Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria

Yo también “lo niego todo” y me quedo sin nada, ante un pasado en el que me equivoqué o no, eso qué importa. Me quedo sin nada de aquel tiempo en el que cometí errores, o en el que creí acertar o acerté. Me quedo sin nada, cuando reconozco que mi pasado estuvo gobernado por espejismos y cuando fui un crédulo y esperanzado habitante de una historia de la que el único responsable, fui yo. Lo niego todo, como hace Sabina en su canción que mucho parece despedirse de su historia, aunque no de su vida.

Cuando se niega la historia que ha pasado, habla del desánimo y la desazón de un hombre. Cuando logramos decir que ya nada importa y se niega todo –no porque se desconozcan las cosas sino porque ya no importan–, debe reconocerse la decisión, como un alejamiento del mundo. Y lo veo como un signo de la deducción en la que se sabe que ya no importa y porque además, son gajos de la historia irrecuperables, en ese sueño de no querer seguir la vida rumbo al desfiladero del futuro.

¿Cómo decidir negar aquellos labios en flor de una muchacha, bajo la penumbra de los ojos cerrados de la adolescencia? ¿Cómo lograr negar las primeras manos apretando una espalda deliciosa, que vive ya solamente en el aire de la memoria? ¿Qué queda de aquello? Nada, ni rastro alguno o al menos páginas manchadas por los días. Mejor negar que somos lo que se dice por ahí, porque es muy fácil escuchar afirmaciones gloriosas de nuestras aventuras como grandes proezas.

La canción de Joaquín Sabina que da título a su disco reciente (Lo niego todo, 2017), tiene ese otro sentido, porque inicialmente, lo que Sabina niega, es lo que se ha dicho de él, un hombre público e influyente en la historia de muchos. Y lo creo, porque Joaquín no es “el Dylan español”, ni el “profeta del vicio” ni el “rojo de salón” y esa retahíla de adjetivos que le han dicho que es. Y ante tales afirmaciones, lo niega todo, “incluso la verdad”. Joaquín lo canta como si de verdad quisiera quedarse solo en ese sitio de la soledad absoluta, que tanto apacigua a un hombre que ha sabido perderlo todo. Y yo pienso en la muerte de las cosas que hice, en la muerte de los seres que he perdido, en la muerte de los momentos que me dieron los mejores poemas que escribí, en el hálito del amor que creí que permanecería para siempre, en ese aroma del amor apasionado que me poseyó como una bestia que devoraba a pedazos un cuerpo que pronto fue nada.

A veces sueño mucho a una mujer que me olvidó y las manos vacías de la mañana, me reciben con un amargo café, que me sigue dando recuerdos que debo escribir, pero son nada, o son eso que la poesía como espejismo, parece devolverme, pero de verdad, son nada. Son nada aunque lo afirme, aunque lo crea y mejor, negarme a seguir creyendo que la luz de sus ojos volverá, que aquellas tardes azules con la suave música de su cuerpo, volverán de nuevo a salvarme y a reconstruir al menos el esqueleto viviente de un recuerdo. Pero nada es cierto y no queda más que mentirme en la memoria y escribir negando, decidido a reconocer que ya todo se ha perdido; allí está la única poética de la vida que nos hace planear milagros futuros que después serán lo mismo: nada. Entonces ¿Por qué no negarlos? Si en la parte final de la vida, es fácil negar las cosas que ya no son, porque es mejor quedarnos en la apacible soledad que llega, cuando miramos atrás para no desearlo todo, evitar la nostalgia, andar “ligero de equipaje” y por las calles de la edad, dar vuelta en las esquinas limpias de culpa, de recuerdos y callarnos, y repetir el poema de Sabines: “y no tengo ganas sino de mirar y mirar”.

Y lo niego todo, aunque todo lo siga deseando y el deseo se consuma con tan solo cerrar los ojos, humedecer los labios en un orondo vaso de güisqui y expulsar la tristeza por el drenaje de algunas palabras en el cuaderno, que también ayuda a negarlo todo. Y me dirán que escribir es recuperar lo que la memoria y la imaginación cocinan, pero eso, precisamente eso, es mentira.

He escuchado con insistencia el nuevo disco de Joaquín Sabina y puedo saber que en la mayoría de las canciones, puede verse el pasado como lo irrecuperable, como aquello que ya ni nostalgia produce a quien lo nombra, pero sí tristeza, aunque sosegada. Me estremece como suele estremecer la verdad, cuando Joaquín se ve al final de su vida, “como una puta vieja hablando con sus gatos”. Y pienso en el final de la vida de muchos de nosotros –los de una generación que ya comienza a ver el final–. ¿A qué otros animales les hablaremos, como hablan esos seres desvelados que lo perdieron todo? ¿Por qué ventanas de lo que nos queda de vida, miraremos el vacío del presente con “lágrimas de mármol” y miraremos pasar los ríos que no se detendrán? Son preguntas como martillazos al corazón.

Yo lo niego todo, como se niegan las vergüenzas, como se niegan las cosas privadas que no quisiéramos repetir, como el amor, como la pasión, como los besos idos, como las carnes encendidas por el deseo y los sueños de que el mañana será mejor, o como se niegan los trapos húmedos que cuelgan en el tendedero del olvido. Por eso, también yo lo niego todo, incluso la poesía –que creí– era verdad. º

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *