La Loca de La Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

 

Si existe alguien que haya conocido íntimamente a los médicos porque vivió toda su vida entre ellos, ese es el escritor Thomas Bernhard.

Bernhard decía, en pocas palabras, que los diagnósticos médicos son más que otra cosa, una suerte de adivinación.

Su ciencia, sus años de estudio y sus apostolados se reducen a escombros cuando están frente a un paciente y no saben qué demonios le aquejan.

La auscultación es un mero acto de prestidigitación. Te tocan determinada parte del cuerpo para ver si duele o si crea un síntoma reflejo en otro miembro. Te revisan con una lamparita los ojos. Te meten un artefacto en el oído. Te escuchan el corazón. Te abren las piernas y te meten un pato plástico con espejo para ver la antesala de todos los reinos… y si eres hombre, lo más humillante es que te pidan que te pongas en cuatro patas para sodomizarte con un par de dedos enmicados en un guante blancuzco (Auch).

Y en todas esas pruebas, tú, paciente dócil, te dejas hacer como una debutante de palacio.

Terminan su manoseo y pasan con una seguridad pasmosa a su escritorio. Te invitan a tomar asiento luego de despojarte de esa bata azul que te deja el culo al aire y empieza la verdadera función.

Sacan su recetario, que es lo que en realidad les da poder sobre ti, y anotan una lista de drogas legales que te arreglarán el problema.

Pero antes de firmar la receta te dan el famoso diagnóstico, que es, más bien, como dice Bernhard, un pequeño discurso chabacano lleno de palabras cifradas que te darán tranquilidad o te aniquilarán el espíritu.

¿Cómo saber si el médico que te consultó es un farsante?

Podríamos decir que entre los buenos médicos están los que van descartando males de lo más sencillo a lo más complejo.

Un mal médico es aquel que, cuando vas a consulta por un hormigueo en las piernas, te sale con que hay que hacer “de inmediato” una tomografía para descartar una posible esclerosis.

Ante ese escenario espeluznante, el médico triunfa al paralizar de miedo al paciente con semejante palabrota.

En cambio el buen médico, o más bien el buen adivinador, va de menos a más. Te trata con sutileza, hasta con cierto cariño.

De por sí siempre es duro asistir al médico por una urgencia, como para que aparte te torturen la mente con sus diagnósticos patibularios.

Por eso siempre es bueno tener a la mano un médico familiar o de cabecera. Alguien que además de auscultarte, te tenga cierto aprecio.

Recordemos que la mente es el catalizador de todos los padecimientos, y si un carnicero vestido de blanco te da el ramalazo de un diagnóstico fatalista y prematuro, lo más probable es que sí, que un padecimiento sencillo se convierta en un mal mayor a causa del estrés que te provocan con sus suertes adivinatorias.

 

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