La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Machia / @negramacchia
I. El torito
Una mujer con botas altas, bolsa negra de mano y cabello visiblemente enredado sale caminando del Complejo de Seguridad de San Andrés Cholula.
La mujer (34 años, complexión regular) se acaba de enterar que “la loquera va aumentando si no la paras a tiempo”. Eso se lo dice otra mujer (morena, estatura baja, complexión robusta, botas bajas y cabello visiblemente enredado). Esa mujer, que acompaña a la primera mujer, le comenta que a su hermano “se lo cargó el payaso por andar de briago”. Se lo dice mientras caminan lento, cansadas.
Son las 7:30 de la mañana del sábado. Las nubes de los días anteriores cedieron el paso al sol. Un sol que en otro momento hubiera sido reconfortante, pero en la condición en la que se encuentran estas dos mujeres es lastimoso. Un sol amarillo de primavera amarilla. Los pájaros cantan. ¿Por qué cantan esos pájaros?
¿Y por qué estas dos mujeres salen solas del Complejo de Seguridad a esas horas? ¿Por qué van visiblemente devastadas y despeinadas? ¿Por qué van juntas, compartiendo la misma cocacola caliente y el mismo cigarro húmedo?
La mujer bajita (de complexión robusta y de las botas bajas) le ofrece a la otra (la de botas altas y bolso de mano) llevarla a su casa. La bajita le pregunta a la otra, ¿ya llamaste a tus familiares? La primera le contesta que no. Que no quiso hablarle a nadie. Que esas cosas, esos trances, sólo trascienden si se pasan solos.
Le dice: “Pude hablarle a mi marido o a los amigos con los que estaba antes de que me pescaran, pero estos trámites hay que pasarlos sola. Yo al menos necesitaba pasarlos sola. Siempre es mejor pasarla mal sola a pasarla mal acompañada.
Pasarla mal acompañada no es pasarla tan mal. Cuando uno la pasa mal debe de pasarla mal sola para que haya una lección, sino, como dices, la loquera no para. Pasarla mal acompañada es un paliativo; cuando se tiene consuelo, uno lo la pasa tan mal, es más, el castigo deja de ser castigo. Así no sirve. Por eso no le hablé a mis familiares. Es mejor que piensen que, de plano, soy una cínica y no llegué a dormir”.
La mujer bajita no entiende una sola palabra de lo que le dice la otra. Cree que la otra, que la mujer del bolso negro de mano, sigue borracha. Sí, piensa, ésta sigue borracha y no sabe lo que dice pues siempre es mejor pasarla mal acompañada. Eso piensa la mujer bajita que le acaba de ofrecer aventón a la otra, a la que no le habló a sus familiares.
La mujer baja se despide de la otra. Estrechan sus manos ajadas. La mujer del bolso tiene que regresar a la oficinas del Complejo. Y tiene que regresar porque no aceptó el aventón de la otra. La verdad le dio miedo aceptar el aventón de una desconocida. Entonces da media vuelta para llegar a las oficinas y pedirle a un oficial que le llame a un taxi.
Mientras regresa sobre sus pasos, la mujer mira al cielo y mira el sol. El sol lastimoso. Piensa que en otras circunstancias se alegraría de que, al fin, se hubieran ido las nubes. A esta mujer no le gustan los días nublados. La deprimen. Es más: odia los días nublados.
También mientras camina piensa en sus amigos, con los que estuvo la noche anterior. Ellos sí tomaron el camino seguro y no cayeron en manos de la ley. Fueron más inteligentes ¿o más mañosos? Un poco de las dos cosas.
Ellos, los amigos, seguro ya llevaban horas durmiendo calientitos en sus respectivas camas. Tal vez algunos vomitaron y no la pasaron tan bien, pero al menos estaban en sus casas, a salvo. No como ella, que por tomar el camino equívoco, que en realidad era el buen camino, el correcto, remató la noche en una especie de celda. Sin poder fumar, con la vejiga llena y con frío.
