Figuraciones Mías

Por: Neftalí Coria

 

Y el hombre –como Butes–, saltó al mar de la escritura. Fue tras el canto humano y lo sedujo que le dolió, como duele una herida de muerte. Y lo ha pagado en lo que debe valer: precio alto, caro para la visión ordinaria. Un salto a la escritura, con las agallas y con la decisión que lo ha traído hasta aquí, a estos ventanales del mundo en los que no deja de mirar, preguntarse y desconfiar más. Aquel salto, lo ha dejado allí, en el sitio donde sus amigos que han tenido una vida de ciudadanos ejemplares, lo han visto como un exiliado del orden, el equivocado, el que va por la orilla de la vida, el que se dedicó al trabajo fácil, el que “se descarriló”, como oyó decir a su madre un día al referirse a un joven de su pueblo, que abandonó los estudios universitarios y se marchó, simplemente se marchó. Y vio el miedo de su madre, cuando él se marchó de la vida “normal” de un joven que debía progresar y tener otros sueños de los que ella nunca entendió. Él sí, comprendió bien que María, su madre, que deseaba que fuera un hombre “de bien”, una persona que fuera caminando por el buen camino del mundo, que no se complicara la vida con las abstracciones que él se alegraba de haber encontrado en la lectura a cada día que pasaba. Comprendió a su madre, porque comprenderla había sido una más de las misiones suyas y ella de un modo inexplicable, se lo había pedido y le había enseñado –si decirlo por supuesto–, cuando de niño lo encomendó al resguardo de su hermana Elvira. La comprendió, porque después de diez hijos, el onceavo inesperado que él fue, debía estar cansada y las hermanas mayores debieron hacerse cargo de él. Aunque aquello duró poco, porque pronto Elvira se casaría con el bueno de Roberto y lo abandonaría a la suerte de una madre a la que le costó trabajo aceptar. Pero era su madre y a “la madre se le quiere, se le respeta y se le venera”, oía por todos los confines familiares. Nunca pudo entender el matrimonio de su hermana amada, hermosa y buena como una madre. Y a lo largo de su vida, siempre tuvo pendiente que las mujeres de su vida, no hicieran lo mismo con su corazón, aunque también a ciegas buscara su abandono.

Hoy puede ver en su obra escrita, que no mintió en esas figuras que aprendió a usar con las palabras que brotaron del corazón que nunca pudo cerrar la herida.

Soy quien va por la vida tropezando y cayendo delante de cada piedra con la que tropiezo. Mis pocas ambiciones, me han evitado los sueños imposibles y los deseos inconmensurables que están de verdad lejos de cumplirse. Nunca he buscado lo que muchos sueñan de verdad, sin reparar en la calidad de lo que hacen; hacerlo bien o destruirlo, ha sido la ley de mi oficio. Nunca soñé la fama y el mal llamado “éxito”. Soñar con escribir una obra que alegre mi vida y me guste, me ha bastado. Me he contentado con seguir haciendo las cosas en las creo y son pocas. Mencionarlas, parecería una modestia falsa que también detesto escuchar de voz otros escritores, como también odio minimizar lo que escribo, porque si lo he escrito –dado el trabajo invertido que lo ha labrado–, no es para hacerlo pasar por una minucia devaluada por la modestia. Sé también que el juego de las competencias entre mis iguales, no es mi preocupación. Veo con asco el egoísmo y la amarilla envidia entre escritores, por aparecer en cada foro que consiguen e incansablemente buscan. Y me da una especie de tristeza mirar a los jóvenes que escriben para tener “una profesión” y convertirse en el abominable “escritor profesional” que no es más que un pobrísimo obrero de las palabras reunidas para venderlas en el mercado de la vanidad. O esos otros profesionales que estudian la literatura como sanguijuelas de presupuestos universitarios haciendo a un lado y despreciando a los creadores o celebrando a los “científicos literarios”, como dicen que dijo auto nombrándose, una de ellas, siendo directora de la escuela de letras cuando les negó trabajo a los poetas, aunque nadie de ellos lo pidiera.

Escribir es para mí, como para Marguerite Duras, a quien visite en su tumba y le hablé mucho mientras miraba sus flores rojas que la acompañan junto a su lápida, trazar la vida–escritura a contrapelo y frente a la vida desnuda. Escribir para mí, es contemplar como sale la sangre de una herida, pero también escribo porque amo personas, cosas y sueños de la vida íntima. Escribir con la carne, con los huesos, con las manos desatadas y los ojos crueles que lo han mirado todo y braman con las palabras que llegan de un manantial verdadero, hasta hacer caer las palabras en el vertedero del destino. Escribir con la sangre del silencio, con el alcohol del mundo, con los perros aullando de las noches solas, con las flores marchitas de los días que se van, arrastrados por bestias que me despiertan cuando duermo y me hacen una bestia más, absurda, aullante que todo lo deshace, que todo lo destruye y lo deja hecho pedazos para volver a levantarlo y curarlo con las palabras o matarlo también con las palabras.

Creo como Sergio Magaña, mi remoto maestro de teatro, que se debe escribir para herir el corazón de los demás, para cercenar nuestras creencias y para dar muerte al miedo. Para eso también es que estoy escribiendo estas líneas en las que viven otros que me enseñaron a decir con las palabras, lo que en el silencio ya estaba dicho.º

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