La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

I. Ella siguió el protocolo

Una mujer, cualquier mujer. Esté alcoholizada o no. Esté drogada o no. Esté deprimida o eufórica, pide un servicio de taxis “seguros”. Lo pide, quizás, al borde de la inconsciencia. O totalmente ecuánime. Pide un Cabify o un Uber haciendo caso de las recomendaciones que todo mundo toma en cuenta al ver la situación del país. Pide un Cabify desde su celular. Lo pide en lugar de aceptar un aventón o de aventurarse a caminar sola por las calles. Lo pide porque en el fondo de su ser tiene la necesidad de llegar bien a casa. Ella, la mujer que acaba de salir del bar, está siguiendo, el así llamado, “protocolo de seguridad”. Está obedeciendo las nuevas formas de transitar “seguro”. Si va ebria o no, ese es otro asunto. Es joven. Salió a divertirse…

Los servicios de Cabify y Uber operan de la siguiente manera: el conductor, dentro de un auto privado, recibe la alerta para recoger a una persona en determinado sitio. Esa persona, la que pide el servicio, introduce en la aplicación el lugar donde debe ser recogida y el lugar del destino. La aplicación inmediatamente manda la señal y el conductor más cercano responde a la petición. El solicitante recibe una alerta por parte de la empresa que presta el servicio. La empresa manda la información al solicitante: “el carro que te llevará a tu destino es un auto de marca fulana con número de placas tal, tal, tal”. Se manda al solicitante el monto aproximado según la distancia del viaje. El chofer mira por su GPS la ubicación del usuario y se acerca. Si no da con la ubicación, posiblemente le marca al cliente. Confirma la dirección. El Cabify o el Uber o el taxi ejecutivo llega al lugar y recoge al usuario, y por leyes de la probabilidad, es la primera vez que el chofer ve al usuario y el usuario ve al chofer. El usuario sube al auto. No tiene siquiera de dar una explicación sobre la ruta a seguir, pues el GPS ya la indica. El usuario puede ser hasta mudo. Puede ser una persona discapacitada o con problemas emocionales. Puede ser una persona insegura o introvertida a la que no le gusta conversar. Puede ir ebria o drogada o triste o eufórica. El chofer sabe a dónde debe llevarla, y así debe hacerlo. Aunque el usuario se quede dormido, debe llevarlo. Y en el caso de que el usuario se quede dormido, el chofer, llegando al destino, debe despertarlo y dar por finalizado el viaje. Esa era, hasta el viernes, la manera de operar de los Cabify. La manera ordinaria. La manera correcta. La manera por la cual uno se sentía seguro al optar por este medio de transporte. Los padres precavidos les decíamos a los hijos: “no saques el auto de noche, mejor pide un Uber, un Cabify”. Y los padres sentíamos cierta confianza. Un poco más de confianza que si nuestros hijos o nuestros seres queridos tomaban un taxi cualquiera. Sin embargo, si uno quiere estar cien por ciento seguro de que los hijos van a estar bien, es mejor ir a recogerlos personalmente. Pero en el caso de que no pudiéramos desplazarnos por alguna razón ajena a nuestras fuerzas, para eso estaba Uber y Cabify. ¡Y estaba bien!

II. Los dementes engañan y pasan los filtros

Cierto: ni Uber ni Cabify respetan los protocolos para que el dueño de un auto “equis” entre a su empresa. Cualquiera que tenga un carro cuya fecha de manufactura sea posterior al 2005, puede solicitar el permiso de ser conductor. Ambas empresas se han hecho gigantes por la cantidad de gente que en sus tiempos muertos “ruletean” un Uber. Hay universitarios que de día estudian y de noche son taxistas, o al revés. ¿Les hacen pruebas de manejo? No. ¿Les piden cartas de antecedentes no penales? Hasta donde sabemos, no. El única requisito es tener un auto de modelo reciente y un teléfono con internet. Las empresas no tienen un archivo riguroso de sus operadores. No saben si sus choferes son adictos al Prozac o al porno. O si son ex curas pederastas o futuros premios Nobel. Sin embargo, cuántas veces hemos oído casos de personas que durante años sirvieron a una empresa y actuaban de modo ejemplar, y un día, de la nada, enloquecen y cometen un fraude o un atraco o un crimen atroz. Empresas que cuentan con filtros extremos a la hora de contratar a sus empleados. Empresas serias. ¿Tienen responsabilidad esas empresas al no poder disponer de una tomografía del alma podrida de sus empleados? No. Tienen la responsabilidad, eso sí,  de imponer rigor en la selección del personal. Tienen la responsabilidad de ofrecer seguridad al usuario. ¿Cabify se irá a pique después del asesinato de Mara Castilla? Puede ser. Y tendrán una parte de responsabilidad, por supuesto,  pero no la responsabilidad total. Los dueños de Cabify, como todos los dueños de todas las empresas existentes, quieren ganar. Y no se gana con un escándalo de esta naturaleza. Digamos que si Cabify fuera un ser humano, cometió un error “humano”: se dio un balazo en el pie al contratar a un psicópata.

