Pobladores de un lugar de Tepeaca que se dedican a la venta de combustible robado afirman que sus clientes, la mayoría, van de la capital para abastecerse el líquido, como lo llaman

Por Guadalupe Bravo 

Los llaman huachicoleros; son jóvenes, adultos y familias enteras que se dedican a la ordeña, traslado y venta ilegal de combustible.

Comprarlo parece una tarea complicada, los pobladores sólo dan una recomendación, indicaciones escuetas y un nombre.

Para llegar a la comunidad recomendada de Tepeaca hay que abrirse camino entre ganado y tierra; si es en auto, se puede acceder al lugar en tan sólo 20 minutos.

Los adornos de feria cubren el parque del pueblo; la iglesia se encuentra en remodelación, la ampliarán, el sacerdote quiere que entren mil personas, más de los habitantes que tiene la comunidad.

Es un pueblo fantasma, los comercios están cerrados; es un sábado por la tarde, sólo unos cuantos bares brindan servicio.

En las calles aún se observan bardas pintadas que invitan a votar por el PRI, muros que prometen a los pobladores una mejor calidad de vida, oportunidad que han alcanzado con la venta del líquido, así le llaman al huachicol.

Después de descifrar indicaciones de los habitantes —y sortear la desconfianza—, se observa una vivienda donde está en construcción un segundo piso.

Sale una señora a quien se le pregunta por José, “no está”, es lo primero que responde y observa a quien le pregunta, sabe que no pertenece a la comunidad y también sabe por qué está ahí. Insiste.

Un hombre de no más de 40 años, moreno, de bigote, con gorra y pantalón de mezclilla salió de la casa y dijo con voz grave pero cautelosa que llamaría a alguien más, a Francisco.

Él es una persona joven, delgada, morena, apenas rebasa los 1.50 metros de estatura.

Llegó en lugar de su hermano, a quien recomendaron, pero que en ese momento se encontraba en el ducto de donde extraen el combustible, por lo cual él despachará.

El combustible robado lo almacenan en un tonel que se ubica en el jardín de su casa, escondido entre los tendederos y ropa, donde hay niños jugando.

Los vecinos observan por la barda, callan y desaparecen.

El señor que llamó a Francisco vigila en la esquina mientras éste saca una silla de madera, una manguera y tres galones: “Son 50 litros, chéquelo”, dice.

El olor es penetrante, ríe, señala que si se es primerizo el golpe afecta, pero “te acostumbras”, añade mientras despacha.

Intenta hacer plática, comenta que “de la capital van muchos a comprar, se llevan bidones” y pide que lo recomienden.

Asegura que necesita más clientes, puesto que cada integrante de su familia tiene su propio líquido y debe competir.

Agrega que dejó la escuela para dedicarse al huachicoleo de tiempo completo, ahora esa es su vida, aprende de matemáticas y química al venderlo; señala que así le será más fácil alcanzar lo que desea, incluso si se arriesga a pasar su juventud encerrado en una celda.

Solía ser llenador —como les dicen a las personas dedicadas sólo a abastecer los tanques con el hidrocarburo robado— en ese puesto duró tan sólo dos meses, su hermano, dijo, aún sigue en ese cargo, lleva más de un año y ya le reportan cada movimiento.

Ronda un helicóptero por la zona, se escucha cerca, guardan silencio. Francisco baja y esconde el galón con nerviosismo, luego señala: “Pasó muy lejos, hasta aquí su cámara no ve”, lo regresa y continúa despachando.

El helicóptero vigila una toma de gas LP del otro lado de la pista, “ahí en un pueblito por El Parra, los huachicoleros regalan el combustible a los pobladores y a los que transitan por el lugar, pero si explota no quedan ni los pelos de uno”, refiere.

Indica que en esa zona nunca ha explotado ninguna toma, pero “lleva tres días que escaseó porque no han soltado el combustible”.

El miedo es latente, pero él, Francisco, está confiado, sabe que tiene vigilantes en el cerro y tienen su número para alertarlo.

Todos los huachicoleros se conocen, asegura que a las afueras de Tepeaca, en otros municipios, hay más bandera, como les llama.

A lo lejos se ve el cerro, junto a una gasolinera que pareciera que ningún cliente frecuenta, sólo tiene de visitantes a los halcones que observan a lo largo de la carretera el paso de las patrullas de la Policía Municipal.

Francisco escupe el miedo, dice que teme más que sus vecinos le pongan el dedo que a los rondines aéreos de la policía; recuerda que a uno de ellos lo detuvieron con 800 mil litros de gasolina y le quitaron la camioneta.

Todos saben que alguien cantó y según él, si eso continúa se arriesgan a un levantón. “No está tan grave como en Palmar, pero sí los golpean para que no rajen”, apunta mientras sigue despachando.

Le preocupa que no suelten el combustible, se le está terminando y le han aumentado el costo del viaje, más de siete mil pesos por no ser descubiertos.

Entre la conversación que duró poco más de 20 minutos, termina de llenar el tanque, la tarea se completó.

“¿En cuánto se la dejo?”, pregunta, “en nueve pesos, es de tu hermano”, le responden.

El precio sugiere que para los pobladores el huachicol es más barato, depende de quién lo compre.

Son 450 pesos por el bidón lleno. Francisco saca de su cartera billetes de 50, 100, 200 y 500 pesos. Afirma que no la perdería por nada del mundo, pues que siga vendiendo combustible robado de los ductos de Pemex depende de ella.

El auto va de regreso con el tanque lleno, sólo durará una semana.

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