Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria
Desde hace mucho tiempo camino y es una manera de sentir que puedo marcharme, que puedo vencer la distancia o simplemente, que puedo moverme en el mundo. Y ahora, mientras voy por las calles devastadas de mi colonia, tengo un pantalón de mezclilla, una playera azul y unos zapatos livianos; pretendo llegar un poco más lejos. Voy a llegar hasta el jardín Villalongín sentarme allí. Quiero ver y recordar con más precisión aquel jardín que se me hacía inmenso cuando bajaba del camión Santa María de regreso de la escuela secundaria y me dejaba en pleno Jardín a hacer nada o a jugar Lucha libre con amigos. Quizás ese jardín fue el primero que tuve como imagen de un jardín y el agua estaba presente en la fuente, los árboles y una extraña intimidad que me permitía regresar con la memoria a lo que hasta algún momento de mi juventud, pude llamar “mi territorio”: los árboles, el río, las lluvias, los sembradíos, los pájaros, el cielo, las nubes grandes que mutaban en diversísimas formas que en mi imaginación siempre tuvieron imágenes de animales. Paisajes que con los años vi cada vez más lejanos y con el largo paso del tiempo, se convirtieron sólo en “objeto” de mi poesía.
Mientras camino, hace calor y algunas casas tienen las puertas abiertas. Pienso en los ardientes pueblos de Tierra caliente donde la gente vive con las puertas abiertas. Veo en mí un hombre solo caminando al azar y pensando en lo que ve de cerca. Puedo mirar la gente, las casas, los perros por todas partes, los autos, el cielo limpio de un miércoles que me deja en las manos las palabras: “arde la ciudad como un barco a la deriva”. Repito la frase frente a un muro rayoneado y una banqueta poblada de basura. Del otro lado está un anciano. Bebe una cocacola sentado a la puerta de su casa. “Así seré yo”, como el anciano, miraré pasar la muerte diario a las afueras de mí y de mi casa, sentado soñando con marcharme y quedándome, aunque nunca bebería lo mismo que el viejo que de pronto me ha mirado con la lentitud y el sinsentido con el que miran los viejos a quienes poco les importa el mundo.
Y pienso cuál es mi retrato, me veo todavía con cierta agilidad caminar en las calles de una ciudad en la que siempre me sentí de paso. Sigo caminando un poco más aprisa y comienza adentro mío, un monólogo de un personaje que escribí y de esta clase de caminata nació, pero hasta la fecha, no sé si soy yo o fue producto de mi voluntad para inventar personajes: un personaje al fin construido por las palabras que viven en mí y que me gustaría representar frente a un íntimo público cercano. Dice: “Ese soy yo, el que vino y se quedó y se alegraba de soñar con no quedarse nunca, el que veo y tengo presente, porque estaba en el sueño de mi padre, que no me debía quedar en el pueblo sentado en la plaza o bebiendo aguardiente de caña en la zapatería de Tavo. El que llegó a la ciudad y ya nunca volvería a la patria de los pájaros amados, a las tierras vigiladas por árboles hermosos y sitio de los ríos (hoy perdidos) y los aguaceros tumultuosos. Y vine aquí. En este lugar me veo, donde tuve miedo. Vine, sí, vine y no me fui nunca, y descubrí los libros y la soledad deliciosa en la que hasta hoy sigo hablando solo y escribo lo que la historia de mí fue construyendo. Y sí, vine a no quedarme, pero me quedé. A soñar todos los días con volver a mi pueblo al que –cuando voy– ya no me reconoce. Ese mismo soy. Y el sueño se vuelve nostalgia mayúscula. Y aunque quiero seguir siendo el mismo, el tiempo me niega y me hace otro, como si cada día, irremediablemente fuera uno nuevo (no mejor tal vez, ni peor), uno que ha cambiado con solo salir al balcón y ver las mañanas de pájaros y luz frente a mis ojos. Y vine a preguntarme por qué fue que vine a no irme, a no volver fue que vine, a quedarme como quien pierde el tren o el barco se le hunde y se queda mirando la distancia, solo, bajo un faro apagado.”
Llego a Villalongín y me siento en una de las bancas que miran al oriente. Allí la vista domina el jardín completo y los bares de allá enfrente, esos sitios que de unos años hacia acá, negocian aliviando la soledad de muchos y en el alcohol los dejan más solos de como creen estar. Hoy el alcohol es más plural en la ciudad entera y como hiedra efervece en la sangre de los habitantes y la embriaguez, vuelve todo territorio suyo, como en el poema de Luis cardoza y Aragón donde homenajea a Baudelaire.
El Jardín me habla. Poblado como lo está siempre, la gente en las otras bancas, mira sus teléfonos celulares, hablan a lo virtual, sonríen, parecen ver cosas interesantes, pocos platican. Otros simplemente están dejando pasar el tiempo para no ser sus esclavos, muchachas que pasan, los últimos instantes de los boleros sin nadie a quién bolear, la ciudad que va en sus autos. Miro moverse la ciudad y creo también, que esa ha sido mi labor en la vida: mirar como sucede este aglomerado mundo que va hacia ninguna parte, ver como este complejo y tumultuoso territorio que es la ciudad en la que vivo, construye la desigualdad como fabrica ordinaria. Y la mirada se alimenta (nunca he sabido para qué) y me dicta lo que en los cuadernos escribo para explicarme este momento que me importa o los momentos pasados que por ningún motivo no quiero olvidar antes de escribirlos.
