Esfera Pública

Por Elías Aguilar / @Elyas_Aguilar

Allá en el año 2000, cuando Vicente Fox, como candidato de oposición, ganó la presidencia de la República, se pensó que México por fin se convertiría en una democracia moderna, se dejaron atrás los 70 años ininterrumpidos de gobiernos priistas. Los ciudadanos se pusieron optimistas con el cambio.

Sin embargo, parece que la expectativa no sólo se incumplió, sino que además nuestro sistema está peor que cuando se dio esa alternancia de partidos en Los Pinos, de PRI a PAN. Los ciudadanos reaccionan con su repudio. Tres indicadores nos ayudan a dimensionar esta actitud:

 

Insatisfacción:

Hoy, en América Latina los mexicanos somos los ciudadanos más insatisfechos con su democracia.

Sólo 19% se encuentra satisfecho con la forma en que funciona esta democracia, un descenso significativo si tomamos en cuenta que en el año 2000, este mismo indicador se ubicó en 36%.

Desconfianza:

Otro indicador que vale la pena mencionar es la confianza en la administración pública o los funcionarios del gobierno. En 2001 un 35% tenía algo o mucha confianza, 64% poca o nada; en 2013 un 25% tenía algo o mucha confianza, mientras que 72% externaba poca o nada.

 

Partidos:

Los partidos políticos nunca han sido santo de la devoción de los mexicanos, pero desde la alternancia en la Presidencia son los que más han perdido la confianza de los ciudadanos. En el año 2000, 34% de los encuestados manifestaron que tenían algo o mucha confianza en los partidos políticos y 65% poca o nada. Para 2015, sólo 16% de los mexicanos manifestaron algo o mucha confianza, en contraste con 83% que les tiene poca o nada.

Las causas de esta insatisfacción que manifiestan los mexicanos son diversas.

Mucho tiene que ver el poco crecimiento económico que ha tenido nuestro país en los tres primeros lustros del siglo XXI. Ya Ciro Murayama, hoy consejero del Instituto Nacional Electoral (INE), lo ha subrayado: “Buena parte del malestar de los ciudadanos se encuentra en que las condiciones económicas que vive se deterioran, pues sus problemas de dinero le afectan más que cualquiera otra situación”.

El colmo es que el gobierno de Estados Unidos solicita que se incrementen los salarios del lado sur de la frontera porque la explotación que el gobierno mexicano permite, obliga a la emigración y genera competencia desleal en los productos que se hacen en México.

Y ya ni se diga la inseguridad que padecemos.

Esa es una razón poderosa para desencadenar la desconfianza, pero sólo la menciono como la más importante porque voy a centrarme en un elemento que impacta directamente en la cultura política de los ciudadanos: la eficacia de la democracia cuando se trata de elecciones.

La competencia electoral más alta que se ha dado en el país ocurrió en 2000 y 2003. Sin embargo, a medida que fueron ganando terreno los gobiernos emanados de PAN y PRD, se instalaron en la cultura heredada del PRI: vieron la manera de usar los vacíos legales a su favor tanto en el ejercicio cotidiano de gobierno como en las elecciones.

Con sus dados cargados, lo que lograron los partidos políticos fue generar la percepción de que la competencia electoral no es equitativa, que favorece a ciertos candidatos financiados desde el gobierno mismo, y que se comete fraude en contra de los candidatos que no son bien vistos en términos ideológicos para el sistema.

En forma adicional, estos usos parecen cada vez más exitosos.

Sobre todo la elección presidencial de 2006 y las de gobernador del Estado de México y Coahuila de 2017, las cuales han sido muy cuestionadas, generan una mayor insatisfacción de los ciudadanos que perciben que el juego electoral es una simulación.

El votante deduce que el partido más fuerte, en términos de financiamiento, determina quién será el próximo gobernante, por encima de la voluntad popular y queda sin castigo porque opera en los huecos de la legalidad.

En 2018 se pondrá en juego toda la credibilidad del sistema que, hay que decirlo, ya es poca.

Si se impone el fraude colado por las rendijas de la ley, el poder por el poder mismo –sin importar la legitimidad ciudadana– nos regresará al México de los años 70, pero con un aparato de organización electoral sumamente costoso y que será percibido como un gasto oneroso e innecesario, elementos que, sumados, detonarán una mayor insatisfacción de los ciudadanos, y la percepción de somos los mejores en una cultura política de simulación y trampa.

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