Por: Mario Galeana 

Quienes la conocen dicen que siem­pre fue posible prevenir su llegada dos calles antes: la risa y la voz eran tan recias que para entonces todos sabían que quien iba caminando era Enoé González Cabrera, la mujer fuerte de Huauchinango.

Nació un día después de la Navidad de 1954 en una casa humilde, donde el padre pasaba horas enteras cur­tiendo el cuero para hacer cinturones y correas, y la madre se dedicaba a los guisos y la crianza de los hijos.

Ambos cursaron hasta el segundo año de primaria, y eso les bastó para ser líderes sociales en la serranía al norte de Puebla. Enoé decía a sus cercanos que ellos, sus padres, no eran abogados de oficio, pero siem­pre se presentaban ante los jueces para defender a quien se los pidiera.

Decía, también, que por eso ella era una líder natural. “Esa fue mi es­cuela de vida”, contaba con un tono desprovisto de cualquier tipo de so­berbia. Llegó a las aulas universita­rias a los 19, y a los 23 era ya abogada en Derecho. Mientras escudriñaba los códigos y las leyes, se daba tiem­po también para recorrer kilómetros enteros cada día: fue la más joven notificadora fiscal de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP).

Con la sonrisa amplia, el gesto afa­ble y la fuerza en la voz fue ganan­do simpatías en Huauchinango, el pueblo que querría toda la vida, y a los 27 era ya líder juvenil del Frente Nacional Revolucionario Estudiantil del PRI, partido al que había llegado cuando era apenas una adolescente de 16 años.

Su mentor político fue Alberto Ji­ménez Morales, integrante de una familia con una larga tradición po­lítica en la Sierra Norte, que tuvo un exponente en Guillermo Jiménez Morales, ex gobernador de Puebla.

Con el respaldo de familias políticas de abolengo, llegó a la Secretaría General del Comité Directivo Es­tatal (CDE) del PRI en Puebla en 1986, aunque sólo duraría ese año en el encargo.

Sin embargo, el futuro guar­daba para ella algo más signifi­cativo: un año después, con un resultado arrollador en las urnas, se convirtió en la segunda mujer que dirigía el Ayuntamiento de Huauchinango.

Siendo tres veces diputada lo­cal y una vez más diputada fede­ral, la presidencia municipal de aquel pueblo lluvioso sería, para siempre, lo más grande y lo más bello de toda su carrera política.

“Ahí se resolvían los problemas inmediatos. La población está tan cercana a sus autoridades, que todo podía siempre dirimir­se. Tengo ese grato recuerdo: ser presidenta de mi pueblo. Ahí me formé. O, digamos, ahí me formé más, porque siempre se aprende.

Quien diga que es un político culminado está mintiendo”, le contaba a sus trabajadores.

Su salida del PRI

Y así, con esa misma naturali­dad, Enoé dijo algún día que en el PRI ya no había espacio para ella. Que su partido estaba ce­rrándole las puertas a las muje­res, y que por eso se decantaba por el turquesa.

En 2012, la mujer fuerte de Huauchinango quemó las naves y, aunque jamás renunció, dejó al tricolor. Anunció junto a Ge­rardo Islas Maldonado que en Nueva Alianza se le contempla­ba como candidata al Senado de la República.

Hizo mítines y habló fuerte, y eso la llevó a ocupar el segundo lugar de la fórmula al Senado de la República, aunque finalmen­te fue otra mujer, Blanca Alcalá Ruiz, quien resultó elegida en aquella elección.

Pero, para Enoé, la vida fue siem­pre una fiesta. Tenía, sí, voz de tenor. Y no es alegoría: grabó dos discos, uno con el coro Bicentenario de Huauchinango: las voces de 500 mujeres, entre ellas, una portentosa, estertórea: la suya.

Sí. Quienes la conocen dicen que siempre fue posible prevenir su lle­gada dos calles antes: la risa y la voz eran tan recias que para entonces to­dos sabían que quien iba caminando era Enoé González Cabrera, la mujer fuerte de Huauchinango.

Y ella misma dijo, hace no mucho, quién era:

“Lo más importante es saber vivir y disfrutar cada momento, porque uno no sabe en qué momento puede uno dejar de transitar en esta vida. Pero lo que se hace debe hacerse con esa gran actitud de sentirse bien, porque sintiéndose bien, puede ha­cer que se sientan bien los demás. Esa es Enoé González Cabrera.”

Amiga que te vas / quizá no te vea más (a Enoé González en su exilio interior)*

Por: Mario Alberto Mejía

No la he podido ver.

No la he querido ver.

Prefiero recordar a Enoé González Cabrera irrum­piendo en cualquier espacio con sus carcajadas y entrando en una conversación con su voz rotunda, grave, generosa.

