Figuraciones Mías 

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

En esta ciudad pude conocer la hipocresía y ver anatómicamente cómo era utilizada y para qué servía el uso de tal instrumento seudoteatral y vi también, como lo secretos de mucha gente se guardaban a ultranza. Los citadinos, siempre menospreciaron a los pueblerinos o a los “rancheros”, como solían llamarnos. La ciudad estaba dividida en castas y con más fuerza, pude verlo después de terminar la secundaria e ingresar a la preparatoria.

Como todos las ciudades hay muros de clases, y muros racistas indiscutibles. Amén de los detalles, pero están en ejercicio desde la Colonia como una evidencia que conforma piedra a piedra, la personalidad de la ciudad como una comunidad separada por las cuentas de banco de sus habitantes y por esa fiebre de las apariencia que viven muchas ciudades ¿Y qué hay detrás de las apariencias?: secretos, gestos que se guardan para los momentos a solas, verdades onerosas, vanidades estremecidas y salvajes. Y allí, la hipocresía que se nutre de palmadas en la espalda y golpes de pecho de los que van a misa los domingos, después de salir del infierno previo al séptimo día y mentir y traicionar durante la semana como un oficio normalizado y bien visto.

Y hablo de la ciudad y sus habitantes que son el poder y de los que les imitan desde la demagogia, hasta la conducta que se esparce en todas las clases y la apariencia se les vuelve una ley de la vida. Ni modo, también con eso me encontré en mí búsqueda de explicaciones de Morelia, y quizás por eso quise escribir y escapar de los esquemas de los que nunca he dejado de huir.

Ya montado en mis nuevos descubrimientos y volviendo a los años de secundaria, anoto por supuesto, los libros con su deslumbramiento y su captura de la que no volví a salir. Y también descubrí la música, que era una costumbre familiar en la que nunca supe cómo fue que aprendí a tocar guitarra y más tarde batería y en casa, gracias a mi hermano Fernando, todos aprendieron a tocar la guitarra y más instrumentos.

Conocí en primer año la biblioteca de la escuela, y ahí estaban los libros que desde entonces –de distintas maneras–, me acompañarían por siempre. Allí encontré, además de Julio Verne y Emilio Salgari, a Juan Ramón Jiménez y Victor Hugo. Del primero, me atrajo un hermoso burro en la portada, mientras que en el segundo, había una mujer hermosa y un monstruoso jorobado. Leí ambos y no recuerdo cuánto tiempo me llevó leer estas dos historias (De mis lecturas de Verne y Salgari ya he hablado).

No sabía cómo era que aquellas historias habían llegado allí, escritas en palabras, ni imaginaba que se debían al oficio de novelista o que había un hombre detrás de cada libro que había imaginado un mundo entero y le había costado el descomunal trabajo que en el futuro haría mío. No sabía bien a bien, que un hombre con sus manos dedicaba su vida a escribir lo que soñaba y pasaba por ese milagro que la imaginación significa. Los libros pertenecían a un misterio que contaban una historia de la que estaba seguro, todo era verdad y que los hombres, mujeres, animales, mares, selvas, desiertos y otros abismos existieron algún día en la realidad como la mía, sobre la que la ciudad a la que había llegado a vivir, se levantaba con una complejidad que todavía no atinaba a comprender. Sitios maravillosos visitaba en la lectura de Verne, sitios lejanos e imposibles para mí, pero cada vez más poblados de maravillas, y sobre todo, que allí, en esos primeros volúmenes, lograba construir mis ilusiones completas por conocer mundos totalmente extraños y nuevos para aquel adolescente que venía de un lugar inhóspito y en el asombro ante un mundo totalmente nuevo. ¿Dónde era París, dónde Londres, qué eran aquellos mares poblados de bestias marinas? ¿Cómo era aquella catedral donde Quasimodo vivía? ¿Era cierta aquella hermosura de la gitana que enloqueció al jorobado? Quizás nunca me importó saber quién era Victor Hugo, pero quería saber cómo eran aquellos sitios en los que sucedía la historia de “Nuestra Señora de París”.

Y estaba seguro que quien contaba “La isla del tesoro”, no podía ser nadie más que Jim, el hijo del tabernero que narra la aventura siendo parte de ella y no había enmedio, un hombre llamado Robert Louis Stevenson que había escrito aquellas palabras. En resumen, no sabía de la existencia de la figura, ni la labor del escritor, ni sabía acaso la existencia de un ser llamado “Poeta”, hasta que sentí cerca la poesía de Pablo Neruda.

Todo lo que leía estaba seguro que era cierto, y muchos años después, comprobé que hice bien, porque las verdades en la literatura, lo son para lectores de la especie de lector que aprendió a hacer operaciones de todo tipo con las historias que leía, ese lector que vivía en cada historia y en sus sueños seguían sucediendo como si no hubiera líneas divisorias entre el sueño y el mundo despierto de –otra vez– la realidad. Ese lector crédulo y esperanzado que desde entonces fui. Más tarde comencé a recitar líneas enteras de poemas que me enseñaron la música de las palabras, degustaba cada verso que llegaba a mí y lo anotaba en las últimas paginas de mis libretas de la escuela, como secretos, como objetos prohibidos que no debía compartir con lo demás, objetos como tesoros enterrados en la soledad que ya estaba conociendo.

Esas fueron mis armas contra la hipocresía.

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