Ya nada quedaba del esplendor de la fiesta. Sólo un dulce recuerdo. Voces. La noche debió terminar antes de irse a ese antro en el que ni pudo bailar porque la gente estaba tan junta que no se podía bailar. Esos antros, pensaba ella, son trampas. Son trampas ideadas para que uno beba sin control por la claustrofobia. Ese antro, en el que sus amigos y ella remataron la noche, era más parecido a una mazmorra. La gente estaba como loca bailando ritmos decadentes. Y a ella, que le encanta bailar, no le parecía el mejor lugar para bailar. No se puede bailar en esos lugares, pensaba. Esos lugares son ideales para que el desconocido te manosee y para beber sin control. Sí, para eso son esos lugares. Para que todas las almas que entran ahí no se sientan tan solas.
Y también pensaba en su familia, que la esperaba en casa. ¿Acaso la esperaban? Puede ser que sí, pero lo más seguro sería que no, pues cuando el oficial le regresó sus cosas en una bolsa, ella encendió su teléfono y no encontró ningún mensaje. Algo que le demostrara que alguien la extrañaban. Que alguien se preocupaba. Que alguien la esperaba angustiado en casa.
“Me conocen”, pensó. Saben que ella es así; que si se mete en problemas, los resuelve sola en el momento. En su casa saben que ella es así, que le gusta meterse en problemas con tal de tener una buena historia que contar. Por eso no juzga a su familia. Por eso no se muere de tristeza pensando que nadie se preocupó. No está triste porque en realidad está contenta. Y está contenta porque logró su cometido: que la llevaran ante el juez para que la juzgara por sus pecados nocturnos.
¿Y cuáles eran esos pecados?
Beber de más, ser feliz, reencontrarse con personas entrañables. Pero más que eso, su pecado había consistido en no bailar en un lugar donde es imposible bailar sin rozarle la verga al desconocido o al conocido de junto. Y no burlar el retén… Ese fue su peor error: creer que iba a pasar el dictamen médico. Creer que iba a engañar al médico diciéndole: “sólo tomé tres copas de tinto”, cuando en realidad había bebido más de diez vasitos de mezcal, dos copas de tinto y tres o cuatro de bourbon.
Ella creyó que podía engañar a la máquina a la que le soplan los borrachos. Lo creyó de veras. O si no lo creyó, lo que sí supuso era que al contestar con ecuanimidad las preguntas el médico iba a decir: “está en condiciones de manejar, déjenla ir”.
Pero no fue así.
Sus amigos ya no estaban. Habían burlado los retenes por una suerte de ubicación. Todos viven en Cholula. Ella en cambio tenía que tomar la recta para llegar a su casa.
Bien pudo haberse esperado media hora más para que se quitara el retén. ¡Total! Nadie se iba a alarmar de que llegara a las 5 de la mañana. Lo ha hecho antes y nadie se preocupa.
Pudo pararse en un Oxxo o en una taquería para bajarse la borrachera y esperar a que el retén se quitara. Siempre se quita como a las 5 de la mañana. Pero no. Ella decidió probar su suerte y cayó redondita en el retén. Y el primer oficial le dijo: “¿bebió?”, y ella no quiso mentir como otras veces cuando bebe y miente (aunque beba agua). Bajó su ventana y le contestó al policía: “bebí tres copas nomás, míreme como vengo bien”.
¿Tres copas nomás? ¿A quién pretendía engañar esta mujer que se había metido medio litro de mezcal, media botella de vino y tres cuartos de bourbon?
No podía engañar a nadie más que a sí misma, así que el policía le dijo, de manera amable, eso sí, que se bajara con sus documentos y llave en mano para ir con el médico. Ya con el médico bromeó. Siempre le resulta. Bromea con la víctima de sus engaños. Se hace su amiga.
Crea confianza mientras miente. Y así lo hizo. Ella le decía: “Mire, doc: esos carros a los que no detienen los conducen orangutanes ebrios. Pero deje que sean ebrios y orangutanes, ¡son mentirosos! No hay algo más ruin en la vida que se junten tres factores así en una persona: que sea un orangután, que el orangután vaya ebrio y, sobre todo, que el orangután ebrio sea un mentiroso. Porque les mienten a sus oficiales. Esos tipos traen un pedo de agarrapollos. Llegarán rebotando a casa, si es que no chocan más adelante.