III. Explotación de las víctimas

Los medios de comunicación también son empresas que buscan, antes que prestigio periodístico, ganar. Ganar la nota es ganar dinero. Ganar a como dé lugar. Ganar, pasando por encima de la ética. Ganar la primicia, la exclusiva, dando detalles que poco aportan a la investigación, y sí, mucho al morbo.

Hoy fue Mara. Ayer, Paulina. Hace cuatro años, Karla. Feminicidios todos. Hechos delirantes que sirven como método infalible para la medición de la impunidad, la corrupción y la putrefacción del tejido social.

Los medios sacan la nota de manera que sea muy visible. Incluyen cabezas amarillistas. Admiten entre sus páginas, opiniones venidas de la entraña. Los medios: vehículos por los que el monstruo hambriento de la opinión pública se entera de los hechos. ¿Qué hacen los medios cuando no contribuyen a despejar dudas? Los medios se vuelven sicarios de segunda mano: vuelven a matar a la víctima una y otra vez. Una y otra vez

IV. Instrucciones para ser mujer

Estamos en pleno siglo XXI. Las buenas feministas que se partieron el lomo y que dejaron la piel en pro de la igualdad, deseaban que un día, en el futuro (que podría ser hoy), las mujeres no necesitaran un instructivo para ser mujeres y no morir en el intento. Sin embargo, todo ha empeorado. Se consiguió la liberación en ciertos aspectos. Ya “podemos” usar faldas o pantalones pegados y hasta andar toplees en la playa. Las mujeres ya podemos fumar y beber y drogarnos si queremos, cuando queramos. Las mujeres votamos (aunque la democracia sea un mito genial). Las mujeres decidimos ser (o no) madres. Las mujeres podemos amar a otras mujeres o no amar a nadie y amarnos simplemente a nosotras mismas. Es el siglo XXI. La cibernética desafió al tiempo y todos estamos cerca. Hay internet, hay Facebook, hay música online. Hay hasta sitios donde pinchar un galán si no se tiene la capacidad de conversación. Las mujeres, hoy, tienen grandes puestos. Son cabezas de Estado. Ganan premios y hasta han viajado al espacio. La utopía se materializó…. ¡Somos libres, somos iguales a los hombres! Tenemos los mismos derechos y obligaciones. ¿Libres? Libres deleguapafuera.

Veo a Denise Dresser compartir por Twitter un video: consejos para no morir siendo mujer. Y en el video salen “líderes” de opinión, artistas, deportistas y ciudadanas de a pie. Todas con el miedo perpetuado en el ceño: “no vayas sola por la calle, ve siempre acompañada, camina volteando a tu alrededor para confirmar que nadie te siga, avisa a alguien de confianza con quién y en dónde vas a estar, etcétera”. Es un video viral. El nuevo Manual de Carreño, no de buenas costumbres, sino de supervivencia. ¿Es esto la libertad deseada?

La Utopía sigue ahí, hundida en un libro de Tomás Moro que ya nadie lee.

V. Unos cuantos piquetitos

Hace treinta años, en Tehuacán. Era domingo y mis padres nos llevaron al parque. Nos llevaron a mi hermano, a mis primos y a mí, a tomar un helado, mientras la madre de mis primos se quedaba en su casa tomando un baño. Mi tía, que se llamaba Roxana, no quiso salir con nosotros porque estaba cansada. Estaba muy cansada porque la noche anterior salió de fiesta. Sí. A mi tía le gustaba la fiesta y le gustaba salir con amigos y amigas. Más con amigos. Mi tía era muy guapa. Era, también, una madre joven de dos hijos bellos y buenos. Los hijos de mi tía eran el fruto de un amor precoz que tuvo con el hijo del dueño de un periódico veracruzano. Un loco. Un hijo de papi (hijo de puta) mimado que trataba a las mujeres como mulas. Mi tía lo dejó por eso: porque estaba loco.

