Por Ilse Contreras
El enojo de un habitante que iba en bicicleta por las calles de Atlixco nos hizo llegar a Tochimilco, un pequeño poblado, cabecera del municipio del mismo nombre, también afectado por el sismo y una de las localidades situadas en las faldas del Popocatépetl.
Varios automóviles se dirigen al lugar para llevar víveres y ver los efectos del temblor de 7.1 grados registrado entre los límites de Puebla y Morelos el 19 de septiembre. Calles con arcos y casas de piedra nos llevan al antiguo convento franciscano de Nuestra Señora de la Asunción.
Tres integrantes de la familia Tapia están sentados afuera de su hogar, una casa ubicada en la esquina de la avenida Monte Olivet, frente a la entrada del santuario. Desde ahí se aprecian grietas y escombro; sin embargo, el desastre está dentro de esos muros: en cuartos, camas, muebles, suelo, techos y en cada rincón del que fuera hogar de ocho hermanos.
Angélica abre la cortina. Líneas en los muros en forma de equis, en diagonal, esquinas mordisqueadas; las camas –dijo– fueron sacudidas pero el polvo volvió a caer del techo los siguientes días.
La mujer de unos 40 años, madre soltera, señaló el tocador donde cepillaba su cabello cuando los muros de la casa, del siglo XVI, heredada de los bisabuelos, empezó a sacudirse la tarde del martes. No hubo heridos, sus hijos –de 14 y 16 años– estaban en la escuela.
Una de las hermanas narra cómo los pináculos de los muros que rodean el convento se agitaban, además de señalar que parte de la torre de la iglesia quedó fracturada.
Mientras hacemos el recorrido la acompaña su hermana Concepción Tapia y ambas coinciden en que si deben demoler su patrimonio lo harán.
“Estamos de acuerdo que si llega a venir apoyo del gobierno, llegan a traer máquinas (y) digan que lo van a tirar pues adelante, porque para qué los vamos a detener si estamos en riesgo”, dice Angélica.
Asegura que eso no le preocupa, primero está la integridad de su familia, pues sino es por otro temblor sería por una erupción. “Bueno, ya ni cuando el volcán truena”, acota.
“Pero, ¿dónde dormirán?”, es la pregunta.
“En el patio de atrás”, responde.
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Afuera también está Alfredo Maraña, vecino de los hermanos Tapia. Su padre, quien está en Estados Unidos, compró el inmueble para dejárselos a él y sus dos hermanas.
Elizabeth fue la única de los Maraña que estuvo durante el sismo; se arreglaba para abrir la estética que pusieron a un lado de su hogar.
“Este era mi cuarto, lo único que pude hacer fue salir al patio y ahí ponerme a salvo, pero sí, todo fue horrible; me estaba arreglando para empezar a trabajar cuando sentí que empezó a temblar”, dijo mientras mostraba las grietas en las paredes.
El área donde estaba el comedor y la sala rebosa en escombros, las paredes, rasguñadas; el cuarto de sus hermanos, igual y ni qué decir de la cocina: sin techo y con orificios entre los muros, a punto de desgajarse.
“Yo estuve aquí desde que tenía nueve años; mi hermana ya había nacido, así que éste fue nuestro hogar desde hace casi 32 años”, recuerda Angelina Maraña con lágrimas en los ojos al saber que su casa la dan por perdida. Protección Civil le informó que no había manera de reparar los daños ocasionados por el temblor.
