Poco a poco las calles regresan a la vida con el andar de los transeúntes y los comercios reabren cual ventanas de esperanza
Por Osvaldo Valencia
“Se siente muy triste el Centro, se siente como desolado y callado”, dice Elizabeth González, una vendedora de postres y chicharrones, quien trabaja a tres locales de distancia de donde la caída de una fachada le arrebató la vida a dos jóvenes.
Es la tarde del 21 de septiembre, dos días después del sismo de 7.1 grados Richter que cimbró al estado, y la ciudad de Puebla intenta volver a su ritmo cotidiano.
En la avenida 16 de Septiembre, entre 11 y 9 Poniente, la muerte se quedó frente al portón 907 para que la recordaran. Cinco veladoras, cuatro ramos de flores y una manta que dice “Viva México” es lo que queda de una tarde inolvidable para Puebla.
“Fue como cualquier otra persona que iba pasando por la calle, y le pasó a ellas”, dice Edgar García, vendedor de discos.
Abrió el local desde el miércoles, a pesar de las restricciones del gobierno municipal. “Los jefes nos dijeron que abriéramos para no perder venta”, se justifica.
Para él no es un día normal de trabajo, el miedo está postrado afuera de la tienda, y sabe que ese pudo ser el destino de cualquiera. Que puede ser el destino de cualquiera.
“Sí se siente un poco de miedo, como que se siente esa sensación de miedo, de incertidumbre, de que no vaya a pasar otra vez”, dice el vendedor, atropellando las palabras por el nerviosismo.
Al igual que él, todos quienes pasan por esa calle saben que pudo haber sido cualquiera, eso dicen sus miradas.
Se detienen, observan en silencio, quizá pudieron ser ellos y continúan su camino en silencio.
Incluso, una niñita, sin que tengan que explicárselo, suelta a la ligera un: “Mira mami, aquí murió una señora”, y la madre sólo atina a contestar con un “sí, m’ija”, para continuar su camino en silencio.
Eso fue lo que volvió a dejar el 19 de septiembre: muerte y silencio.
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El ritmo de la marimba jarocha vuelve a sonar en los portales del Zócalo de Puebla, aunque muy pocos se detienen a escucharla.
Las pláticas de los comensales son de lo vivido aquella tarde de martes 19 de septiembre.
Eso es lo que conversa Guadalupe Cortés con su marido, sobre cómo la tierra rebotó en un momento.
“Todavía siento que la silla tiembla. Sentía cómo rebotábamos, como si se fuera a abrir la tierra”, relata Guadalupe los momentos de tensión que vivió en su casa en Valsequillo.
Y aún estando sentada afuera de una cafetería, días después del siniestro, sólo recuerda que “se sintió horrible”. “Yo no sé cómo venía el temblor, sólo sé lo que sentía y se sentía horrible”.
Es la sensación de los comensales y meseros en el Centro Histórico, según cuenta Fernando Tapia, capitán de un restaurante de mariscos que sabe que debe animar a sus compañeros para sacar adelante el negocio.
“Todavía se ve con miedo, con pánico los clientes. Les preguntas si quieren pasar y te dan un ‘no gracias’ espantado”, narra cómo han sido las primeras horas de apertura de los negocios de un temeroso Centro Histórico.
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La gente comienza a fluir por las calles del primer cuadro de la capital. Lanza miradas atentas a las grietas en las fachadas de edificios de la principal avenida de la ciudad, la 5 de Mayo.
En la 7 Poniente —entre 16 de Septiembre y 3 Sur— una casona comienza a ser derribada.
Quienes transitan por ahí sólo atinan a susurrar un “no manches" temeroso, incrédulos.
Un elemento de Protección Civil Municipal saca con una pala los escombros.
Desde la puerta de la casa sólo se ve oscuridad y destrozos.
Restos de un 19 de septiembre inesperado.
