Carta de Boston

Por Pedro Ángel Palou 

Transformar la casona de la 5 Oriente 5 (que alguna vez fue sede de gobierno, allá en la época de Vicente Lombardo Toledano) debió ser una empresa complicada, una especie de pesadilla burocrática (recuerdo aún que abierto el inmueble a su actual uso había oficinas de otra dependencia que la vida cultural seguramente fue desplazando para bien, como en su momento se unirían el viejo edificio de los Talleres de Iniciación Artística y el Museo Erasto Cortés.

El sueño de una manzana cultural, con el actual Palacio Federal y el antiguo edificio del Tribunal de Justicia puede no estar lejano si un gobernador visionario sigue soñando que la cultura de Puebla es no sólo su pasado sino su vigoroso futuro.

Pero hoy, aquí, me toca recordar. Era un niño de ocho años y caminaba por estos pasillos, entré a la Biblioteca Palafoxiana. Su directora de entonces, Estela Galicia, leía tras sus espejuelos frente a la enorme mesa de marquetería. Me preguntó si sabía leer (“¡Claro que sabía, qué insulto!”, pensé). Me tendió una hoja mecanografiada con un poema –después supe que era de Borges–, La Rosa. Me estaba grabando.

Al final puso la cinta y me dijo: “Ya ves cómo no sabes leer; si quieres, ven todos los sábado y yo te enseño”. Allí empezó mi aventura con las letras gracias a Estela y su sabiduría. Vino todo Borges, y los  Contemporáneos, y Lascas, y el Idilio Salvaje, y mucha literatura y Alfonso Reyes y… bueno.

Yo fui creciendo –entre los ocho y los 14 años– en medio de un ambiente riquísimo para un artista cachorro, por así decirlo, a la Dylan Thomas. Al salir de la Palafoxiana estaba el taller de serigrafía de Raymundo Sesma. Allí también intenté los rudimentos de las artes visuales, aunque pasé más tiempo –años con Gerardo Castellanos – aprendiendo cerámica y talavera. Hice teatro guiñol con Pepe Melo y el propio Sesma y por poco y hasta danza con Cinthya Couttolenc.

Era un semillero de talentos artísticos, se respiraba una efervescencia que creo no ha vuelto a Puebla. En el piso de abajo el señor Macías tenía la cafetería del Imecafe. Me dio empleo haciendo capuchinos, aunque yo me sentía subdirector de la Palafoxiana y pasaba mis fines de semana vendiendo postales de la Biblioteca a turistas e incautos y dando visitas guiadas.

En su cineteca –y cineclub– “Luis Buñuel” se dio mi aprendizaje del séptimo arte. De Fellini a Kurosawa, de Tarkowsky a Wajda pasando por Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo o la primera vez que vi esa hermosa película que sigue inquietándome, Los caifanes, de Ibáñez, con guión de Carlos Fuentes.

Un día se instaló el taller literario del INBA a cargo de Miguel Donoso Pareja y empezó mi verdadero aprendizaje del rigor. Ya no hubo espacio para el diletantismo. El poeta Gilberto Castellanos me preguntó una mañana si tenía dinero, saliendo del taller. Era sábado. Mis diversos trabajos me permitían un magro estímulo económico, así que respondí afirmativamente. Me llevó a Sanborns. “Este es el libro que tienes que leer”, me dijo y puso entre mis manos el enorme y hermoso tomo de Joaquín Mortiz con la portada dibujada por el propio Fernando del Paso de su Palinuro de México. No salí de casa lo que restó del fin de semana devorando las aventuras de la prima Estefanía y de Palinuro. ¿Sabía Castellanos lo que hacía con un adolescente de 14 años al invitarlo a comprar y leer a Del Paso? Yo creo que sí. Luego vino José Trigo y empezó mi locura, casi manía, por Joyce que me llevó a traducir dos capítulos del Finnegans Wake tres años más tarde y hacer una especie de tesina en la prepa sobre Nicolás de Cusa y Giordano Bruno. ¿Quién estaba más loco? Ya no lo sé ahora.

La generación de los llamados cronopios (Eladio Villagrán, Luis Neve y Juan Tovar) y la nueva generación del taller de Donoso convivían en el café de la Casa de Cultura. Y allí se gestó mi aprendizaje del mundo. Con Luis Botas dándome a leer Eros y Tanatos, con Juan Gerardo Sampedro, Juan Carlos Canales, Mariano Morales y Ángel López, Jesús Bonilla y mi verdadero maestro –Donoso se fue muy rápido con una beca Guggenheim de regreso a Ecuador–, David Ojeda. Con sus carcajadas y su absoluto respeto y rigor por lo literario me formé, en medio de formidables amigos.

En esta casona que ha albergado tantas cosas conocí a José Emilio Pacheco, a Gabriel García Márquez, a Carlos Martínez Moreno, a tantos otros.

Aquí miré una de las más excepcionales exposiciones que he admirado y conocí a Fernando Gamboa, su museógrafo (hoy dirían curador) y luego a tantos otros artistas plásticos. Aquí corrí, reí, jugué (incluso me escondí, a los 10 años, en un féretro en una ofrenda de muertos, azuzado por mi maestra de cuarto de primaria, la seño Guille y su esposo Juan Carlos quienes habían concursado ese año).

Aquí los sábados vi ballet, escuché orquestas e incluso me atreví a actuar con el grupo de teatro guiñol que ya he mencionado. Estar dentro del edificio para mí es siempre recordar tantas gentes, tanta pasión y tanta vida.

La Casa de la Cultura, por así decir, crecía conforme yo me iba haciendo adulto.  Entre sus muros se gestó mi vocación y maduró mi aprendizaje; creo que muchos otros, como yo, le debemos tanto que podríamos vivir lo que resta de nuestras existencias agradecidos a su promotor y fundador a quien tenemos el privilegio de seguir contando en nuestras vidas: Pedro Ángel Palou Pérez. Larga vida a esta casa, la casa de todos.

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