La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
No sé si a ustedes les pasaba, pero a mí siempre se me complicó hacer combinaciones numéricas en los exámenes.
Se me complicaba, por ejemplo, escribir 10 formas diferentes en las que se podían combinar los números 2-3-4-5-6-7-8 para crear una cifra. Se me complicaba porque era floja y dispersa. Se me complicaba porque en lugar de perder el tiempo resolviendo un examen de matemáticas, hubiera preferido perder el tiempo besando a 2,3,4,5,6,7,8 compañeros. Para mí era algo más edificante por el simple hecho de que al besarlos sabría si teníamos algo en común. Algo en común como la alcalinidad de la saliva. O al menos eso creía en ese tiempo. Que las combinaciones numéricas no se me daban mas que para repartir entre las amigas los veinte cigarros que venían en la cajetilla.
Tengo mala memoria. De lo único que sí me acuerdo a la perfección es de los nombres de los chicos que he besado. Son muchos y aun así recuerdo hasta sus apellidos.
Curiosamente también recuerdo el número de teléfono de la casa donde nací y pasé los primeros diez años de mi vida. Era el 3-13-31. Fácil. Tenía muchos 3 y sólo dos 1. Y me lo aprendí porque mi mamá me obligó a recordarlo. En esa época se estaban perdiendo muchos niños en Tehuacán, entonces hizo que me lo aprendiera, como si a la hora de que el robachicos del costal me robara, fuera a tener la gentileza de acercarme a una cabina telefónica, darme mis cien pesotes para marcar el 3-13-31 y decirle a mi jefa: “Mamá, soy Alejandra. Me está llevando el señor robachicos, pero no podía desparecer sin antes decirte que al fin me aprendí el teléfono de la casa… ¡ah!, y que te amo. Cuida al perro. Adiós”.
Treinta y cinco años más tarde tengo fresca esa combinación de números que significaba la diferencia entre desaparecer con gracia o desaparecer siendo una pelada y una burra para los números.
Cuánto ha crecido la población desde 1982 que ahora los números de teléfono tienen por lo menos 10 dígitos. Y ya no hablemos del teléfono a secas, que era ese aparato negro o de colores parecido a un cofrecito, cuyo mecanismo para hablar consistía en un disco giratorio donde se le atoraban los dedos a los gordos, y cuyo mecanismo para colgar era mucho más violento que el de los nuevos aparatos de telefonía. ¡Cuántas veces no descargamos nuestra furia azotando el auricular, que era una especie de manija pesada en forma de plátano, contra las dos pestañitas que subían y bajaban para dar línea!
No es lo mismo tocar con la yema del dedo una pantalla con algo parecido a un “botón” (inexistente) de color rojo, que darle un sanjuanazo al aparato que nos comunicaba con el indeseable. Colgar en esos teléfonos tenía un carácter, un sentido ulterior. Sobre todo cuando el fulano que estaba del otro lado de la línea esperaba una respuesta amable y no un “chaz, pum pum pum pum pum pum”.
El que colgaba sentía un placer infinito, y al que le colgaban de esa manera recibía un mensaje directísimo sin necesidad de palabras. Un “eres un pendejo” abreviado y elegante.
Ahora con tantos aparatos nuevos que hay que comprar año con año para pertenecer a la modernidad, uno puede conservar su número con sólo avisarle al prestador del servicio. Este trámite se puede hacer vía telefónica (¿qué no se hace en el teléfono, si hasta se pueden tener orgasmos?).
Pero hay veces que por causas personales, uno decide cambiar el número de teléfono.
He conocido a gente que en verdad sufre y se acongoja por verse obligado a cambiarlo. Gente que se cree (o que es) muy importante y necesita conservar sus contactos.
En la vorágine de la vida actual es complicado recuperar la agenda en su totalidad, ya que el famoso Cloud no guarda todos los números y misteriosamente hay algunos que sólo se almacenan en la tarjeta SIM.
¡Qué complicación! Estoy segura que si mi abuelo leyera este texto no entendería ni la mitad de lo que estoy hablando. Él se quedó en la era de los Ericsson de disco, a pesar de que ya habían salido los Panasonic inalámbricos.
Mi abuelo era ese tipo de personaje rejego que a fuerzas quería darle vuelta a los discos compactos aunque le hubiéramos enseñado mil veces que sólo jalaban por un lado.
Pero regresando al tema de las combinaciones numéricas, no entiendo porqué si los números pueden combinarse infinitamente (o casi), las compañías telefónicas reciclan dichas combinaciones y las meten en un chip que te venden como nuevo, es decir, tú compras un chip en el Oxxo y de pronto resulta que te empiezan a llegar mensajes de personas que en tu vida has visto ni escuchado. O te llegan mensajes o te marcan cien veces. Y la gente que suele marcar cien veces a un número que tenía otra persona, parece no entender que el número ha cambiado de dueño. No es nada extraño que el extraño que te llama pregunta dos o tres veces seguidas si acaso “Juana Pérez” perdió su celular y tú lo tienes. Y por más que le expliques al extraño que no, que no tienes el aparato, pero sí el número, se queda callado unos segundos como esperando que le llegue una iluminación divina para comprender que los números se reciclan y que quien le contestó no es Juana Pérez sino un pelmazo al que Telcel le vio la cara por enésima vez generándole más molestias que beneficios.
