La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Mamá: pero tú ya tenías carro a los 15, reclama mi hija.

Sí, qué pendejada, ¿a poco mis papás no estaban completamente desquiciados al dármelo?, contesto para dar fin a la conversación.

Y es que nuestro pasado siempre nos condena al escrutinio puntual de los hijos, quienes, como buenos hijos, no entienden razones y creen que por ser uno más viejo es al mismo tiempo anticuado y pendejo.

No he de juzgar a mi hija adolescente pues yo hice lo mismo con mis padres (eso de tildarlos de anticuados y demás), sobre todo cuando no conseguía salirme con la mía, que en realidad eran muy pocas veces.

Ahora que estoy leyendo “El karma de vivir al norte” de Carlos Velázquez, confirmó que vivir en Puebla es un paraíso. Sí, sí, hay mucho robo común, es decir, ladronzuelos que se chingan las llantas cuando no se las chinga un bache. También, de pronto, se escucha por ahí que hubo una balacera o un operativo caza-narcos. Pero más bien el problema de estos rumbos es el huachicol. Afortunadamente no vivo cerca de un ducto…

Lo que ocupa y preocupa a los padres poblanos es ante todo los levantones de niñas. En los últimos años se han conocido casos en que los malandros raptan y matan a las chicas de entre 15 y 25 años.

Éste fenómeno, catalogado como feminicidio, tiene, al menos en nuestro pueblo, un patrón que se repite: el chavillo medio pudiente que embaraza a la chava de clase inferior y que, con ayuda de su propia familia, secuestra y mata a la chica embarazada. Un horror. Este es el Karma de vivir en una sociedad tan clasista y wannabe como la nuestra.

Sin embargo, podemos decir que durante la guerra contra el narco de Calderón y durante el sexenio inepto de Peña Nieto, Puebla ha estado “blindado”. No vemos cuerpos en las calles ni cabezas embolsadas a la puerta de nuestros fraccionamientos. Acá es otra cosa. La historia de esta comunidad ha demostrado que nuestra violencia no es bruta, sino pasiva. No por eso menos peligrosa.

El día posterior al temblor (viernes), desapareció una chica que pidió un Cabify en la Recta a Cholula. Según las noticias, el vehículo llegó al fraccionamiento donde vivía la muchacha, pero ésta nunca bajó de la unidad. Después el carro avanzó y hasta hoy no se sabe nada de ella. Ayer, cuatro días más tarde, fue interrogado el chofer de Cabify que prestó el servicio. Hasta ahí va la historia.

Esa misma noche, la noche del viernes, yo fui a dejar a mi hija a una fiesta cercana al lugar donde sucedieron los hechos. La dejé y me retiré a casa con el alma en vilo, no pensando que fuera a ser víctima de un levantón, sino que volviera a temblar y la turba de chamacos borrachos la aplastara.

Tanta era mi angustia que decidí pasar por ella antes de lo acordado, razón por la cual la niña hizo un entripado del tamaño del mundo. Me vale, pensé. Las cosas no están para tomarlas a la ligera. Más vale un berrinche pasajero  que sufrir toda la vida por algo que pude haber evitado.

Al día siguiente, sábado 9, leo la noticia de la chica desaparecida en el Cabify. La sangre se me congeló pensando que la semana anterior, por una causa de fuerza mayor, tuve que mandar a mi hija en Uber de un punto “A” a un punto “B”.

El duro trabajo de ser padre no da tregua. Uno no descansa jamás. Lo peor es que la paranoia aumenta al unísono de las malas nuevas cotidianas.

Pienso en los padres de la joven perdida y el suelo se me mueve. ¿Qué se hace en esos casos para no enloquecer? ¿Confiar en las autoridades? Puede ser que sea el clavo ardiente del que uno se pueda colgar, sin embargo, ninguna autoridad te puede dar la certeza de que tu hijo regresará sano y salvo. El criminal, al operar su crimen, poco piensa en el posible castigo del que será objeto al ser descubierto, si es que dan con él.

Mamá: eres una exagerada; como si tú no te la hubieras pasado de fiesta en fiesta a mi edad, dice mi niña. Sí, pero era otro país. Te aseguro que en ese tiempo había, increíblemente, más ética hasta para delinquir, contesto.

La chavita no entiende a qué me refiero. Ella no ha visto ni ha leído las crónicas sobre feminicidios.

Ya no sabe uno cómo actuar. Yo, que me las doy siempre de muy relajada, he perdido el norte desde que mi hija dejó de ser niña y quiere, como todo joven, salir a divertirse.

¿Dejarlos ir o no?

No soy creyente, por lo tanto no tengo santo a quien encomendarle la integridad de mi hija. Así que acá nomás hay de dos sopas: o la llevo de la manita a todas partes (aguantando su cara de “mamá, no mames”) o me convierto al cristianismo.

Prefiero la primera opción.

 

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