Bitácora
Por Pascal Beltrán del Río
Sumidos en nuestra propia tragedia, los mexicanos hemos tenido poco tiempo para volver la vista al Caribe y contemplar la de Puerto Rico.
La llamada Isla del Encanto —o Borinquen, el nombre que deriva de como la denominaban los taínos— fue devastada por dos huracanes que la azotaron este mes.
Primero fue Irma, que rozó la costa norte de la isla, y luego María, que le pegó de lleno. Este último es el ciclón más poderoso en tocar Puerto Rico desde el llamado huracán Felipe II, en septiembre de 1928, que causó 300 muertos.
Este año, los decesos en la isla no han sido tantos. Se contaban menos de 20, por efecto de Irma y María, al momento de escribir estas líneas. Sin embargo, las inundaciones provocadas sobre todo por ésta última y la violencia de sus vientos, dieron al traste con infraestructura básica.
A más de una semana del paso de María, la red eléctrica de Puerto Rico está inservible y tardará meses en rehabilitarse. Miles intentaban escapar en los pocos vuelos comerciales que salían de la isla, luego de aguardar días enteros en el aeropuerto internacional Luis Muñoz Marín, convertido en un horno por la falta de aire acondicionado.
Frente a las gasolineras se han formado filas kilométricas de vehículos y personas para adquirir combustible. Y las crónicas dan cuenta de un tiempo de espera de hasta seis horas bajo el rayo del sol tropical para poder comprar una bolsa de hielo.
Hoy está en duda la viabilidad económica de la isla. Antes del impacto de los huracanes, Puerto Rico ya estaba sumido en una deuda de 72 mil millones de dólares en bonos. Desde que su economía entró en recesión en 2006, sucesivos gobiernos locales se endeudaron para cubrir pensiones y pagar servicios.
El llamado de auxilio que han lanzado sus autoridades hacia Estados Unidos —país del que Puerto Rico depende administrativamente desde 1898— fue recibido con un recordatorio de las obligaciones financieras de la isla.
En tres tuits, el presidente estadounidense Donald Trump diluyó el lunes por la tarde las esperanzas de que Puerto Rico pueda gozar de la ayuda que necesita, como la que tuvieron los estados de Texas y Florida ante el embate de Harvey e Irma.
“A Texas y Florida les está yendo bien, pero Puerto Rico, que ya sufría por una infraestructura defectuosa y una deuda masiva, está en serios problemas”, escribió Trump en la red social.
Y agregó: “Su vieja red eléctrica, que ya estaba en pésimo estado, ha sido devastada. Buena parte de la isla está destruida, con miles de millones de dólares en deuda con Wall Street y los bancos, la cual, tristemente debe ser pagada…”.
Con todo y lo que ha sufrido México en septiembre, por inundaciones y terremotos, las imágenes que llegan de Puerto Rico hacen que uno sienta pesar por la suerte de ese pueblo hermano.
“SOS, necesitamos agua y comida”, escribió alguien en una intersección de San Juan, en letras tan grandes que pueden ser vistas desde el aire. Sin embargo, no parece que la ayuda llegue pronto.
De poco sirve hoy a los puertorriqueños el derecho que tienen, desde hace un siglo, a la ciudadanía estadounidense. Fuera de la posibilidad de migrar a alguno de los estados de la Unión Americana —donde ya viven cinco millones de personas con orígenes en la isla—, no parece haber línea de salvación. Como Estado libre asociado, Puerto Rico no tiene representantes en Washington, por lo cual nadie apela allá por su rescate.
Pero hoy, antes que ser de índole política o financiera, el principal problema que enfrenta la isla es humanitario. Todas sus fuentes de ingreso han sufrido un grave daño. Buena parte de la isla sigue inundada y su infraestructura está en ruinas, por lo cual no está en condiciones de recibir turistas. Su agricultura ha sido reducida a nada. Pasará un largo tiempo antes de que se ponga en pie su industria farmacéutica, que representa 14 mil 500 millones de dólares anuales en exportaciones, una cuarta parte de las de Estados Unidos. Incluso la diáspora boricua tiene problemas para enviar ayuda porque el costo de los envíos ha subido dramáticamente.
Por si fuera poco, los saqueos y otras expresiones de la delincuencia van al alza.
La patria de Rosario Ferré, Roberto Clemente, José Ferrer y Pablo Casals sufre, y a casi nadie en el vecindario latinoamericano parece importarle.