Pero los dejan ir porque mienten. Porque les dicen a los oficiales que no tomaron una copa. Y yo, que le digo la verdad, que soy un orangután sincero que confesó traer tres copas encima, estoy acá, muerta de frío, haciendo un dictamen como la ley marca. ¿Y sabe por qué no mentí como ellos? Porque sé que ustedes están haciendo su chamba, y créame, la hacen bien. Yo he conocido muchos casos que cuando un policía se deja sobornar, ahí va el briago y se estampa a las dos cuadras… o mata a alguien. ¡Eso es una chingadera, oficial! Por eso yo no trato de corromper a su gente. Por eso estoy acá confesando mi crimen: tres copitas, oficial, ¡no es nada!”.
Claro que se rieron, y ella pensó que ya la había librado. Que, por decirlo de alguna manera, los había conquistado…
“Pase con el oficial, deme sus llaves. Su auto se va a l corralón y usted queda detenida por exceder el límite de alcohol”, dijo el doctor.
Ella pensó en armar un drama como acostumbra. Decirle que no, que de ninguna manera, que era periodista y que al día siguiente se iban a leer. En pocas palabras pensó en convertirse en una “Lady” más. Esas que hacen gala de su prepotencia y dan gritos y patadas antes de caer en el botiquín. Pero dos cosas las la detuvieron en su intento de fuga:
- Que había una cámara filmándola.
- Pensó que vivir esa experiencia le podría dar una buena historia que contar en alguna columna.
Así que sin más se dejó meter a la patrulla y fue llevada, junto con otro borrachito, al Complejo de Seguridad. Pero antes de que eso pasara, tuvo que recorrer un infierno dantesco de baches y calles desiertas.
Es verdad, llegó el momento en el que ella se asustó al no saber qué camino estaban tomando. Se imaginó a sí misma formando parte de las estadísticas de los desparecidos. En su cabeza pasaron imágenes escabrosas: Ayotzinapa, sobre todo, y cómo los normalistas desaparecieron precisamente en el trayecto donde, según esto, iban protegidos por gente del ejército.
Trató de borrar esas imágenes de su mente y en cambio fue interrogando al oficial. Le pidió que le mostrara el reglamento y sus credenciales. Le dijo: “es mi derecho saber quién es usted, a dónde me lleva y si usted tiene en orden sus papeles. Es justo, ¿no? Yo ya me mostré todo, ahora le toca a usted. Digo, para estar en igualdad de circunstancias y que la ley se aplique como debe ser”.
El oficial, a regañadientes, cedió y lo mostró su placa y el reglamento de los retenes anti alcohol. Llegaron al Complejo, un elefante blanco frío y semi vacío, donde los recibieron más oficiales.
Ahí la mujer sintió una excitación aún más profunda. Tanto que llegó completamente sobria.
Tuvo que esperar una hora en lo que los demás detenidos pasaban a rendirle cuentas al juez. En ese ínter, ella aprovechó para fumar un cigarro con los oficiales de afuera. Platicaba con ellos sobre el clima, su trabajo y los casos escandalosos que ven cada fin de semana.
Uno de ellos, el más gordo, le dijo: “se ve usted bien, ¿por qué la trajeron?”. Ella dijo: “estoy bien, sólo me tomé tres copas, pero la verdad es que quería venir a conocer sus instalaciones.
Como quien dice vine a dar el rol, a rematar la noche de manera espectacular para tener algo que escribir el lunes”. “¿A qué se dedica?”, preguntó el oficial menos gordo. “Trabajo en un periódico”. “Uy”, dijo el gordo de nuevo, “tons ahí nos leemos el lunes”. “Es correcto, ofi, pero no será para mal. Sinceramente me han tratado bien. Sólo que no me creyeron que tomé tres copas”, añadió ella. “¿Y en verdad fueron tres?”, dijo un joven. “Léame el lunes y sabrá la verdad”
II. La báscula
El trámite fue rápido. Pasó a una ventanilla donde le hicieron quitarse aretes, anillos, reloj y collares. No pudo sacarse el pearcing de la nariz. La secretaria le pidió que contara frente a ella el dinero que llevaba. También las tarjetas y el celular.
