La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Una lacra escolar, ¿a qué maestros recuerda?

Sin duda, como buena lacra, recordará a sus víctimas. Al maestro de cálculo al que le pegaban colas. A la maestra de historia que hacía rabiar contestándole héroes de la independencia que en realidad fueron de la revolución. Al profe de química al que reprendieron por una súbita explosión en el laboratorio. Al de computación, claro, porque gracias a él o a ella, a la lacra, lo echaron por permitirle ver pornografía a los alumnos.

Pero una lacra también recuerda a los buenos maestros, o a los que él o ella cree que fueron buenos. ¿Y qué es un buen maestro para un inadaptado? Aquel que lo ayudaba a pasar. El que le perdonaba sus faltas. El que se dejaba sobornar.

Los buenos buenos maestros no son reconocidos por las lacras. A esos los poneran siempre solo los alumnos de excelencia. Los que saliendo de la prepa ya sabían lo que querían estudiar.

Un excelente profesor ayuda, oh sí, a que los alumnos encuentren su vocación.

Un buen maestro también pudiera ser un maestro estricto, lo que en el salón de clases es conocido como un profe ojete.

Yo tuve muchos profes ojetes que me castigaban a cada rato. Profes que no se dejaban sobornar y que me mandaban reportes cotidianamente.

A esos maestros les debo una disculpa porque con el tiempo me tocó dar clases y entendí su amargura natural.

Con eso lo dije todo: yo encabezaba el grupo de lacras de mi generación. Digamos que pasé la prepa gracias a los que una ladilla en potencia considera un buen profre; los profes barcos. Los otros, los buenos buenos, esos no ayudaron en nada. Sólo retrasaron la salida de mi certificado.

Pero no debo ser injusta. La realidad es que sí tuve una buena maestra, que no era barco. La maestra a la que todos (ñoños, matados y malandros) adoraban. Y era una buena maestra. Buena buena y buena chida, es decir, buena para enseñar y buena para regresar al corral a las ovejas perdidas.

Esa maestra daba arte. Era una artista total que había viajado por el mundo y estaba tatuada y nos hablaba con un lenguaje alivianado. No por ello era una profesara anodina o frívola, sino todo lo contrario.

Fue la primera mujer culta que conocí y de inmediato se volvió en mi ejemplo a seguir.

Para seguir su ejemplo lo primero que hice fue tatuarme. Recordemos que yo era una lacra y las lacras primero aprenden lo fácil.

Con el tiempo me interesaron mucho sus clases y sin temor a equivocarme afirmo que fue gracias a ella que terminé la prepa.

De ella, de Guille, aprendí mucho: a hacer bastidores, a diferenciar las grandes escuelas de pintores…

Fue mi maestra favorita de toda la vida.

Pero lo que más recuerdo de ella fue una charla personal que tuvimos.

Yo pasaba por mi primera gran desilusión amorosa. Era un mar de lágrimas.

Ella se acercó a preguntar qué pasaba. Le conté todo con pelos y señales. Le dije que aquel rufián era el amor de mi vida, mi primer amor.

Sorbiendo su café, con una calma imperturbable me dijo lo mejor que me hubieran podido decir, y esa fue la mayor lección que me dio en todo el tiempo que convivimos.

Me dijo: ¿Primer amor?, ay, mija… El que importa es el último.

Y tenía toda la razón.

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