Figuraciones Mías
Por Neftalí Coria
Las agujas serían un misterio de mis propios miedos que sin duda llegaron –como lo relato en las notas de mi “Bestiario íntimo”– desde aquella vez “cuando fui niño, un alacrán me picó en un dedo del pie izquierdo, y a decir de quienes me contaron el suceso, estuve al borde de la muerte”. Desde entonces el miedo a las agujas, producto de las inyecciones antídotas que recibí contra las garras del feroz veneno del animal maldito, tiene una clara explicación y se justifica comprensiblemente, aunque nunca fuese superado.
La niñez siempre ha sido un viaje que este hombre que mira desde su balcón, hace con frecuencia y de manera recurrente. Sigue emocionándolo y en sus conversaciones, aquellos días los fabula una y otra vez, hasta hacerlos parecer ficciones o cuentos en los que ya él, poco a poco, deja de ser el personaje central y los protagonistas, van cambiando, como en una memorable novela de Sheerwood Anderson que desde que leyó por primera vez, ha amado. Y de inmediato sin motivo aparente, llegan a su visión de la tarde, los hermosos ojos de Julia su hija más pequeña. Piensa en ella y sabe que un cercano día, deberá sentarse a su lado y decirle que la vida, también tiene sitios de espanto, lugares donde el alma enfrenta alambradas siniestras de las que hay que salir o acaso evitarlas. Siempre que piensa en ella, quiere verla fuera de las pesadillas que la acechan y lejos de los terrores oníricos que le ha contado. Pero también la ve nadar, como si viviera en el agua y con la destreza de los peces, la mira a mitad una alberca, danzar, y sincronizada, moverse en una calculada coreografía, al ritmo de una música alegre. Piensa en la escritura de una pequeña colección de versos que le ha escrito a ella y del que aún no elige título. Y como un acto inmediato y lógico, viene a sus ojos inmóviles que miran desde el balcón, la inmensidad del cielo de Santa María allá al frente, la imagen de Julieta, su hija mayor, que escribe crónicas y las cuenta con una alegría y agudeza que le hace recordar, el cuidado con que desde que fue una niña hacía las cosas. Ella le acompañaba a leer al café y fueron muchas las historias que le contó en esas aventuras que nunca olvidan ambos. A Julieta le escribió otro libro, como a cada uno de sus hijos les ha escrito pequeñas colecciones de poemas. El libro que escribió para Julieta, se llama “Cuaderno de marzo”, porque ella nació a principios de ese radiante mes y es la historia de la fantasía que hubo entre ellos. Con los ojos húmedos, atado al balcón, el hombre piensa en sus hijas amadas y quiere decirles, cómo un día su propia mitología, lo fue llevando a escribir estas palabras donde ellas viven y en las que también se guardan recuerdos como verdaderas joyas. Ve con toda claridad a Julieta niña, tomado té de manzanilla en el café del portal y de pie sobre la silla con una cuchara sin derramar ni una gota del líquido caliente que disfrutaba con una seria alegría, o mirando la historieta de “La pequeña Lulú” que él le compraba además de su periódico. Y después con los ojos mojados, como a través de un vidrio roto, ve a su hija con un vestido azul, caminando de su mano, conversando en una larga caminata de regreso a casa a lo largo de Madero. Y confunde a una y otra niña, porque también ve a Julia de su mano, caminando por la vía del tren, soñando con distancias que solo en los relatos era posible alcanzar. A las dos, les contó las mismas historias y al menos aquellos momentos, fueron de verdad felices.
El hombre de barba, se aprieta al barandal que da a la calle y sigue con la mirada, algunas aves esporádicas que trazan su vuelo en lo alto del cielo limpio. Y no abandona la visión de sus dos hijas a las que quisiera decirles que miren la vida con la agudeza de la observación que salva de la oscuridad y los pantanos que abundan en este tiempo que les ha tocado. Piensa en ellas, en esas dos niñas morenas, de las que sus historias –para él– ya son inmodificables, porque viven su vida y es suya para eso, para vivirla y sólo ellas podrán encontrar los caminos a los que ellas corresponden y serán ellas, solas frente al mundo, con las herramientas que pudieron aprender de lo que sólo han sido testigos y parte. Y él allí, desde la ventana de su cuaderno, nada habrá hecho por ellas, sino amarlas y acercarse así, como un pasante que las mira vivir, crecer, madurar, hacer la vida como se hace un edificio donde habitar.
Sin dejar de pensar en ellas, va a cerrar el balcón y a desaparecer. La tarde se vuelve parda hasta recibir la oscuridad y esa sonrisa que se le ve al mirar el cielo que comienza a nublarse, es de pensar que el tiempo ha devorado también las imágenes limpias, frescas en el reciente recuerdo. No son nada los recuerdos, más que eso, papeles que en el aire vuelan y se dispersan en sus horas de pensar y no vuelven y el tiempo camina como una bestia modificándolo todo. Son recuerdos que en su nebulosidad llevan el zumo que alimenta la historia suya que ha decidido escribir, lo que ha decidido narrar, ahora que cree que la madurez en la vida, asoma en sus ventanas.
Piensa en la muerte de nuevo, se da cuenta que desde hace días, es la muerte una pregunta incesante en su vida, como un relámpago lo es en la lluvia.