Los hospitales no me gustan.

Cuando estuve en uno hace tres años cerraba los ojos para no ver dónde me encontraba.

Los hospitales —aún los cáli­dos— conservan un olor a cloro­formo.

Suenan a calzado clínico de en­fermera caminando por un piso frío, recién trapeado.

(“Por ti pintan de azul los hospi­tales”, le escribió Neruda a García Lorca en una oda).

En México, no sé por qué, el color oficial de los hospitales es el ama­rillo-depresión o el amarillo-bilis.

Un domingo de enero nos fui­mos a comer al restaurante Azur.

Ya no era la misma.

Había algo en ella que ocul­taba a la mujer feliz que ha sido siempre.

No hubo tantas carcajadas esa vez.

Hubo en cambio una mirada nostálgica que quería decirnos algo.

Recuerdo a Enoé el día que la conocí en Huauchinango: jubi­losa, cariñosa, abrazando a todo mundo.

A los pocos meses la vi en el Cine Catalina rindiendo protesta como presidenta municipal.

Dos cosas quedaron siempre en el recuerdo: la frase fidelista “con Huauchinango todo, contra Huauchinango nada” y una seño­ra que no se le despegó ni a la hora de las fotos oficiales.

Una mujer humilde, de cabello largo, de mirada extraña.

—¿Quién es esta señora, Enoé? —le pregunté varios días después, teniendo casi encima la mirada hosca de la mujer.

—¡Es mi comadre Herminia! — dijo, y soltó una carcajada.

—¿Y por qué nunca se separa de ti?

—¡Ohhh, mi Mario, porque es la que me cuida de los malosos!

Ahí entendí que era una especie de bruja buena que le alejaba los malos espíritus que suelen visitar a los políticos.

A la señora la sustituyó con el tiempo la Virgen de Juquilita.

Cada año iba a verla con una de­voción extraña.

Era algo más, para ella, que una Virgen del ritual católico mexi­cano.

Y con esa devoción le hizo un al­tar en su casa donde comíamos los platos más excelsos preparados por una colaboradora suya.

Tras largas décadas dedicadas a la política y al servicio de la gente, Enoé está hoy ausente en algún hospital poblano.

Vive algo así como un exilio personal en el que el tiempo no transcurre.

Su área de Broca entró en receso.

Y ella misma está hoy, como diría Flaubert, a la altura de su destino.

Cuando José María Pérez Gay entró en receso, su hermano Ra­fael empezó a notar los cambios rutinarios.

El brillante intelectual doblado de novelista terminó en una silla de ruedas ya sin el lenguaje que manejó como nadie.

Una última palabra rescató de su vocabulario enorme: “compli­cado”.

Cuando le preguntaban algo — cualquier cosa— sólo decía: “es complicado”.

Complicada su situación.

Complicada su nueva vida.

Complicado su conflicto de sa­lud.

Es complicado lo que hoy en­frenta mi queridísima Enoé, con quien —como en el poema de Mi­guel Hernández— tenemos que hablar de tantas cosas, compañe­ra del alma, compañera.

Rafael Pérez Gay relata en el libro “El cerebro de mi hermano” una anécdota que su hermano José Ma­ría siempre contaba: cuando, en­contrándose en Turín, “Nietzsche vio a un cochero darle un fuetazo a un caballo para que se moviera”.

“El filósofo —escribió Pérez Gay— cubrió al caballo con su cuerpo y empezó a llorar sin con­suelo. Nietzsche nunca regresó de esa noche.”

Alguna vez compartí esta his­toria con Enoé y ella se conmovió tanto que se le llenaron sus ojos de lágrimas.

Pese a su fortaleza, Enoé es puro corazón.

Desde mi tristeza interior le mando un beso y unas cuantas palabras.

*Esta fue la Quinta Columna del 17 de mayo de 2017

Enoé (un buen viaje)

Por: Alejandra Gómez Macchia

Hoy más que nunca somos testigos de cómo nadie está preparado para morir. Por más que todos intuyamos que desde el primer minuto de nuestra fecundación comenzamos a transitar hacia ese destino, nadie quiere dar ese paso voluntariamente.

