El autor realizó un pequeño ejercicio cuentístico para cerrar el mes, como homenaje al cuento el otro yo, de Mario Benedetti, uno de los más destacados narradores latinoamericanos del siglo XX
Carta de Boston
Por Pedro Ángel Palou /@pedropalou
Poco tiempo después de levantarme esa mañana me percaté que yo no era yo pero sí era yo. Suena confuso, pero estaba clarísimo. Yo estaba en mi cuerpo, era mi rostro, mi exacta estatura, mis mismas extremidades, pero no se trataba de mí, sino de otro. Un ser extraño que habitaba en mi cuerpo, y lo hacía moverse de manera extraña. Porque esa fue la primera clave de que yo ya no era yo: caminaba de manera pausada, con los brazos lánguidos colgados a los lados de mi cuerpo, algo absolutamente ajeno a mi trajinar siempre deprisa y con los brazos medio levantados ayudándome a la marcha. Y no sólo eso, la languidez no era, como puede suponerse, pesada. Al contrario, me invadía (debo dejar de usar la primera persona, ¿verdad?, si me refiero a otro), o mejor entonces le invadía a ese que no era yo una ligereza insospechada. Flotaba en el aire, ligeramente suspendido del piso, como si no fuera ya de este mundo y no requiriese de poner los pies en la tierra.
Había salido temprano rumbo al trabajo, tomado el mismo autobús de siempre, vestido con idéntico traje, mi corbata usual. En el portafolio, seguramente, los papeles aburridos de la oficina que había llevado a casa para revisar de noche. Al carecer de pareja no había quien, en casa, hubiese podido comprobar la mutación. Y tampoco es que los habituales del trayecto me reconociesen nunca o que entablase conversación con extraños. Así iba yo, desconocido de mí mismo. O así iba él, ése que no era yo, rumbo al lugar –es curioso– que sí es mi lugar. ¿Pensaría sentarse en mi mismo escritorio, realizar mis tareas?
Al llegar noté cierto tono solícito, muy distinto al común. La secretaria me trataba con deferencia, me ofreció café y tomó mi cartapacio.
—Su primera cita es en media hora, licenciado —sentenció. ¡Ella que nunca me dirigía la palabra! Cuando caminé hacia mi cubículo ella misma intervino:
—No se moleste, licenciado. Han echado ya a Ibarra, como usted indicó. La gente de Recursos Humanos se ha encargado.
Con un ligero toque en el codo me encaminó a mi nueva oficina. El apellido en la puerta no era el mío –habrán deducido que el mío es Ibarra, así que yo mismo me había despedido y ahora era el que no era yo. Ahora me apellidaba Lascurain–.
—Algo más que se le ofrezca, licenciado? —preguntó solícita mi o su secretaria.
—No, nada. Vaya en paz —se me ocurrió decir como si fuese un sacerdote y no un gerente.
Ella obedeció y cerró la puerta con una delicadeza que rayaba en el servilismo.
Busqué en mis cajones algo que me diera una pista de la identidad de quien habitaba mi cuerpo. Encendí la computadora, busqué entre sus archivos digitales. En su correspondencia electrónica. Había cientos de correos, todos relacionados con el trabajo. Llenos de amenazas veladas, de violencia de los jefes, de exigencia de resultados. Había que irlos contestando, pues aunque yo no fuera yo, ahí estaba en esa oficina. Y sonreía. Lo noté cuando entró de nuevo la secretaria con mi café.
—Veo que está muy contento esta mañana, ¿será porque por fin se ha deshecho de Ibarra? —me dijo con sorna.
—¿No le parece un poco exagerado el término, Adriana? Tan sólo lo despedimos.
—Estaba absolutamente acabado cuando terminó de recoger sus cosas, licenciado. Deshecho, si se me permite el término. Y cuando uno se deshace, pues se deshace. Es difícil recomponerse. De hecho, el contador Arriaga piensa que el pobre hombre podría cometer una tontería.
Al salir revisé en línea los periódicos, buscando una confirmación del triste presagio, la esquela de la muerte de ese pobre diablo que era yo. Pero el nombre no aparecía en ningún lado.
“¿Será que puede alguien deshacerse, literalmente, y venirse a rehacer en otro?”, pensé con cierta estupidez.
Busqué en la internet. Había un artículo interesante que arriesgaba una hipótesis similar a la mía. A esa capacidad, hasta ahora sólo pensada de forma teórica por la física, se le llama “traslado de dominio”.
Mi pregunta ahora es más crucial –o si se quiere más metafísica–, ¿me gustará ser quien soy ahora o querré deshacerme de nuevo, trasladarme? ¿Qué habrá sido de Ibarra, en realidad si no era nadie, salvo una especie de éter transmutable? Sólo sé que cuando se empieza una vida hay que aprenderlo todo, de nuevo.
Suena el teléfono, es mi jefe
—Lascurain, este es nuestro mejor año. Lo invito a jugar golf este fin de semana, me han dicho que es usted muy bueno. Así festejamos su nuevo ascenso a gerente divisional.
Sólo ahora me pregunto sobre la vida de ése que está en mi cuerpo pero que nadie reconoce como yo. Me veo en el espejo y sigo siendo Ibarra, pero todos me llaman Lascurain, como mi antiguo jefe.
Tengo sólo tres días para aprender a jugar golf.
O buscar, afanosamente, trasladarme nuevamente de dominio.
