Pobladores de los municipios que integran el llamado triángulo rojo pasaron de ser campesinos y albañiles a chupaductos;  el rompimiento del tejido social es la consecuencia más profunda a resolver

 

Garganta Profunda

Por Arturo Luna Silva /@ALunaSilva

El sueño de todo aspirante a escritor es ver publicados sus textos.

Amanecer un buen día y… ¡guau! Que ahí estén, al fin, materializadas todas las horas-nalga invertidas a una historia o un ensayo. Sea inmundo o no el texto. Sea una basura o una obra maestra, la publicación lleva a un súbito paroxismo (aunque nunca duradero) al autor.

Sucede algo parecido, aunque a menor escala, cuando ese mismo aspirante a escritor comienza a trabajar en algún periódico y ve por primera vez en papel alguna crónica o un reportaje. La emoción es increíble pues será algo que no sólo leerá su madre y su abuela, sino una buena cantidad de personas. Mínimo varios distraídos adictos al café o los escrupulosos lectores de diarios (estos últimos sí sabrán discernir si el autor tiene futuro o no, cosa que su abuela y su madre no podrán hacer).

Por alguna extraña razón que ni tú te la crees, llega ese día precioso. Tu novela o tus cuentos fueron publicados y no por cualquier editorial rascuache, sino por un monopolio gigantesco, El Monstruo editorial que publica a todos los monstruos de la buena literatura, pero también, obvio, a las Gaby’s Vargas y a los Jordi’s Rosado que tantísimos libros venden. Los superventas están ahí. Son, como quien dice, tus vecinos. Tú lo sabes y sientes que por fin te hará justicia la revolución. Crees, oh, iluso bardo, que tus textos serán leídos por los millones que leen a García Márquez o a Jorge Bucay.

En el fondo sabes (porque tu madre y tu abuela te dijeron) que escribes un poquito mejor que Bucay (aunque nunca mejor que el Gabo) o que mínimo tu texto es menos tendencioso o no es una invitación abierta para masturbar las mentes de miles de incautos que necesitan que un petimetre les diga cómo resolver sus patéticas vidas con frases trilladas que sólo hacen “reflexionar” a las señoras que se casaron a los 16 años para salir de sus provincianas casas.

Te ha publicado un Monstruo y eso también te hace monstruoso. Formas parte del él y te excita imaginar que eres aunque sea un padrastro de la uña del mismo.

Crees que el Monstruo, por llevarte dentro de su cuerpo, va a hacerte crecer, o que hará brotar de su organismo otros monstruitos que se pongan contigo en la vitrina.

Te han publicado. Alguien que habita en las entrañas del Monstruo vio algo en ti. No se sabe bien qué. Puede ser que sí, que en verdad seas un portento. O puede ser que no, y que sólo seas un producto menor al que, con un poco de gracia y mercadotecnia, van a inflar.

Las circunstancias y los criterios que llevan al Monstruo a publicarte son tan misteriosos como los caminos del señor.

¡Ya está! Te han publicado. Ahora no sólo tu abuela y tu madre tendrán el libro. Lo comprarán también los tíos inmamables que todo el tiempo le decían a su hermana (o sea, a tu madre) que eras un fracasado.

¡Con qué gusto y placer firmarás esos libros, chingá!

Les pondrás una frase lapidaria como:  “Este ejemplar de… va dedicado al tío Lupercio, que tanta fe tuvo en mí.

Con cariño, tu sobrino El Babotas.

¡Tómala!

Y tu madre y tu abuela, que no saben que acabas de ser devorado por un Monstruo, y no sólo has sido devorado, sino que previamente te ha empinado para sodomizarte, estarán felices repartiendo ejemplares del libro a sus comadres y a sus vecinas y a sus demás familiares; mismos que no abrirán más que la primera y la última página del mamotreto sólo para comprobar que los hayas incluido en tus agradecimientos.

Así transcurrirá el primer año. Un año en el que tus pies se elevan del piso debido a las presentaciones, a los programas de radio donde te invitan a hablar de la obra. Un año de cocteles gratis. Un año en el que vas conociendo a los demás habitantes del leviatán que te ha deglutido completo.

Y a mitad de ese supuesto año glorioso, entre trago y trago, recuerdas que tu chamba es escribir. Okey, ya te publicaron tu ópera prima, pero debes necesariamente arrancar con otra novela u otros cuentos para que los lectores no te olviden (si es que causaste el mínimo impacto en ellos). Además piensas que el Monstruo necesita más carnita tuya para poder subsistir (ajá). Y te pones a escribir, ahora con una disciplina más espartana. Escribes y escribes y crees que lo que escribes es mejor que lo anterior.

Termina el año y otro buen día recibes un mail con el desglose de tus ventas.

Antes de abrirlo ya te estás saboreando los miles de pesos y empiezas a proyectar tus gastos: tanto irá a pagar mi deuda con Telcel, tanto me lo gastaré en esos bellos zapatos que no me he podido comprar, tanto lo voy a ahorrar, y este piquito va para mi sacrosanta madrecita: la única que de verdad leyó mi libro y creyó siempre en mí.

Tomas un sorbo de café, enciendes tu cigarro, bajas la ventana que tienes abierta en Word con tu nueva obra que algún día brillará en los ficheros como un incunable y…

¡Kabooom! ¡Zas! ¡Rájale!

No entiendes qué pasa. Algo está mal. Se debe haber equivocado la pendeja que redactó el mail. ¡No, no! Esto es imposible, ¡si yo soy el heredero legítimo de Roberto Bolaño, coño!

Te aclaras la vista con las manos, te tragas el gargajo que se te ha juntado en la garganta por tanto alquitrán, y verificas línea por línea el desglose de cifras.

Sabías que El Monstruo era un troglodita insaciable, pero nunca pensaste que te dejaría más famélico que la anorexia a la pobre Karen Carpenter.

En pocas palabras, el reporte dice:

Se vendieron tantos libros de tal fecha a tal fecha. De esos libros te toca el 10% menos la retención de impuestos.

Total que tus sueños se vuelven un montón de piedras (sí, como el señor Páramo de Rulfo que tanto y tanto vende) y piensas que tus tíos, en especial el prángana de Lupercio, el huachicolero y Yadira, “la cabaretera avinagrada”, tenían razón: los libros no pagan… chupar petróleo y encuerarse, sí.

Adiós zapatitos y que se joda Telcel, pero, ¡ah, cómo duele decepcionar a la jefecita! ¿Ahora con qué cara le dices que no va a poder ir a su viaje a Juquilita para dar gracias por tu éxito? Y ella, ¿qué les dirá a las vecinas y a las comadres y a los tíos? ¿Que su esfuerzo por mantener al escribiente no rindió los frutos que esperaba y que cobró una cantidad risible por su “gran obra”?

Pero bueno… un escritor de verdad no publica por di-ne-ro. O al menos eso se cree.

¿De qué viven entonces los escritores, hijo?, pregunta tu madre.

Pues de dar clases, de sus conferencias (si es que hay alguien que pague por oír a un paria), de escribir guiones para anuncios de gelatinas, de sus columnas periodísticas (si es que trabaja en un periódico que no te salga con que tus textos son “colaboraciones”) de sus madres…

¡O de sus maridos!

Publicar con El Monstruo tiene sus pros y sus contras.

Los pros son en realidad una suerte de blof, ya que el mundillo literario es como una casa de citas gigante donde se eleva a los altares a la nueva puta hasta que llegue otra a desbancarla.

Ante este panorama que aniquila el espíritu, yo te pregunto, joven promesa literaria: ¿para qué quieres publicar?

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