Ella obedeció. Llevaba 6000 pesos en efectivo y pensó que al ver eso, el juez abusaría en su fianza. También sacó las tarjetas. Por último le pidieron el celular. Fue hasta entonces donde ella mandó un mensaje a casa: “Me agarró el retén. Me van a fichar ahorita y decidiré si pago fianza o me quedo mis 24 horas acá encerrada. No te apures, llego mañana. Todo OK”.
No obtuvo respuesta inmediata y apagó el aparato. Entregó el celular y la pasaron con el juez.
Ya frente al juez, una señorita le preguntó su edad, profesión, estado civil y dónde y a qué hora había sido pillada. Contestó a todo con la verdad. Luego la pregunta obligada: “¿cuántas copas bebió?”. “Tres, señorita. Tres de tinto nomás, pero no fui hipócrita como los orangutanes que se le huyeron a la ley y…” Bla bla bla. Volvió a echarse su speech sobre lo horrible que es ser un orangután briago y mentiroso.
Terminando de recabar los datos el juez le pasó el acta, misma que firmó sin leer. Luego le tomaron la foto y… el momento crucial: el instante por el que había estado esperando no sólo esa noche, sino años: le mancharon el dedo con tinta y puso sus huellas en las páginas mientras el juez le dijo: “tiene dos opciones: pagar la multa o cumplir 24 horas bajo arresto. En caso reincida, ya no hay derecho a fianza y tendrá que quedarse no sólo 24 horas, sino 36”. Por su mente pasaron las siguientes imágenes:
Click: cuando pensaba que su madre huiría por la ventana del baño y la dejaría sola en medio del vapor.
Click: cuando se quedó encerrada en un baño de la escuela por una hora y sintió que moriría.
Click: cuando estaba encerrada en un cubículo de hospital esperando a que las contracciones le vinieran más fuertes… y también quiso morir.
Click: cuando se divorció la primera vez y se vio sola en un cuarto de alquiler cerca del mercado de Playa del Carmen… y también quiso morir.
Click: cuando tuvo un mini-divorcio de su segundo marido y rentó una casa bonita, pero se sentía tan sola y encerrada… que quiso morir.
Click: cuando se queda en casa sola y prefiere salir al jardín a hablar con los jardineros o los perros porque siente que las paredes se le vienen encima y… prefiere morir.
–A ver, señor juez: si me quedo las 24 horas, no pago, ¿cierto?. Pero dígame: ¿me voy a quedar con los demás detenidos?
–No, señorita. Como es mujer, por su seguridad, la pondríamos en un aislado.
–¿Me prestarían mi celular?
–No.
–¿Me podrían pasar un libro que dejé en mi carro?
–No, porque el corralón está en otro lado.
–Si me siento mal, es decir, si me agarra fuerte la resaca, ¿hay un lugar digno para vomitar?
–No. Pero, ¿por qué le daría resaca si jura que no está borracha?
–Porque soy claustrofóbica. ¿Y si pido que me encierren acá con los compas?
–No se puede por protocolo.
–Uy… complicado. La verdad quiero quedarme para ver qué se siente, para valorar la libertad, usted sabe… pero ¿completamente sola? ¿No puede ir el oficial gordito conmigo a platicar?
–No. Sola.
–¿Cuánto dice que le debo?
Salió derrotada del cubículo del juez. La cabeza gacha y molida por la fiesta.
Los estragos de la fiesta se hicieron presentes cuando se dio cuenta que seguía siendo incapaz de estar sola. Aún sabiendo que al día siguiente llegaría o su marido o sus amigos a ver qué podían hacer por ella, se sintió derrotada por sus miedos.
Cuando le devolvieron sus cosas en una bolsa plástica, no se dio cuenta que faltaban sus aretes. Unos aretes que la habían acompañado en sus mejores correrías.
Firmó su salida, sacó sus 2500 pesos y a continuación caminó a la puerta del Complejo.
Vio una máquina expendedora de cocas calientes y tomó una. Fue cuando se topó con la mujer bajita y despeinada. La misma que sentenció: “la loquera avanza con el tiempo”.
Sacó un cigarro húmedo del fondo de su bolsa Carolina Herrera y se dirigió al portero del complejo: “ya me voy”. El portero dijo: “¿le dio miedo estar guardada 24 horas?”.
Ella contestó fuerte y claro (con un ligero dolor de cabeza que antecedería a la jaqueca más dura que haya sentido jamás): “Sí, soy una pinche cobarde”.
III. Pero, ¿qué tal ayer?
A las seis de la tarde la mujer llegó al restaurante pactado casi al mismo tiempo que su mejor amigo. El mejor amigo que siempre ha estado y estará en los mejores y en los peores eventos de su vida. Llegó armada, es decir, como el restaurante aceptaba el método del descorche, y como imaginó que la noche sería larga y costosa, llevó en una bolsa de cartón de Ermenegildo Zegna, una botella de mezcal espadín y dos botellas de vino de la Riviera del Duero. El mezcal iba destinado para sus amigos varones y para ella. El vino iba destinado a su amiga, porque es recatada y casi no bebe.
Ella y su mejor amigo eligieron una mesa del jardín para poder fumar. Se sentaron bajo una pérgola y de inmediato sintieron húmedo el trasero porque las sillas se habían mojado con el chaparrón que horas antes había caído en la ciudad.
Se acostumbraron rápido al frío del asiento y pidieron caballitos, agua y naranjas con sal de gusano. Llenaron sus vasos y brindaron por el dichoso encuentro.
La amiga llegó diez minutos más tarde. El ritual amenazaba con ser una bomba de tiempo porque también estaba convidado otro amigo al que tenían más de 15 años sin ver. Llegó este otro amigo y brindaron con mezcal los cuatro. Apuraron sus copas y resurtieron el elixir que los llevaría a la borrachera más prolongada de su vida.
Las viandas inundaron la mesa: tártara de res, carpacho de hongos, camarones con berenjenas. Salieron los teléfonos y se apresuraron a las selfies. Ellas, las chicas, dijeron en coro: “hay que tomar la foto del recuerdo antes de que perdamos el estilo”. Click, click. El tiempo había pasado en los rostros de los contertulios. En ellas, las flores de mayo han cedido ante las patas de gallo. En ellos: las guerras, las pestes, las drogas y una que otra enfermedad terminal que se llevó a sus más grandes amores, asomaban ahuyentando las sombra de sus ojos que ya comenzaban a brillar ante la felicidad del momento.
Al final de la cena eran seis compadres los que no dudaron en pedir una nueva botella de mezcal que se terminó entre una caldeada e inverisímil discusión: ¿quién era más cachonda: Vilma Picapiedra o Betty Marmol?
Los chicos decían que Betty. Las mujeres, al sentirnos identificadas con la protagonista, dijimos de Vilma.
Nadie supo en qué momento se terminó la segunda botella de mezcal. El lugar estaba por cerrar y no faltó que el más borracho se pusiera obsequioso y se apurara en pagar toda la cuenta. Los demás agradecieron el gesto.
Una de las mujeres, la que no bebe mezcal, sugirió ir a bailar a un club de moda.
A los demás no les pareció una mala idea, pese a que aborrecían los tumultos y los reguetones. Pero el chiste era seguir juntos y rematar la noche festivamente.
Se levantaron y recogieron los cadáveres. El espléndido borrachito que pagó la cuenta se llevó lo que quedaba de un vino del Riviera. Ella, nuestro personaje que terminaría presa en el Complejo, urgió a sus amigos para que no se abandonaran y fueran en caravana.
Cada quien recogió sus autos y echaron a andar hacia la calle de los tugurios.
Entraron al estacionamiento en sus respectivos autos. Tomaron sus boletos y se dirigieron a la entrada del club donde otro tipo de protosimo llamado “cadenero” hace la chamba sucia de discriminar a los morenos y a los que no van “bien vestidos”.
Ella se sintió en peligro: era la más prieta de todos… a pesar de eso, entraron rápido al establecimiento donde unas 2000 almas bailaba al son de “las 4 babys”: un reguetón del tal Maluma. Una canción de lo más misógino que las mujeres bailan frenéticas como si el cantante les estuviese dedicando el “Nocturno a Rosario”.
Pidieron mesa y pidieron Jack Daniels.
Más fotos. Más abrazos. Más “te quiero un chingo, pinche brother”.
La única pareja que estaba casada en la mesa se puso a bailar sensualmente. Los demás apuraban los tragos y pasaban revista por las carnes más blandas del lugar. “Mira esa chava: está más borracha que una uva”. “¿Y qué tal ese wey? Ya se dio cuenta que ama a su compadre”.
Des-pa-ci-to, cantaba Justin Bieber y un alarido estridente sobrepasaba los decibeles del averno en el que se encontraban.
Juntos todos, más juntos que de costumbre, llegaron las confesiones. Unos se pedían perdón por faltas cometidas hace veinte años. Otros se animaban en decir que X y Y había sido el crush eterno de Q y Z.
Dos horas más tarde ya no había ni alcohol ni gente pegándote su culo alrededor. Los reguetones dieron paso a las nostálgicas notas de un Slash tardío que tocada el solo de “Sweet child”. Había que irse.
Salieron ebrios y juntos. Juntos y ebrios… y felices.
Pidieron sus respectivos carros y acordaron: “tomaremos esta ruta para evitar el retén”. Dos de ellos, que iban en el mismo carro, se fueron sin pena ni gloria y llegaron a salvo a casa.
Los otros dos (el varón obsequioso que pagó las cuentas y ella, la chica del Torito) tomaron sus autos y quedaron en llamarse si sucedía una catástrofe en el alcoholímetro.
Él salió del estacionamiento en su flamante camioneta azul y dobló en sentido contrario, lo que generó un caos tremendo en la calle de los tugurios. Ella se estacionó más adelante para auxiliarlo, ya que una horda de taxistas amenazaban con lincharlo pues él, en su borrachera, le había dado un golpe a la unidad #35 de TAXI EXPRESS.
No supieron bien cómo se zafaron del linchamiento. Él regresó al volante y ella le marcó la ruta más segura a su casa. “Vete por aquí y luego por allá”. Así lo hizo. Él obedeció como un dócil rehén que se deja guiar por un Virgilio algo dudoso.
Ella propuso que fueran hablando por teléfono para evitar que alguno se quedara dormido al volante. Así lo hicieron.
Él llegó a su casa tambaleándose, pero llegó. Seguían hablando, y cuando ella vio que su amigo estaba a salvo, decidió tomar el camino erróneo, que era a su vez el camino correcto.
Llegó a la fila y un uniformado de dijo: “Baje su ventana. ¿Ingirió bebidas alcohólicas?”.
Ella mintió. Ella es experta en mentir.
Ella quería una emoción fuerte y los reguetones no son emociones fuertes para ella.
Ella quería sería ser un orangután borracho en medio de aquel ruido. Creyó que podría ser uno de esos orangutanes que pasaban impunes por las calles de San Andrés.
Ella sabía que no habían sido tres copas, sino las copas necesarias para no pasar desapercibida en el retén.
Ella quería demostrarse que era capaz de no poder seducir a los policías. Ella quería demostrarse que era capaz de estar sola en una celda inmunda: sin teléfono, sin libros, sin Dios.
Ella decidió coronar la noche frente a un juez y no como lo hacen las chicas en estos tiempos: no acabó en una cama extraña con un extraño.
Ella decidió ir al Torito.
Ahora sabe que, aun con tres o veinte copas encima, sigue temiéndole a la inexorable soledad.
