La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
La historia de la realeza siempre me ha fascinado, empezando por la propia figura de la monarquía. Que el pueblo tenga un rey y una reina, y que ese rey y esa reina sean los jefes del estado…
Y que esos reyes y esas reinas tengan una corte que se dedique, como la palabra misma lo sugiere, a hacerle “la corte”, es decir, a beberle los alientos a los reyes, me provoca cierto grado estupefacción.
En la estupenda serie “The Crown” nos enteramos, por ejemplo, que la reina Isabel sufrió las de Caín al coronarse ya que había sido educada para ser una dama: sabía de literatura y de perros de caza y de las distintas casas reales que aún quedaban en el mundo, pero no sabía operar asuntos políticos hasta que Churchill la puso al corriente.
La reina se enamoró de un hombre guapo al que le encantaban los aviones y el juego. Hasta la fecha, el consorte de la reina es un verdadero pelmazo. Una figura de ornato que sólo en la intimidad contiene a la portadora de la corona inglesa.
Ahora que se cumplieron veinte años de la muerte de Diana de Gales, la prensa y los ex colaboradores de la Casa Real de Windsor, salieron a ventilar varios secretos que sólo eran rumores. Rumores, fuertes y evidentes, pero rumores.
Uno de estos secretos a voces era la infelicidad de Diana, quien desde el día uno de su matrimonio con Carlos tuvo que lidiar con el peso de tener como suegra a la reina y como rival perpetua a Camilla Parker Bowles.
Y uno se pregunta, ¿cómo Carlos prefirió a Camilla que a Diana?
El viejo adagio reza que los caminos del señor son misteriosos, pero la respuesta a nuestra pregunta es más sencilla: los hombres, por lo general, se instalan en un lugar cómodo y es muy difícil sacarlos de ahí.
Si lo sabré yo, que he sido la Camilla y la Diana en repetidas ocasiones.
Entre las confesiones de Diana salen a la luz las veces en las que ella también le puso el cuerno a Carlos y cómo tuvo que aguantar más de diez años una farsa en aras del buen nombre de La Corona. Finalmente ella, Diana, algún día, iba a ser reina… aunque pensándolo bien, quién sabe, pues Isabel sigue ahí tan campante y el heredero al trono ya no es Carlos sino su hijo William.
Lo que quiero tratar es el tema de los amasiatos eternos.
¿Cómo ser la perfecta amante y salirte con la tuya?
Camilla Parker es el botón de muestra de que las amantes que perseveran, sin estorbar, triunfan.
¿Triunfan?
Triunfar es un decir, ya que la amante es feliz mientras es la amante y lo asuma con estoicismo. Las que no lo asumen y quieren darle baje a la esposa a destiempo, terminan amargándose y retirándose (o las retiran).
Ser la Camilla Parker de una historia de amor no es tan complicado si se tiene en cuenta lo siguiente:
- La amante tiene que hacerse notar, pero no tato, es decir, debe hacerle saber a la esposa, con cierta elegancia, que existe.
Esto sólo aplica y funciona cuando la amante es el verdadero amor del marido de otra. Cuando sólo es un polvo pasajero, la amante queda en ridículo y corre el riesgo de ser despachada ipso facto.
- La amante debe ganarse un lugar en el corazón de la familia de su amado. Con que se eche a la bolsa a la suegra es suficiente.
- La amante deberá aparecer de vez en cuando en los mismos eventos donde se encuentre la infeliz pareja que desea arruinar. Recordemos que la amante es una ladrona, y los ladrones, después de hacer sus fechorías, se cagan en la alfombra de la casa que roban.
Estos tres pasos parecen sencillos de seguir, sin embargo, no todas las amantes consiguen llevarlos a cabo por dos razones esenciales: les gana la ambición y comienzan a hacer imprudencias.
La falta de prudencia es un error típico de las esposas. Las escenas y las torpezas son dos de los puntos clave por los que un marido huye de su mujer y busca una amante.
Supongo que esa es la cualidad más grande de Camilla Parker Bowles: supo moverse grácilmente tras bambalinas, fue prudente, no actuó con las vísceras y logró su cometido. Hoy duerme y le lava las trusas a Carlos. ¡Uf, qué logro!
Lo que no acabo de comprender es cómo ser feliz tantos años con la misma amante cuando, a final de cuentas, el tiempo hace lo suyo y convierte el amasiato en otra relación chocante… como un segundo matrimonio.
¿Será que, como dice Quevedo, sí existe el amor constante más allá de la muerte?
