Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria
El primer día de clases a la hora de la salida, no vi a mi pariente para volver juntos en el camión Santa María y después transbordar en el Centro y en la parada de la Plaza de Armas tomar el Directo para bajarnos en la tienda “Los Pingüinos" sobre el Acueducto, o nos podíamos bajar en Villalongín del Santa María y caminar hasta la casa, muy cerca de la Inmaculada.
Mi hermano Noel –egresado de la misma Secundaria Técnica Industrial número sesenta– nos había explicado con una precisión y cálculo perfectos, el itinerario que debíamos seguir, pero a la salida no vi a mi primo. “En la puerta, el que salga primero, espera al otro”, habíamos dicho. Me esperé hasta que vi que en su salón –1º C– no había nadie. Lo extraño –y no recuerdo la razón–, es que él traía el dinero para el camión de ambos. Sencillamente se largó y cuando pude preguntar por él a uno de sus compañeros que estaba en la parada del camión, me dijo que ya se había ido. Imaginé a mi primo (en realidad sobrino), escaparse por egoísmo y con ello darme una lección de su apetecida superioridad. Escapó. Supe que cuando apareció en mi casa, llegó y dijo que yo me había ido a jugar con unos amigos. Tragedia para mi hermana Eva que un tiempo estuvo acompañándonos y como responsable de la improvisada casa de estudiantes.
–Pero se va a perder, no conoce Morelia –le había dicho mi hermana–, cómo pudo hacer eso…
Aquel, le dijo que él me había dado lo de mi pasaje, mintiendo con todas las palabras. Imagino al infame, poner cara de inocente y reírse en silencio, mientras yo, lejos de ahí, luchaba contra la Esfinge de Tebas, buscando –como Edipo– ser el vencedor, después de descifrar los distintos enigmas que tenía enfrente.
A ciegas tuve que enfrentar el regreso que conocía nebulosamente. Sabía cuál era el rumbo, pero no imaginaba en la práctica, la complejidad de las calles. Frente a mí –después de pasar la Plaza Carrillo–, se levantaba un muro que al adolescente de 11 años, le parecía infranqueable. Y en ese momento –lo dice con claridad el recuerdo–, subía por Abasolo como si fuera a tientas. Nada podía entender de lo poco que veía y una sensación de ahogo comenzaba en todo mi cuerpo. La respiración estaba agitada como si fuera corriendo, pero no, yo caminaba y trataba de hacerlo despacio, aunque algo me empujara a caminar más rápido que mi propia voluntad. En esos momentos en los que también se puede creer que alguien viene persiguiendo al perdido, a escasos metros de la plazuela, me volví a ver hacia atrás y vi que venía en una espléndida bicicleta roja mediana, uno de los que había visto en mi salón. Se detuvo y me dijo amable “¿Vives por aquí?”. De inmediato le dije que no, que vivía en la Vasco de Quiroga, como para que me dijera que estaba cerca, que no me preocupara si estaba perdido, pero no dijo nada, ni notó que yo no conocía la ciudad. Bajó de su bicicleta y caminamos hasta su casa, porque él vivía sobre Abasolo. Cuando llegamos, me dijo, “aquí vivo”. Un portón grande, blanco, me pareció en de un castillo. El piso de mosaico y flanqueado por macetas en el área (la cochera) y un cancel que separaba aquel corredor del patio bordeado por un pasillo que hacía ángulo y por el que con mucha naturalidad él desapareció. Sólo dijo “espérame”. Luego lo vi cruzar al fondo en lo que debía ser la cocina y volvió con un vaso con agua para mí. Me invitó a pasar y yo estaba impresionado. Vi la sala inmensa, el comedor y después pasé a su recámara. Había servidumbre y nunca había imaginado una recámara así, jamás había visto algo igual. Sobre un ropero color caoba, la colección de personajes de Walt Disney que salían en los gansitos, submarinos y pingüinos como regalo coleccionable de los que yo tenía una buena cantidad, porque en mi pueblo también llegaban, pero allí, aquel compañero perfectamente peinado con brillantina y muy elegante, tenía toda la colección, toda. Sentado en la cama me platicó algo que no recuerdo, pero pasó el tiempo suficiente, como para que llegara su hermana menor, hermosa muchacha de la que algunos de nosotros, tiempo después, tácitamente y de modo secreto, caeríamos enamorados de ella.
Me fui de la casa de mi compañero del que aún desconocía el nombre, pero que de inmediato lo nombré mi amigo, porque al menos me había dado agua y me había mostrado una casa que sólo en la película “María Isabel” con Silvia Pinal, había visto.
Sin pedirlo, mi nuevo amigo, me había dicho que caminando por toda la avenida Madero, me llevaría a “los arcos” (el Acueducto). Nunca dejé que se notara mi extravío, pero Luis Arturo (Tenían nombre de película) me dijo señalándome con el brazo en alto, algo así como “te vas por aquí, llegas a la Plaza de Armas, y te vas por todo Madero hasta los arcos”. Así lo hice. Caminé de subida por todo Abasolo, recuerdo haber visto el majestuoso Cine del Río. Cuando llegué a la Plaza de Armas también vi el Cine Colonial, al que iría por vez primera meses más tarde y allí supe para dónde debía seguir la caminata.
Caminé, caminé y la avenida me parecía interminable, pero sabía que hacia allá era el destino. Había un sol espléndido y no puedo negar que sufrí con la permanente incertidumbre, hasta que vi frente a mí “los arcos”, Villalongín, la Calzada Fray Antonio de San Miguel, la salvación…
Pero en mi casa, estaban preocupados dramáticamente…º