Esta mañana sucedió lo que parecía inevitable: mi amiga Enoé, la gran Enoé González Cabrera, nos dejó después de un proceso largo de recogimiento.  Meses y meses de estar sitiada en su propio cuerpo oceánico, escuchando las voces de quien la amábamos. Oyendo, desde una extraña región del silencio, los gritos que hoy manan del exterior. Gritos de gente que, sin duda, se vería abrazada por su generosidad. La generosidad de una amiga notable. De una amiga estupenda…

Cuando Enoé cayó en cama comencé a leer a Michel de Montaigne, y de entre todos sus ensayos el primero que el azar me impuso fue uno titulado “Filosofar es aprender a morir”, del cual me gustaría citar lo siguiente: “Jóvenes y viejos abandonan la vida en la misma situación; todos salen de ella como si acabaran de entrar”. Inmediatamente pensé en ella. En Enoé. ¿Era justo que terminara su vida cuando ella, más que nadie, la disfrutaba como si acabara de entrar? No. No era justo. Pero, ¿quién dice que la vida es justa? Cerré el libro y recordé un día. El único día que la tuve toda para mí. El día que fui a presentar mi libro a Huauchinango y pasé por ella a su casa. Bajé del auto y antes de aventurarnos hacia la carretera, sacó viandas de su cocina para hacer menos pesado el trayecto. Quien haya conocido a Enoé sabrá que una de sus muchas virtudes fue ser una anfitriona faraónica. Sentarse a su mesa era instalarse en una sucursal del paraíso: mucho chile con huevo, mucha barbacoa, mucho chicharrón en salsa, y torres y torres de tortillas calientes. Todos estos manjares serranos aderezados con la sal y la pimienta del cotilleo político. Porque eso fue siempre Enoé: una política nata. De esas que ya no hay. La vi hacer política hasta en la modesta fonda de doña Fany ­–una de sus cien comadres, vecina de Yola Zegbe– que preparaba la mejor lengua en salsa verde que he probado nunca. Y hasta ahí, sentada en esas sillas plásticas, operaba toda una campaña para la manufactura de las tortillas. “¡Comadre, comadre, baje usted los recursos: acá faltan tortillitas calientes!”, decía.

Tomamos carretera y hablamos de muchas cosas. Hablamos de mí. Hablamos de ella. Hablamos de Enoecita. Hablamos del padre de Enoecita. Hablamos del gobernador. Hablamos de su época de presidenta municipal. Hablamos de los que ella consideraba sus “gurús”: de Sánchez Castañeda, de don Alberto Jiménez. Hablamos de la receta de la barbacoa a la mexicana. Hablamos de sus perros. Hablamos de su entrada a Nueva Alianza. Hablamos de sus campañas, de sus guerras. De sus enemigos, de sus amigos. Hablamos del próximo fandango en Pahuatlán. De su devoción a la virgen de Juquila. De mi ateísmo. Hablamos de su amigo Mario Alberto y de cómo gracias a él habíamos llegado a ese punto de inflexión: a viajar juntas. Sin saberlo, con ese viaje inauguraba una nueva etapa en nuestra amistad: la intimidad, la confidencia.

Desde que me presentaron a Enoé, en el año 2011, supe que había conocido a la mujer más feliz de este mundo. Jamás, nunca, le noté un rastro de amargura. Ni un mal sentimiento. A su lado todo era jolgorio y risas. Música y grilla. Toro y luna.

Querida Enoé:

No voy a citar todas las veces que nos vimos ni cómo nos conocimos ni mucho menos el último momento en el que coincidimos. Esto no es un cuento de hadas. La vida, tú lo sabes, nunca ha sido un cuento de hadas. Sin embargo, vivir sin cuentos de hadas es estar condenado a una existencia gris.

Querida amiga, tu vida no acaba aquí. Aquí solo culmina la fase más alta de tu muerte, que empezó cuando naciste. Hoy todos estamos asustados porque el suelo nos ha sacudido (literalmente), pero las grandes muertes sacuden más que el movimiento de las placas terrestres y la tuya no es una muerte pequeña, como no lo fue, tampoco, tu vida.

Puedes estar satisfecha de haber sido siempre la mujer alfa. La hija rebelde. La política astuta. La madre ejemplar. La fiesta, el ruido, el polvorete…

Esta mañana me puse a pensar en lo terrible de no saber dónde nos espera la muerte. A muchos los sorprende en terrenos hostiles. Otros se va completamente solos. Algunos no saben siquiera que llevan años deambulando entre tumbas.

Tú no, querida amiga. Tú encontraste la salida en el lugar donde todo lo bueno empieza: en casa.

Sé que lo sabes porque nos oías, pero déjame decirte que junto a ti han estado hasta el último instante tu Nuez, tus perritos, tus santos y tu Dios.

Quizás no decidiste la hora de tu retiro, pero no te marchas sola; te llevas parte de los corazones que supiste oxigenar.

Gracias por tanto cariño. Por la rumba y el vino. ¡Sólo nos faltó Pahuatlán!

Vuela tranquila pensando que el que vive un solo día lo ha visto todo.

Y tú viste (y disfrutaste) mucho más.

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *