Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria
Y mientras piensa en el cuento de Dino Buzzati, vuelve a su memoria una tarde en 1987, mientras tomaban café en el Catedral con José manuel Álvarez, director de teatro. Él leyó el pequeño relato del italiano ante aquel su amigo y al llegar al final del cuento, nunca olvida los ojos del llanto discreto de José Manuel, conmovido por el significado de aquella historia. Ahora que puedo verlo de pie, mirando la pista de corredores como si viera una escena teatral, piensa en los sueños quemados de aquel grupo de personas que en silencio y gemidos, cuidan su cuerpo, lo defienden de una mala jugada de la salud, pero también pueden verse aquellos a quienes la vida los ha ido venciendo pese a todo.
Con la mañana más alta, vuelve a su casa por otra de las calles que van hacia el norte. Camina bajo la humedad del sudor de su cuerpo y con ánimos de un baño de agua fría. Es radiante la mañana y la ciudad se mueve como un animal de costumbres, como un monstruo ordinario que se devora a sí mismo. Sigue Bach en los audífonos. Se escucha una de las misas excelsas y no importa el constante rechinido de la ciudad allá afuera de él. Sabe que tiene por consuelo esas corales y que nunca lo dejan del todo solo, como parece verse a sí mismo y desde la ocupación de la tercera persona que ahora lo narra.
Ocupo la tercera persona, como otro de los rieles para narrar lo que soy. Debo decirme y reconocerme en ese hombre bajito de apariencia alegre que soy yo mismo, mientras empuño las manos contra el tedio para ahuyentarlo de la mañana, siento un aire frío que viene de calle arriba y veo las cercanía de mi casa. Abro la puerta con la llave suelta que antes até a una de las agujetas de mis tenis de correr. Entro a mi casa, dejo los audífonos y subo como rayo hasta el baño. El agua me hace pensar, me quita aún más el tedio que siempre amenaza. El agua siempre me hace pensar en el ahogo, pero también en lo efímero de su líquida presencia en el cuerpo y lo importante de mojarse que nos ha hecho creer que somos enemigos suyos.
Después del baño, desayuno. Hago más café y comienzo el juego de mi vida: escribir. Escuchar música. A veces pinto, dibujo, trazo figuras de aves y escribo al lado de las imágenes terminadas, versos que me dicta un abismo que siempre va conmigo.
Hay días que ese hombre sale en su coche y se sienta a escribir en un café de las cercanías de su casa. Otras mañanas, se reúne con otras personas y hablan de literatura, leen, hablan y hablan hasta adoptar el estilo de una especie de clase. Vuelve a su casa y llega el medio día. La lectura y la comida, indispensables a la par. La tarde invariable con los libros y acaso revisión de textos que se han escrito por las mañanas o las noches anteriores.
Por las tardes, ya lo he dicho, camina y vuelve a su casa a escribir o leer. A veces duerme un poco e invariablemente, sueña los absurdos y hermosos sueños. Y vienen recuerdos siempre. Esta vez que veo a ese hombre recordar junto a la ventana, como si vigilara el paso de alguien por la calle, se ve cuando estaba en quinto de primaria y aquel, es el día de las vacunas contra la polio. Mira la fila de niños y niñas y tiene miedo de la aguja y el olor a alcohol que le llega mientras espera turno. ha visto llorar a los niños de tercero y ahora, toca el turno a su grupo y al grupo de cuarto. La fila de niños de quinto y cuarto grado están formados en una sola fila y allí está ella, por la que sería capaz de dar la vida. Tiene miedo porque le tocará cerca de ella y así es, ella pasa primero por la aguja brillante y hace un gesto cerrando los ojos, pero no hay brizna de llanto alguno; su cara vuelve a la hermosura que irradia en combinación con su vestido amarillo a cuadros con un azul mar que hoy parece volver a ver. Toca su turno y ella y sus amigas están allí, testigos amenazantes. Él se levanta la manga de la camisa blanca, siente el frío algodón que se frota en el brazo y el olor inmenso. Cierra los ojos cuando se levanta la aguja en la mano de la enfermera y cuando cruza su piel, oye el estruendo del dolor como una manada de caballos corriendo cuestabajo. No, no, claro que no llora porque va en quinto año y hasta ahora sólo un niño de cuarto año, soltó el llanto con estruendo y todos se rieron de él, aunque tampoco le importó al llorón, porque poco después tenía el semblante de indiferencia. Sintió el piquete y como le dijo cruel la enfermera, “no apriete la carne”, él se soltó a lo que viniera y recuerda la llegada del dolor agudo, igual a la punta de la aguja y en ese momento allá en la oscuridad, también pensó que aguantar el dolor, era poca cosa para demostrar su valentía frente a la que lo miraba con una sonrisita en la que sin duda esperaba que chillara, pero no, no lloró y luego abrió los ojos para mirarla de frente y con la mirada le dijo: “míra, cuan valiente soy, para que así me quieras”.
Es un niño que mira la sonrisa de la niña llamada Socorro, el pelo largo, sus ojos grandes y el corazón contrito por él (lo cree). Con el dolor encima, él seguía mirándola cuando la fila se dispersó y todos los niños de la escuela “Ricardo Flores Magón”, eran premiados con el recreo. La contemplaba en el fuego del dolor y estaba seguro que el destino de la vida los llevaría por el mismo camino. Era un niño bajo el dolor de la aguja que tanto teme, el dolor de una verdad llamada “vacuna” que lo defendería de morir, pero también la había salvado a ella de una muerte segura; así lo creía aquel lunes por la mañana de abril 1969. Desde entonces odió las agujas y los filos contra su piel.