La tarde que salimos a tomar el helado, papá fue avisado (no sé por quién, pues no había celulares) que enfrente del edificio donde vivía mi tía Roxana, se habían ido a plantar muchas patrullas, ambulancias y una camioneta del forense. Mi papá nos dejó en casa y se fue a ver qué pasaba. Llegó al departamento de Roxana, que ya tenía un cerco de “no pasar”. Se identificó como primo de la dueña del departamento. Entró. La vida cambió para él en ese momento al ver a su prima tirada en medio de un charco de sangre. Roxana estaba muerta. Envuelta en la toalla con la que se cubrió para abrirle a su victimario. A Roxana la mataron a puñaladas. Yo cada vez que veo el cuadro de Frida Kahlo titulado “unos cuantos piquetitos”, pienso en ella. Por eso no tolero a Frida. Mi padre reconoció el cuerpo. ¿Quién la había matado? El sentido común dicta que si alguien le abre semidesnuda la puerta a otra persona, es porque aquella persona es alguien “de confianza”, algún conocido. Quizás un amante. Quizás el amigo o la esposa del amante. O quizás el ex marido. El loco, hijo de un poderoso dueño de medios que años más tarde mataría a tres mujeres en Veracruz y que hoy vive refundido en un manicomio. ¿Por qué mataron a Roxana? Por ser una mujer libre y desinhibida. Puta, la llamaron muchas y muchos. La mataron por puta, decía la opinión pública. Por meterse con hombres ajenos, decían. Sin embargo, a los hombres que se divierten y que bailan y que beben, no los matan. A Roxana la  mataron por ser mujer. Feminicidio, se le dice ahora. Pero en 1987 la muerte de Roxana fue un simple “crimen pasional”. Nunca se supo bien a bien quién fue el responsable. Esto sucedió en nuestro Estado, en Puebla. Donde la lista de feminicidios crece día a día. Lo de Roxana no se supo a nivel nacional. No había redes. La televisión no mandó reporteros a Tehuacán. Si acaso hubo una nota de interiores en El Sol de Puebla. Una nota que se perdió en la estadística. ¿Cuántas muertes se ignoran (hoy mismo)  por falta de acceso a internet?

VI. Ambos lados, ahora

Conozco a las víctimas. Si la muerte de Roxana García se hubiera dado en este tiempo, sería catalogada como feminicidio. Si ella hubiera muerto hoy a manos de un hombre, mi familia sería parte de esa estadística. La víctima sería de mi sangre, de mi carne. Y estaríamos sufriendo. Y tal vez sus hijos mentarían madres al sistema y al fiscal. Yo estaría en una encrucijada, ya que por mi oficio he tenido cercanía con el fiscal, y puedo decir que el fiscal no ha hecho un mal trabajo. El fiscal depende de una serie de protocolos que no dicta él. El fiscal tiene preso al asesino de Karla López Albert, sin embargo, los procedimientos judiciales no se ejecutan tan fácilmente. Las leyes han cambiado y ahora todos son inocentes hasta que se demuestre lo contrario. El asesino no deja de ser asesino por declararse inocente, pero desgraciadamente hay pasos que seguir. Burocracia, ¡oh, mal de este tiempo!

Si Roxana hubiera muerto hoy, quizás mi percepción sería distinta y convocaría a marchas para pedir la renuncia de Carrancá y del Gobernador. ¡Claro! Las familias de las víctimas no entienden de procedimientos, sólo de dolor. Y los medios y la opinión pública y el pueblo “bueno” y harto está hasta la madre de inseguridad. Para la víctima no hay sentido común. Tic, tac. El tiempo corre y descompone el cuerpo de nuestro ser querido. ¿Fue el Estado? ¿Y quién es el Estado? El Estado es un engendro omnisciente. No es sólo un fiscal o un gobernador o un presidente municipal. La mano ejecutora del crimen actúa como reacción a una cadena de virulencias. ¿Solapada por el Estado? Sí. Pero el Estado es más que una figura encarnada en gobernador o fiscal o presidente municipal.

Roxana murió hace treinta años. Si hubiera muerto hoy el dolor no me permitiría pensar. Achacaría culpas a todos: al Taxi, al taxista, al barman, a los amigos ingratos, y claro: ¡al fucking Estado!

VII. No, señora, nosotros no somos culpables

Dos reflexiones:

1) Sabina Berman escribe una columna necesaria y puntual. Bien escrita. Escrita con el alma.

2) Mónica Maristain discrepa y escribe en Facebook: “Cuando dicen que en el crimen de Mara “la culpa es nuestra”. No. No es así”.

Estoy de acuerdo con Maristain.  A Mara no la matamos todos. El oficio de la muerte nació casi al mismo tiempo que el oficio de la prostitución, y ambas tienen una raíz primigenia: el sexo. A Mara la mató un ser castrado. Un enfermo que seguramente tenía problemas edípicos. Un hombre que quería poseer a una mujer en estado de indefensión. La mató un loco que, si bien es el resultado de una sociedad degenerada y vil, nada tiene que ver con los otros. Los así llamados “buenos ciudadanos”.

VIII. Leyes del Talión

Desgraciadamente no sirve salir a las calles. No sirve hacer peticiones ni firmar desplegados. No se puede confiar en un aparato corrompido desde su nacimiento. No se puede. Ya los vimos: Tlatlaya, Ayotzinapa, Acteal, Muertas de Juárez, Guerra contra el narco… Seguimos hundidos en la mierda y en la ignorancia. Desconocemos las nuevas y las viejas leyes, y los encargados de ejecutarlas también las desconocen. Pregúntale a un abogado recién egresado algo sobre el nuevo sistema penal acusatorio. Los pobres apenas saben articular una oración. Los abogados rancios y mañosos, viven por y para la usura. México es la mujer chingada por todos. No hay Matria. Hay Patria y ha sido mil veces ultrajada. Sodomizada.

Mi vecino es narco, mi novio es un millennial con veleidades de poder, mi compañero de clase quiere un Ferrari de oro. Mi padre o mi padrastro puede violarme en cualquier momento… La maldad no sabe de códigos postales. Ya no hay ética en los duelos. Las mujeres tenemos que buscar “opciones”. ¡Opciones! Conformarnos, como las amantes, a reptar y pasar desapercibidas.

Un sistema que en verdad busca legitimar la justicia, impone castigos ejemplares. Como en los tiempos (salvajes) de los llamados “caballeros”: ¿Robas?, te cortan la mano. ¿Violas?, te vuelan el pene. ¿Matas?, te prenden fuego en la plaza pública.

Es extremo, lo sé. Y estamos en pleno siglo XXI. Sin embargo, la barbarie no muere porque el propio Estado de Derecho la ha seguido oxigenando.

Yo quería que mi hija viviera con más libertad de la que yo tuve. Nunca pensé verme en la disyuntiva de una conversión involuntaria. Ahora soy la madre paranoica, la celadora. Estoy a un paso del guadalupanismo y eso no es bueno para mí.

No cubran el rostro de la ignominia. No apelliden con una letra “N” al criminal, y exhíbanlo en su vileza. Si el malandro ronda nuestro entorno, muéstrenos el entorno del malandro. Hemos llegado a un punto de inflexión irreversible. Todos estamos expuestos a una muerte horrible que se replica como un espectáculo infame a través de una entidad incorpórea que “para de sufrir” cuando se cierra la tapa del ordenador.

Hoy “todos somos Mara” (qué solidarios), pero si mañana me aumentan el sueldo, me regalan un viaje o me piden matrimonio, se me olvida.

IX. Réquiem por ellas

Se llama enfermedad del alma

Mamá: ¿Qué es un asesino?

Un anti-ser que ha perdido el raciocinio y oye el eco de su propia voz, lejana.

Alguno que apagó la luz, así de pronto

El hijo idiota que se aferra al terciopelo azul de la madre infecta

El hombre quebrado que arrebata a otros la paz para poder seguir muriendo.

Un loco vive muriendo poco a poco

Mira a la muerte de frente cuando cruza un espejo

Huele su peste cada vez que se acuesta

Y reza por las noches

Sí que reza

Pues sabe que Dios existe,

y cuida bien a sus demonios.

Alguien saltó la línea. Robó, violó, estranguló.

Abandonó a la niña junto a sus propios despojos.

Ahora no oye sólo las voces distorsionadas de su cabeza

Ahora es un coro de alaridos deformes in crescendo.

Se llamaba Mara o Karla o Paulina, u ochenta veces el mismo nombre.

Un solo nombre: Ella.

Y ella es muchas ellas.

Ella es otra.

Para el asesino, todas: su madre, su hermana, su esposa

O quizás ninguna.

El asesino no es hijo ni padre ni esposo de nadie

Solo es alguien solo, y sabe que no hay soledad pequeña.

El asesino es una sombra que zozobra frente al sol

Un espectro que conduce de noche y evanesce

Mata sólo por eso: para dejar de ser, por un momento, invisible.

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