La Loca de La Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

 

Lo confieso: en mi vida he probado la suficientes drogas como para que no me cuenten de qué se trata.

Hubo un tiempo en el que la mariguana me caía de maravilla. Me relajaba, me ponía creativa (según yo).

Me quité el hábito cuando supe que estaba embarazada. Después de ser madre, no había algo más alucinante (con sus malviajes incluidos) que saberse responsable de una vida que no es propia. Finalmente uno puede tirar su cuerpo a la basura cuando mejor le plazca, pero ¿el de alguien más? ¡Y menos el de un hijo! Así que desde el minuto uno en el que me enteré que iba a ser madre, apagué mi último churro y me dediqué a ese otro viaje. El más largo y complejo, pero, oh sí, también el más satisfactorio.

Con el tiempo descubrí que ver la sonrisa de mi hija era más placentero que cualquier sustancia enervante.

Lo confieso (de nuevo): pasaron los años y en otras ocasiones volví a probar algunas drogas. Ese tipo de drogas sintéticas que te hacen pasar bomba una fiesta. Las famosas tachas.

No sé si tenga una fuerza de voluntad muy ejercitada, pero corrí con la suerte de nunca clavarme con ninguna droga en particular. Siempre me pareció que la vida en sí ya trae suficiente carga de surrealismo como para andarle buscando por otro lado. Así que me considero afortunada en ese aspecto.

Sólo el tabaco me atrapó. El tabaco, y en una medida menos alarmante el alcohol, que me encanta degustarlo los fines de semana con los amigos. No sé, hay algo en el alcohol que no encontré en las demás sustancias. Me pone de lo más simpático, me calma. Aunque también acepto que al desinhibirme de más he cometido dos o tres tonterías que con el tiempo se han convertido en un perpetuo viacrucis de culpas. Pero llegando el fin de semana, se me olvidan.

Recuerdo que hace unos años criticaba mucho a las señoras que se dopaban para no ver sus respectivas realidades. Esas mujeres que, con el afán de evadir la parte más miserable de sus vidas, se encomendaban cada noche al famoso San Tafilito.

Llegué a ser cruel con ellas. Me burlé. Arremetí en las mesas. No entendía cómo era posible que sus conversaciones giraran alrededor de un frutero de anfetaminas para adelgazar y ansiolíticos para dormir.

Recuerdo también cómo en mi primera gran depresión, todas esas amigas hasta se peleaban entre ellas con tal de volverse mis dealers. Ana ofrecía Xanax, Gema ofrecía Tafil, Lety ofrecía Rivotril…. Y así cada una se presentaba en mi puerta con una generosidad inédita. ¿El único fin? dormirme.

Rechacé todos sus obsequios porque creía que podría salir sola de ese episodio depresivo. Y así fue.

Me costó casi un año recuperar la confianza en mis movimientos que se habían vuelto inestables. Corrí y corrí como Forrest Gump y me busqué respuestas alternativas ante el mal de la aprensión.

Crucé la meta victoriosa: sin chochos, sin loquero. El tratamiento fue mucho más lento, pero conseguí salir limpia y fortalecida. No convertida en un zombi que deambula por su casa cargando un rostro indescifrable entre miedo y genuina estupidez.

Pero nunca hay que cantar victoria. La vida es lenta y larga. La locura va y viene. El miedo va paralizándonos cada vez más conforme crecemos y reconocemos nuestras debilidades. Las tecnologías nos ayudan para mucho, pero nos joden en otros aspectos. Hoy vivimos dos realidades: la real y la virtual. Somos sujetos mucho más ambiguos. Más neuróticos y vulnerables.

El lunes pasado tuve un ataque de vértigo que sobrevino ataque de pánico y ¡saz! Troné. De nada sirvieron ya mis respiraciones profundas ni mis poses en flor de loto.

Paralizada de las piernas y de los brazos, y con el mundo moviéndose alrededor como en una feria de Santa Mónica, mi cuerpo habló (más bien gritó) y dijo : “hasta aquí, chatita”.

No puedo ni describir el horror que sentí. Fue como presenciar la muerte sin tener la certeza que ese era el final y que al menos la recompensa sería la paz. No. Mi cuerpo llegó a tal punto de estrés que colapsó. Y yo lo vi colapsarse sin poder hacer nada al respecto más que ponerme a las órdenes de todo aquello que siempre he rechazado.

Dos visitas a distintos médicos con distintos diagnósticos. Mi buró, donde antes había una pila de libros, se llenó de medicamentos. De ese tipo de pastillas que me ofrecían las amigas “locas” que tanto critiqué en la veintena.

Ahora engrosaba las filas de las dopadas, y no por recreación, sino por la inexorable necesidad de sobrevivir al miedo.

Tomé las primeras dosis de Lyrica y otros fármacos, y el mundo volvió a encontrar su centro. O más bien mis ojos volvieron a enfocar. O más bien me fui al verdadero fondo.

Llevo cuatro días bajo el efecto de nuevas drogas completamente desconocidas para mí, y estas son mis conclusiones:

Una vez que comenzaron a surtir efecto, mi cuerpo se relajó de una manera antinatural. ¿Por qué antinatural? Porque nuestro cuerpo está diseñado para alertarte, mediante el miedo, del peligro.

Estas drogas lo que hacen es eliminarte el miedo y la voluntad. Te ponen en un estado de “gracia”. Nada importa. No hay hambre. El placer no existe. Ni el placer ni el dolor.

La angustia es una flor lejana en el pantano del que acabas de salir.

Cosas que generalmente te sobresaltan, pasan desapercibidas. Los perros pueden ladrarte a diez centímetros de la cabeza y no hay reflejos. ¿El amor? ¿Qué es eso? Un rumor de vientos ignotos. ¿Odio? ¿Eso importa acaso? ¿Puede haber frecuencia más baja que deambular sin espíritu por tu propia vida?

Las plantas de donde provienen estos medicamentos deben ser incoloras, inodoras e insípidas, supongo… y en eso convierten a la persona que las toman.

Escribo esto una vez que el efecto de la Lyrica me ha abandonado. ¿Lyrica? Qué nombre tan sutil, tan transparente. Se parece a la palabra cristal, que según los expertos, es una de las palabras más bellas que existen.

Tengo que acabar el tratamiento para estabilizar mi sistema nervioso. Muy a mi pesar, pues estos santos protectores químicos de la mente no empatan con mi personalidad.

Una nueva experiencia. Rezos, meditaciones, la danza del auto-perdón.

Juego a que estas drogas son como las otras, las que tomé por divertimento.

La diferencia reside en que las otras exacerbaban mis sentidos. Éstas los mutilan.

Ni hablar; me llevé al límite y estas son las consecuencias.

Lo que me queda bien claro es que no soy candidata a unirme a las huestes de San Tafilito… digamos que lo vine a visitar de paso; como si fuera un alto que se hace en el camino de Juquila hacia Puerto Escondido.

Ahí, pasando el vértigo, siempre estará el mar.

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