La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

I. Estábamos buscándonos el ombligo y no hubo respuesta

Hace unos meses escribí sobre el amor que nos queda hacia ciertos lugares donde uno regresa siempre. Esos lugares que nos acogen sin más: sin preguntar de dónde venimos y en qué circunstancias. Lugares donde nunca nos sentimos extranjeros. Y en aquel momento, un momento luminoso, hablaba del Caribe mexicano: casa de los inadaptados. Hogar de todos los hijos de familias disfuncionales. Refugio donde el triste se vuelve alegre artificialmente. Guarida de los desobedientes. Volver al Caribe siempre me genera una serie de sentimientos adversos: por un lado, la añoranza. Por otro, el miedo a regresar para huir de mí misma. Cuando estuve ahí, habitando entre fantasmas y corales, el municipio de Solidaridad, nuestra bella Playa del Carmen (Playa del Karma para los iniciados), fue golpeada por un terrible huracán que alejó a nuestro mar. Wilma nos dejó desnudos, a la intemperie, revestidos de nuestros más oscuros miedos. Los turistas regresaron a sus casas, pero nosotros, los “dueños” de ese mar, de esas playas, nos quedamos desalmados y desarmados. Ya no era un buen sitio para evadir el caos; nuestra playa era El Caos mismo. Y fue muy triste encontrarse con los camastros vacíos, con las chozas de los pescadores hechas paja bajo un sol inclemente que no podía calentarnos a pesar de su permanencia. Yo me fui poco tiempo después del huracán, dejando atrás a los amigos  y a la rumba, pero sobre todo, al hogar que formamos un grupo de malqueridos. Sin embargo, nuestra playa era la playa consentida de todos los cuerpos diletantes del mundo, así que la ayuda llegó pronto. El mar retomó su altura mientras las  máquinas, como perros metálicos, trajeron arena nueva a la orilla. La playa se reinventó, mas nunca sería la misma. Con la reconstrucción de La Zona, llegaron hoteles más altos. Nuestro paraíso quedó privado de su espíritu salvaje porque esos hoteles faraónicos no permitían que los expulsados del reino fuéramos a lavar culpas en la bajamar. Los huracanes siguen entrando a aquella playa, y en cada nuevo evento la industria aprovecha para envilecer el paisaje. Los pobres quedan más lejos de su espuma. Los ponen en casas donde el calor se refracta. Los habitantes de Playa ya no son gente de mar, sino extrañas criaturas de tierra que se niegan a perder sus branquias.

II. Se llamaba Metepec

Y regresé a otro lugar donde fui medianamente feliz. Feliz a mi manera. Feliz siendo triste. Y ese lugar había cambiado como cambié yo. Ambos habíamos sido removidos de nuestros centros. Reventados por el espíritu de nuestro tiempo. Metepec. Fui a Metepec no por voluntad propia. Fui porque una Millennial me llevó. Ella quería hacer algo por el pueblo que un día recogió los pedazos de su madre. Llegamos y vi las casas destruidas. El viejo reloj colapsado detenido en la hora de la desgracia. Caminamos las calles y nos creímos en Afganistán. La gente comiendo, viviendo, muriendo en los camellones mientras el presidente municipal especulaba con la ayuda. La ayuda que llegaba de la mano de los Millennials. Recordé entonces la ubicación de la casa de teja donde me guarecí de mi propio terremoto. Llegué frente a ella y su punta estaba abierta como una herida sangrante, obscena. 19-S: el nombre del desastre. Aquí fui feliz a mi manera, siendo triste. Pero no toda la gente es feliz en la tristeza. Sólo los locos somos felices así. Ellos, los habitantes del pueblo, ahora están tristes sin querer. Obligados a ver el derrumbe de sus casas, sus techos, los muros que los contenían. Metepec es zona de guerra, pensé. Y Pensé también en las pláticas con mi amigo Toño Hernández y Genis. Esas pláticas sobre las casas de teja que mandó a construir su padre, don Antonio J. Hernández (amado y odiado personaje de la región). ¿Y qué importa ahora el odio o el amor si las calles no son calles, si las casas son despojos; si los sueños, pesadillas son? Volví a ese otro lugar donde fui intermitentemente feliz. Donde me alimenté de queso y miel. Donde despertaba con el jolgorio que amanecía en la comisaría. ¿Qué presos había allí dentro? ¿En dónde está hoy el criminal sentenciado a cárcel preventiva por robar una res? Metepec no volverá a ser el mismo, pero, ¿quién volverá a serlo después de toda esta nada?

 

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