La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Desde que los habitantes de Sodoma y Gomorra desaparecieron de la faz de la tierra, una falsa moral se apoderó de la humanidad.

Se siguieron haciendo orgías, pero en lo en lo oscurito. Las perversiones dejaron de practicarse en la plaza pública y se instalaron en las casas y en las camas particulares… o en petit comité.

El tiempo transforma o arraiga las costumbres, y hablando de la normalidad de la  monogamia, se nos ha hecho creer que es la forma “correcta” de construir un tejido social sano. Al menos en occidente.

Se nos olvida que en la época dorada de los reyes y los nobles, la mujer se casaba para obtener un pase automático a la promiscuidad. La doncella casadera que estaba sentenciada a cohabitar con un tipo al que conocía en día de su boda, recibía a sus amantes en el gabinete donde, supuestamente, sería instruida por algún preceptor o aprendería a escribir versos gracias a las gentilezas de un bardo, generalmente más joven y apuesto que el marido. ¿Y qué pasaba ahí dentro? “La madame se dejaba hacer”.

El marido lo sabía, los criados los sabían y la sociedad lo sabía. El matrimonio era, pues, la puerta dorada hacia una vida sexual plena. Eran polígamos y no por ello corría sangre o se deshacían familias. Finalmente el matrimonio era (y sigue siendo) un vulgar negocio.

Luego algo extraño pasó, pues esa práctica tan común se volvió tabú. Las afrentas por faltas al honor aumentaron. Los machos se multiplicaron y… caput.

Los libertinos llevan varios siglos ocultándose. Se guarecen del escrutinio público porque de conocerse sus “mañas” la sociedad los lapida.

El hombre infiel continúa siendo laureado por sus compañeros de género, pero la mujer infiel era hasta hace poco la escoria más nauseabunda.

Han tenido de aconteces millones de calamidades para que el macho asimile que la mujer tiene el mismo derecho al libertinaje. Todavía, hasta mi generación, era impensable que se le hicieran loas a la proterva. Sobre la mancornadora caían siempre todas las maldiciones descubiertas y por descubrir. La mujer que amaba a muchos hombres era segregada de sus círculo social y las personas de su mismo género eran las indicadas para devastar eficazmente su imagen.

 

Voy en el auto escuchando el playlist de mi hija, una niña de 14 que escucha lo que escuchan los jóvenes (nos guste o no). Se Llama reguetón y es una realidad que nos consume, pero es la realidad.

He visto en internet a cientos de madres preocupadas porque sus hijos adolescentes consumen esa música cargada de misoginia y degradación. Esas madres han hecho hasta campañas para evitar que dicha música llegue a sus polluelos.

¿Es eso posible?

Podrán decir que sí. Que si “se les educa bien” y que “si se les enseñan valores” y que “si se les afina el gusto mediante otra clase de rigor estético”, los chavos estarán a salvo.

¡Ja! Lo mismo decían mis padres cuando querían evitar a toda costa que oyera Heavy Metal porque era diabólico y violento.

Pues les tengo noticias: el reguetón ya rebasó el límite de lo perecedero. Con esto quiero decir que lleva más de diez años sonando y cada vez adquiere más fuerza, no sólo entre el así llamado “peladaje”, sino entre jóvenes de “buena cuna” que lo cantan y bailan en todas sus fiestas.

Hoy en día, si no hay reguetón en la party, la party es de hueva. Así de fácil y sencillo.

Repito: voy escuchando los reguetones que salen del iPhone de mi hija. Pongo atención a las letras. Sí. Son de un mal gusto legendario. En primera por la perversión del lenguaje. Acentúan las palabras mal, se comen sílabas, no hay buena versificación, pasan del singular al plural, no distinguen el masculino del femenino. Pero qué se les puede pedir a esos sujetos si son a todas luces unos proto-simios analfabetas. Muy guapetones, como el tal Maluma, pero son fulanos que salieron de los basureros de Puelto Lico, y así…

Sigo escuchando y recuerdo los días pasados cuando visité un antro y bailaba sin empacho esos ritmos. Miraba a las chicas (a las que les doblo la edad) perreando intenso con sus galanes. ¿Parecían felices entonando estribillos que las cosificaban y denigraban? No parecían, ERAN felices. Como nosotros fuimos felices madreándonos en un tonto slam mientras oíamos a Pantera.

Mi hija se sabe todas las canciones del tal Maluma y demás pelandrujos. Las canta con fervor espartano. ¿Sabe lo que dicen? Claro que lo sabe, y tanto lo sabe que su mirada se torna apenada cuando ve que yo, su madre, la miro desde el retrovisor mientras canta:

 

Ahora dice que no me conoce

nonononono

que si me ha visto se supone que en el pasado fue

 yo sí me ACUELDO cómo lo hacíamos

como en la cama nos matábamos

 

Estoy a punto de castigarle el celular. De prohibirle que escuche esas canciones. De hacerle un cocowash y decirle que esa música es para Maras Salvatruchas…

¿Servirá mi aleccionamiento? ¿Me va a hacer caso?

No. En absoluto.

Le bajo dos niveles a mi estrés, recuerdo que yo también fui aborrecente. Sigo escuchando, ahora una que dice:

 

Si conmigo te quedas
O con otro tú te vas
No me importa un carajo
Porque sé que volverás

Y si con otro pasas el rato
Vamos a ser feliz, vamos a ser feliz
Felices los cuatro
Te agrandamos el cuarto

 

Desde hace diez años los jóvenes están escuchando esto. Lo adoptan como himno. Les gusta el contenido.

En el reguetón no existen los celos. Hay, sí, una carga fuerte de misoginia y mal gusto, pero que las propias mujeres refuerzan al consumirlo con júbilo.

Vamo a ser felices los cuatro, canta un macho en retiro. Un macho converso.

Dentro de  todo lo jodido que tiene el reguetón hay algo rescatable: ha relajado a los tribunales morales y ha normalizado lo que nos fue arrebatado por el cristianismo: la naturaleza polígama de nuestra especie.

Por eso creo que estamos viviendo, al fin, la era de la abolición de la monogamia.

La forma no es la más elegante ni la más deseada, pero, ¡algo tenían que aportarle al mundo los abúlicos millennials!

 

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