tus “delitos” han caducado. Nadie te perseguirá por haber violado la intimidad de miles de personas. Tu abuso de confianza no te llevará a la cárcel. Serás un voyeur impune, como deben de ser los buenos voyeurs.
Sólo una cosa inquieta al escritor que has elegido para que tu sesudo estudio sobre el comportamiento sexual de la gente se dé a conocer a este mundo en tinieblas: una vez, hace muchos años, fuiste testigo de un asesinato. Viste cómo mataban a una mujer en la habitación de tu hotel. Y te quedaste callado. No pudiste dar parte a las autoridades pues, al desenmascarar al villano, tendrías que haberte delatado a ti mismo.
Tu carrera voyeurística se hubiera ido al caño, así que preferiste callar.
Callar y seguir observando todo hasta sus últimas consecuencias.
Imagina…
Tus historias ya están publicadas. Gay Talese tuvo que confrontar a varios periodistas porque en su historia (que es la tuya) existen pasajes incomprobables. Talese flaquea y ya no cree en su fuente, es decir, en ti.
¡Pero qué más da! El libro está en la plaza pública y es un best-seller. Lo titularon “El hotel del voyeur”.
Lo lograste. Dejaste de ser el niño castrado que fisgoneaba a su tía para convertirte en el mirón más grande del mundo.