Hace un año me dieron un nuevo celular por parte de la empresa donde trabajo. Un celular con un nuevo chip, es decir, con un nuevo número, pero resultó que ni tan nuevo.
A la semana de utilizarlo comenzaron a llegar mensajes de una mujer que me reclamaba todo el tiempo que yo (o sea, que la ex dueña del número) andaba de puta con su marido.
¿Qué hice al respecto?
Primero hice lo “correcto”. Le devolví el mensaje aclarándole que yo no era la puta de su marido sino otra persona que también ha robado maridos, pero no precisamente el suyo, un tal “Abelardo”.
La señora, furiosa, no me creyó y comenzó a despotricar. Me gustó tanto su estilo “Bondojito” de descalificar a la pécora, que en lugar de bloquearla esperé a que llegaran los siguientes mensajes.
La señora (nunca supe su nombre) mandaba los mensajes de distintos números. Los mandaba, y aunque no obtenía respuesta, perseveraba en el ataque.
Después de varios mensajes me puse a armar la trama completa.
Abelardo era su marido. Un hombre que le ponía los cuernos no sólo conmigo (es decir, con la dueña original de número) sino con otras.
Abelardo y la señora tenían dos hijos llamados Marina y Lucas. Seguramente Marina era la mayor porque la mencionaba primero.
La señora le revisaba el teléfono a Abelardo cuando Abelado llegaba pedo. Ojo: no llegaba borracho, llegaba pedo. Así lo decía la señora.
Abelardo tenía otra amante que se llamaba “La puta de María”. Lo supe al cuarto mensaje, que decía: “Ni tú, pinche sorra varata, ni la puta de María me lo van a quitar. No son nada para el. Ni tú ni esa pinche puta de María valen verga. Él solo juega con ustedes, putas del mal”.
La señora también sabía de la existencia de “La puta de María” por la misma vía: por el celular de Abelardo. Una vez, la señora me mandó “screenshot” de un mensaje que ella le había mandado a “La puta de María” para advertirle lo mismo que a mí (la otra amante de su marido). El mensaje decía lo siguiente: “Mira, sorra varata, esta es la otra puta de Abelardo. Otra puta varata que como tu me lo quiere bajar, pero no se les va a hacer porque son unas gatas putas varatas y el solo juega con las putas varatas cuando anda pedo porque sobrio es solo mío”.
A continuación, la señora me envió el pantallazo de la conversación entre Abelardo y “La puta de María”. Decía lo siguiente:
Abelardo: Te veo a las 12 en el estacionamiento de la 3. Vamos a comer al Negrito y de ahí te voy a hacer gozar.
La puta de María: Jajaja hasta que me invitas a comer, ya estaba arta de pura caguama. Y eso de gozar pues ya sabes que siempre.
Pasó un mes y ya no llegaban más mensajes. La verdad hasta extrañaba a la señora que le cuidaba la bragueta a Abelardo con tanto candor.
Poco tiempo después volvió al ataque…
“Aléjate de Abelardo, puta varata. Ya te dije que el es mio… te puedes quedar con tu bastardo porque Abelardo solo es padre de Marina y Lucas. Tu bastardo puede morirse de hambre como tú, porque ni ha de ser hijo de Abel. Y si sí es un bastardo que nunca va a tener a su padre porque su madre es una puta varata. Entiende. Ya deja de sonsacarlo si no kieres que te eche a mis hermanos. Ya sabemos a donde te fuiste a vivir, puta varata”.
¡La novela llegaba al clímax! O sea que don Abelardo salió bien gallo. En menos de tres meses en el que tuve el antiguo número de teléfono de su amante, ésta había parido un chamaco fruto de ese amor prohibido.
Los mensajes siguieron pese a que la señora nunca obtenía respuesta…
“Crees ke me krei el cuento de que cambiaste de teléfono, gata desgraciada. Pero ya me dijeron que andas de buscona de nuevo y diciendo de ese bastardo es de Abelardo. Por última vez te lo digo: déjanos en paz pk Abelardo nomás de usó como a todas sus putas, como a La puta de María que ya despareció porque mis hermanos le fueron a poner un estatequieto. ¿Quieres lo mismo? Si no, aléjate. Yo no me ando con chingaderas. Advertida estás, perra”.
Siguieron llegando los mensajes hasta el mal día en que perdí mi celular.
Ya no quise recuperar el número que fuera de la amante del tal Abelardo porque de pronto empecé a creer que en verdad yo era esa mujer. Así que no supe en qué paró el drama, pero supongo que Abelardo siguió viendo a su amante mientras la señora hacía pataletas por Whatsapp.
Lo que me intrigaba más era que en cada mensaje se notaba una especie de apología a la infidelidad del marido, es decir, el tal Abelardo no tenía la culpa de nada. El hombre era “de la señora”. Suyo. De su propiedad, y por lo tanto, un ángel tentado por la diabla que fue dueña mi número.
Debo confesar que esta experiencia me divirtió como loca. Imaginaba los rostros de Abelardo, los niños, la señora, y el de “La puta de María”.
Pero algo extraño pasaba con el rostro de la recipiendaria de las pedradas. Traté de imaginarlo mil veces y… siempre vi el mío.
